11 - MIP

—No sé cómo puede haber ocurrido —decía Nela, inclinada sobre mí, mientras yo yacía somnoliento boca abajo, tendido sobre la ancha toalla rayada que tenía aproximadamente el tamaño de una manta, y sus manos fuertes y hábiles frotaban el ungüento de baño sobre mi cuerpo.
—Por lo menos, la hija de Minus Tentius Hinrabian —dijo Nela— debería sentirse segura.
A semejanza de todos los que estaban en los baños, Nela no podía hablar de nada que no fuera la sorprendente desaparición y presunto secuestro de Claudia Tentius Hinrabian, la orgullosa y malcriada hija del Administrador de la ciudad. Se decía que había desaparecido del cilindro central, que era la residencia privada del Administrador y su familia, así como de sus colaboradores más estrechos; casi bajo las narices de los guardias taurentianos. Era natural que Safrónico, capitán de los taurentianos, se sintiera fuera de sí por la frustración y la cólera. Estaba organizando búsquedas en la ciudad y el campo circundante, y reuniendo todos los informes posibles acerca del asunto. El propio Administrador con su esposa y muchos miembros de la familia se había encerrado en sus habitaciones para no ofrecer al público la imagen de su ofensa y su dolor. La ciudad entera estaba plagada de rumores que recorrían los callejones y las avenidas, y se repetían en los puentes de la Gloriosa Ar. Sobre el techo del Cilindro de los Iniciados ofrecía sacrificios y elevaba plegarias por el pronto retorno de la joven.
—No tan fuerte —dije a Nela.
—Sí, amo —respondió la joven.
Supuse como muy probable que Claudia Hinrabian hubiese sido secuestrada, aunque ésa no era la única explicación posible de su ausencia. Por lo que sé, la práctica de la captura es universal en Gor; ninguna ciudad se abstiene de practicarla, mientras las mujeres secuestradas pertenezcan al enemigo. En este caso, pueden ser las mujeres libres o las esclavas; a menudo, la primera misión de un joven tarnsman es obtener una mujer, preferiblemente libre, proveniente de una ciudad enemiga. La esclaviza, de modo que sus hermanas no afronten la carga de servirlo; más aún, a menudo sus hermanas lo alientan a capturar a una hembra enemiga, porque de ese modo alivian sus propias tareas; cuando el joven tarnsman tiene éxito y regresa a casa con la captura, una joven desnuda y atada a la montura, sus hermanas lo reciben complacidas, y con mucho entusiasmo la preparan para la Fiesta del Collar.
Pero yo sospechaba que la excelsa Claudia Hinrabian, de la familia de los Hinrabian, no volvería con la Seda del Placer en una fiesta del Collar. Más bien se la devolvería a cambio de un rescate. Lo que me desconcertaba en el asunto era que la hubieran secuestrado. Una cosa es echarle el lazo a una joven que pasea incauta sobre un alto puente, y otra muy distinta apoderarse de la hija de un Administrador de su propia ciudad, y alejarse con ella. Sabía que los taurentianos eran guerreros hábiles, cautelosos y rápidos, y yo hubiera creído que las mujeres de los Hinrabian estaban muy seguras en la ciudad.
—Es probable que mañana —decía Nela— se pida rescate.
—Probablemente —gruñí.
Aunque me sentía somnoliento a causa del baño y los ungüentos, mi pensamiento se centraba en Marlenus de Ar, a quien había visto esa tarde en la arcada de las carreras. Sin duda conocía el peligro que corría una vez que había entrado en Ar. Su descubrimiento le significaría la muerte. Me pregunté qué podía traerle a la Gloriosa Ar.
No creía que su aparición en Ar tuviese nada que ver con la desaparición de la joven Hinrabian, porque era probable que la hubiesen secuestrado casi a la misma hora en que yo lo había visto en la entrada. Además, el secuestro de una mujer de la familia Hinrabian, si bien era un gesto bastante arrogante, no podía facilitar el acceso de Marlenus al trono de Ar. Si Marlenus hubiese deseado asestar un golpe a los Hinrabian, probablemente habría volado en su tarn hasta el propio cilindro central, y se hubiese abierto paso hasta el trono del Administrador. Yo creía que Marlenus nada tenía que ver con la desaparición de la joven Hinrabian; de todos modos, me preguntaba qué le había traído a la ciudad.
—¿Qué rescate puede pedirse por una mujer tan importante? —preguntó Nela.
—No lo sé —dije—. Quizá las fábricas de ladrillos de los Hinrabian.
Nela se echó a reír.
Sentí la presión de sus manos en mi columna vertebral, y adiviné sus pensamientos.
—Sería divertido —dijo la joven con cierta amargura— si alguien la captura, le pone el collar y la guarda como esclava.
Rodé sobre mí mismo, miré a Nela y sonreí.
—Olvidé mi lugar, amo —dijo la joven e inclinó la cabeza.
Nela era una muchacha robusta, de escasa estatura. Tenía los ojos azules. Era una nadadora magnífica, vigorosa y vital. Sus cabellos rubios eran muy cortos, para protegerlos del agua; bajo la toalla estaba desnuda. Alrededor del cuello, en lugar del collar de las esclavas comunes, al igual que las restantes jóvenes que atendían los baños, usaba una cadena con una placa. Sobre la placa se leía: “Soy Nela, de los Baños y el Estanque de las Flores Azules. Cuesto un tark.”
Nela era una muchacha cara, aunque había estanques donde las jóvenes llegaban a costar un tarn de plata. El tark es una moneda de plata que vale cuarenta tarns de cobre. Todas las jóvenes del Estanque de las Flores Azules cuestan lo mismo; en cambio, las novicias que aún están siguiendo el curso de instrucción cuestan diez o quince tarns de cobre. Había docenas de piscinas en los grandes baños de la ciudad. En algunas de las piscinas más grandes las jóvenes se vendían barato, por un tarn de cobre. Por ese precio el hombre tenía derecho a usar a la joven como desease y todo el tiempo que quisiera; por supuesto, el uso estaba limitado por el horario de cierre de la piscina.
La primera vez que yo había visto a Nela, varios días atrás, estaba nadando sola en la piscina. Apenas la vi me zambullí en el agua, nadé hacia ella, la aferré del tobillo y la hundí, y bajo la superficie la besé y ambos jugamos. Me gustaron los labios y el contacto de su cuerpo y cuando volvimos a la superficie ambos reíamos. Le pregunté cuánto costaba.
—Por un tark —dijo riendo— me tendrás: pero primero tendrás que atraparme.
Conocía este juego de las jóvenes de las piscinas; en realidad, ninguna se atrevía a escapar realmente del hombre que las perseguía. En definitiva, eran esclavas. En general, la joven finge que se distancia, pero finalmente se deja capturar. Yo sabía que pocos hombres podían atrapar a una muchacha en el agua si ella no lo deseaba realmente. Pasaban gran parte del día nadando, y se movían en ese elemento como verdaderos peces.
—Mira —dije—, si no te atrapo antes de que llegues al borde de la piscina, serás libre todo el día.
Me miró asombrada, moviendo los pies y las manos.
—Pagaré el tark —dije—, pero no te usaré, ni tendrás que servirme de ningún modo.
Miró hacia el lado de la piscina, donde estaba de pie un hombrecito ataviado con una túnica, una caja de metal colgando del hombro.
—¿El amo habla en serio? —preguntó la joven.
—Sí —dije.
—No puedes atraparme si no lo deseo —dijo, advirtiéndome.
—En ese caso —repliqué— serás libre todo el día.
—De acuerdo.
—¡Vamos! —propuse.
Me miró y rió, y después, nadando de espaldas, comenzó a desplazarse con movimientos elegantes hacia el extremo opuesto de la piscina. De pronto se detuvo porque percibió que yo no la seguía. A decir verdad, no se había dado mucha prisa. Yo sabía que, si lo deseaba, ella podía nadar como un lagarto acuático. Pero se contentaba jugando conmigo, burlándose; sin duda, si yo intentaba seguirla le bastaría mantenerse fuera de mi alcance. Estaba desconcertada porque yo aún no había iniciado la persecución.
Había recorrido más o menos la mitad de la distancia que la separaba del final de la piscina cuando se alzó en el agua, y me miró.
En ese momento comencé a nadar.
Comprendí que cuando comencé a seguirla ella reanudó sus movimientos. Lo hizo con una brazada lenta hasta que comprendió que yo comenzaba a ganar terreno, y que lo hacía con cierta velocidad. Entonces cambió de estilo y comenzó a dar ágiles brazadas, mirando hacia atrás de tanto en tanto. Pasaron unos diez ihns, y cuando vio que yo me acercaba cada vez más comenzó a nadar con más agilidad y desenvoltura. Aun así, yo estaba acortando distancia. Nadaba como no lo había hecho nunca, y me desplazaba con mucha rapidez. De pronto, ella miró de nuevo hacia atrás, y al ver que me acercaba más y más, ella también aceleró el ritmo de sus movimientos. Ahora sí me acercaba poco a poco. Comenzó a desplazarse con toda la rapidez posible, y parecía una flecha en el agua. Pero yo aceleré el ritmo, y cada vez estaba más cerca, y ahora el movimiento de mis músculos se beneficiaba con la excitación de la persecución. Sentí que estaba a pocos metros de distancia, y que nadaba desesperadamente, porque el borde de la piscina parecía muy lejos. Comprendí de pronto que lograría alcanzarla. Y casi simultáneamente ella sintió lo mismo. Se convirtió en un animal acuático enloquecido y aterrorizado. Lanzó un grito de frustración. Desapareció la regularidad de sus movimientos. Volcó todas sus energías en una suerte de fuga aterrorizada; dio brazadas desparejas; levantó exceso de agua; ya no respiraba a tiempo, y todos sus movimientos eran una fuga desesperada en busca de la seguridad, en el intento de escapar. Y de pronto, mis manos se cerraron sobre su cintura y ella gritó enfurecida y se debatió y trató de liberarse. La puse de espaldas y cerré la mano sobre la cadena que colgaba de su cuello. Trató de liberarse, pero no pudo separar mi mano de la cadena. Después, con movimientos lentos y triunfales, siempre sujetándola, la remolqué de espaldas, impotente, hasta el extremo contrario de la piscina.
En un lugar retirado, entre el césped y los helechos, separado de la vista del público, retiré de la piscina a Nela y la deposité sobre una ancha toalla anaranjada, cerca de donde yo había dejado mis ropas y mi bolsa.
—Parece que por el momento perdiste tu libertad —dije.
Me agradaba el tacto de su cuerpo húmedo. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Esta muchacha te costará un tark de plata —dijo detrás una voz fina. Con un gesto indiqué al hombre que retirase la moneda de mi bolsa, y así lo hizo. Oí el tintineo de la moneda cuando cayó en la caja de metal y lo vi alejarse.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
—Nela —dijo la joven—, si eso complace al amo.
—Me complace —dije.
Abracé a la joven y acerqué mis labios a los suyos, y ella me rodeó el cuello con los brazos.
Después que nos besamos fuimos a nadar, y de nuevo nos besamos y continuamos nadando. Más tarde Nela me aplicó el primer masaje con aceites ásperos para aflojar la suciedad y la transpiración, y me raspó con una lámina de bronce, fina y flexible; más tarde, vino el segundo masaje, vigoroso y estimulante, con gruesas toallas; finalmente, el tercer masaje, con finos aceites perfumados. Después descansamos largo rato uno al lado del otro, los ojos fijos en la cúpula azulada y transparente del Estanque de las Flores Azules. Como dije, hay muchas piscinas en los Baños, y varían de acuerdo con las formas y los tamaños, así como con el decorado; también son diferentes la temperatura y el perfume de las aguas. La temperatura de la Piscina de las Flores Azules era fresca y grata. La atmósfera de la piscina se cargaba todavía más con la fragancia del veminium, una suerte de flor silvestre azulada que suele hallarse en las laderas bajas de las montañas de Thentis; las paredes, las columnas, incluso el fondo de la piscina, estaban adornadas con representaciones de veminium, y en la cámara había muchas plantas de esa especie. Aunque la piscina y los senderos alrededor eran de mármol, gran parte del lugar estaba plantado con césped y helechos y otras especies abundantes. Había muchos recesos y refugios, algunos a más de treinta metros de la piscina, y allí un hombre podía descansar.
Nela había sido esclava desde la edad de catorce años. Supe sorprendido que era nativa de Ar. Había vivido sola con su padre, que jugaba mucho en las carreras. Él había muerto, y para pagar sus deudas, según los dictados de la ley goreana, la hija se había convertido en propiedad de la ciudad; después, la habían vendido en subasta pública. Primero la habían vendido por ocho tarks de plata al encargado de una de las cocinas públicas de un cilindro, antiguo acreedor del padre; ese hombre la había comprado pensando obtener ganancia; así, la joven trabajó en la cocina durante un año, y de noche dormía encadenada sobre un colchón de paja; y después, cuando su cuerpo se desarrolló y adquirió los contornos de la femineidad, el amo la encadenó y la llevó a los Baños donde después de un poco de regateo obtuvo un precio de cuatro piezas de oro y un tark de plata; había comenzado en una gran piscina de cemento, y su tarifa era de un tarn de cobre, pero cuatro años después el precio se elevó a un tark de plata y sirvió en la Piscina de las Flores Azules.
Ahora, varios días después de haber visto por primera vez a Nela, yo estaba acostado sobre la toalla a rayas, y sentía su masaje, que distribuía los últimos ungüentos en mi cuerpo.
—Ojalá —dijo Nela, mientras me masajeaba con más energía de la necesaria— esclavicen a Claudia Tentius Hinrabian.
Alcé la cabeza y me apoyé en los codos para mirarla.
—¿Hablas en serio? —pregunté.
—Sí —dijo Nela con amargura—, que la marquen y le apliquen el collar. Que la obliguen a complacer a los hombres.
—¿Por qué la odias así?
—Es libre, de elevada cuna, y rica. Esas mujeres necesitan el hierro. Que baile al compás del látigo.
—Deberías compadecerla —recomendé.
Nela echó hacia atrás la cabeza y rió.
—Probablemente es una joven inocente —dije.
—Una vez ordenó que cortaran la nariz y las orejas de una de sus servidoras porque dejó caer un espejo —dijo Nela.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté.
La muchacha rió.
—En los Baños —explicó— sabemos todo lo que ocurre en Ar —después me miró con expresión dura—. Ojalá la convirtieran en esclava. Espero que la vendan en Puerto Kar.
Llegué a la conclusión de que Nela odiaba mucho a la joven Hinrabian.
—¿Los Hinrabian son populares en Ar? —pregunté.
Nela dejó de masajearme la espalda.
—No contestes si no lo deseas —dije.
—No —replicó Nela, y advertí que miraba cautelosamente alrededor—. No son populares.
—¿Qué me dices de Kazrak? —pregunté.
—Fue un buen Administrador —dijo—. Ahora ya no está.
Reanudó el masaje en mi espalda. El ungüento era fragante. Sentía sus manos cálidas.
—Cuando yo era niña —explicó Nela— y era libre, una vez vi a Marlenus de Ar.
—¿Sí?
—Era el Ubar de Ubares.
Su voz trasuntaba respeto.
—Quizá —dije—, quizá un día Marlenus regrese.
—No hables así —murmuró—. Por menos de eso han decapitado a hombres en Ar.
—Tengo entendido que está en las Voltai —dije.
—Minus Tentius Hinrabian —dijo Nela— una docena de veces envió a centenares de guerreros a las Voltai para buscarlo y matarlo; pero jamás lo hallaron.
—¿Por qué desearía matarlo? —pregunté.
—Le temen —dijo Nela—. Temen que regrese a Ar.
—Imposible.
—En los tiempos que corren, todo es posible.
—¿Te gustaría volver a verle en Ar? —pregunté.
—Fue el Ubar de Ubares —dijo la joven con orgullo. Ahora sus manos tenían un toque enérgico, y yo sentí la emoción en ellas—. Cuando públicamente le rehusaron el pan, la sal y el fuego en la cima del cilindro central, cuando le exiliaron de Ar y le prohibieron regresar so pena de muerte, ¿sabes lo que dijo?
—No —dije—, no lo sé.
—Dijo: “Volveré a Ar”
—Seguramente no creerás eso —dije.
—Podría revelarte las cosas que he oído —dijo Nela—, pero es mejor que no las conozcas.
—Como quieras.
Oí su voz, un tanto sobrecogida.
—Dijo —repitió—, “Volveré a Ar”
—¿Te gustaría que volviera a ocupar el trono? —pregunté.
—Soy nativa de Ar —dijo la joven, riendo—. Él era Marlenus. ¡Era el Ubar de Ubares!
Rodé sobre mí mismo, aferré las muñecas de Nela, la atraje hacía mí y la besé. No vi motivo suficiente para explicarle que esa misma tarde, bajo la arcada del estadio, había visto a Marlenus de Ar.
Después de dejar los Baños encontré por casualidad al Criador de tarns a quien había visto un momento mientras observaba el juego, frente a la taberna de Spindius, la partida entre el Jugador ciego y el Vinatero. Era un hombre de corta estatura, menudo, con los cabellos castaños muy cortos. Tenía el rostro ancho, de rasgos acentuados, y grande en relación con el resto del cuerpo. Vi que exhibía un parche verde en el hombro, indicativo de que era partidario de los Verdes.
—Veo que ahora usas el rojo del Guerrero —dijo— más que el negro del Asesino.
No respondí.
—Sé que los disfraces son útiles —dijo— cuando uno sale de cacería —me sonrió—. Me agradó lo que hiciste después del juego, cuando entregaste la moneda doble al Jugador.
—No la aceptó —dije—. Afirmó que era oro negro.
—Y en efecto, lo era —dijo mi interlocutor—. En efecto, lo era.
—Vale lo mismo que el oro amarillo —observé.
—Es cierto —dijo el Criador de tarns—, y es necesario tenerlo en cuenta.
Me volví para continuar mi camino.
—Si te propones cenar en la vecindad —dijo él—, ¿puedo acompañarte?
—Por supuesto —contesté.
—Conozco una buena taberna —dijo— que favorece a los Verdes. Muchos miembros de la facción comen y beben allí después de las carreras.
—Bien —dije—. Tengo apetito y deseo beber. Llévame allí.
Al igual que los Baños, la taberna no estaba lejos del estadio. Se la llamaba el Tarn Verde, y el propietario era un individuo alegre, de cabeza calva y nariz roja, que se llamaba Kliimus. Las esclavas de placer que allí servían tenían túnicas de seda verde, y las mesas y las paredes también estaban pintadas de verde; incluso las cortinas que cubrían una pared de las alcobas eran verdes. De las paredes, aquí y allá, colgaban listas y registros, y también algunos recuerdos como elementos de las monturas y arneses de los tarns, con leyendas que explicaban su origen; también había representaciones de tarns, y dibujos de famosos jinetes que habían dado la victoria a los Verdes.
Pero esa noche en la taberna reinaba relativa calma, porque el día no había sido bueno para los Verdes. Y en lugar de las carreras, muchos comentaban el caso de la hija del Administrador Hinrabian y especulaban acerca de su paradero, y se preguntaban cómo era posible que el secuestro, si de eso se trataba, se hubiese realizado ante la vista de docenas de guardias taurentianos. Al parecer, cuando ocurrió el hecho no había tarns cerca del cilindro central; y según los informes ningún extranjero había entrado en el cilindro. Era un misterio que intrigaba a todos.
El Criador de tarns, a quien los parroquianos de la taberna llamaban Mip, pagó el alimento, la carne de bosko y el pan amarillo, así como las arvejas y las olivas turianas. Yo pagué el Paga y varias veces volvimos a llenar nuestras copas.
Ignoraba por qué Mip parecía simpatizar conmigo, y mientras bebíamos habló mucho de las facciones, la organización de las carreras, el entrenamiento de los tarns y los jinetes, las esperanzas de los Verdes y las restantes facciones, y de ciertos jinetes y determinadas aves. Comencé a sospechar que pocas personas conocían tanto como Mip acerca de las carreras de Ar.
Después que comimos y bebimos, y de palmearme afectuosamente la espalda, Mip me invitó a la jaula de tarns donde él trabajaba; era en su género uno de los locales más grandes de los Verdes.
Me agradó acompañarlo, porque jamás había visto un lugar así, perteneciente a una facción.
Recorrimos las calles oscuras de Ar, y aunque eso quizá era peligroso, nadie nos abordó, aunque algunos con quienes nos cruzamos se mostraron muy circunspectos, y tenían las manos sobre las armas. Supongo que mi atuendo de Guerrero y la espada que portaba quizá disuadían a los individuos que podían concebir la idea de apoderarse de nuestra bolsa o de cortarnos la garganta. En Gor no son muchos los que están dispuestos a arriesgar la vida enfrentándose a un Guerrero goreano.
La jaula era una de seis en un alto y amplio cilindro que albergaba a muchas de las oficinas y los dormitorios de los individuos asociados profesionalmente con los Verdes. En este cilindro se guardan los registros y los depósitos, así como los tesoros de la facción; es apenas uno de los cuatro que la empresa tiene en la ciudad. La jaula de tarns en que Mip trabajaba era la más grande y me gustó ver que mi nuevo amigo era el principal Criador del lugar, pese a que allí había un personal formado por varios individuos. La jaula era una enorme sala bajo el techo del cilindro, y abarcaba lo que normalmente hubieran sido cuatro pisos del cilindro. Las perchas eran en realidad una gigantesca estructura curva de vigas de cuatro pisos de altura, y su diseño se ajustaba a la forma circular de la pared del cilindro.
Muchas perchas estaban vacías, pero había más de un centenar de aves en la habitación; ahora todas estaban encadenadas a su propia percha pero yo sabía que por lo menos una vez todos los días se las ejercitaba; a veces, cuando no hay hombres que se pasean libremente por el recinto y los portales de la jaula que se abren sobre el vacío están cerrados, se quitan las cadenas a las aves para que gocen de cierta libertad; se les suministra agua mediante tubos que van a desembocar en bebedores montados sobre plataformas triangulares, cerca de las perchas, pero además, en el centro del depósito, sobre el suelo, hay una cisterna que pueden usar cuando no están encadenadas. El alimento de los tarns, que es carne, se clava de una serie de ganchos y se eleva mediante una cadena y una cabria hasta las diferentes perchas; es interesante observar que cuando las aves no están encadenadas, nunca se permite que haya carne en los ganchos o sobre el suelo: el tarn de carreras es un ave valiosa, y los guardianes no desean que se destruyan peleando por un pedazo de carne.
Apenas Mip entró en la jaula tomó una barra colgada de un gancho en la pared. Después, de otro gancho retiró una segunda barra y me la entregó. La acepté. Pocos se atreven a entrar en una jaula de tarns sin armarse de una barra. Más aún, es absurdo hacerlo. Mip realizó su recorrido, recibiendo y respondiendo a los saludos de los hombres. Con una agilidad que podía originarse únicamente con muchos años de práctica, trepó por las vigas de madera, que estaban a veces a quince o veinte metros del suelo, observando el estado de las diferentes aves; quizá porque yo estaba un poco embriagado, lo seguí; finalmente, llegamos a uno de los cuatro grandes portales redondos que se abren sobre el vacío. Pude ver la gran percha, semejante a una viga, que se prolongaba desde el portal y se asomaba sobre la calle, allá abajo. Las luces de Ar constituían un hermoso espectáculo. Avancé un paso sobre la percha. Elevé los ojos al cielo. El techo estaba apenas unos tres metros más arriba. Siempre me maravilló la grandiosidad de Ar durante la noche, los puentes, los faroles, los faros, la cantidad de lámparas que iluminaban las ventanas de innumerables cilindros. Avancé un paso más sobre la percha. Percibí la presencia de Mip a poca distancia, detrás, protegido por las sombras, pero también sobre la percha. Miré hacia abajo y meneé la cabeza. Me pareció que la calle se movía y se elevaba hacia mí. Pude ver las antorchas de dos o tres hombres que caminaban formando un grupo en la distancia. Mip se acercó un poco más.
Me volví y le sonreí, y él retrocedió.
—Será mejor que entres —dijo con una mueca—. Esto es peligroso.
Miré al cielo y vi las tres lunas de Gor, la luna grande y las dos más pequeñas; una de éstas se llama la Luna de la Prisión, pero no sé a qué responde el nombre.
Me volví y retrocedí caminando sobre la percha, y de nuevo me encontré en la amplia estructura de madera que sostenía a las aves de carreras.
Mip estaba acariciando el pico de una ave, por lo que vi, un animal bastante viejo. Tenía el pelaje pardo rojizo; ahora la cresta formaba una masa chata; el pico era amarillo claro, manchado de blanco.
—Éste es Ubar Verde —dijo Mip, mientras rascaba el cuello del ave.
Había oído hablar de este animal. Había sido famoso en Ar una docena de años atrás. Había ganado más de mil carreras. Su jinete, uno de los principales en la tradición de los Verdes, había sido Melipolo de Cos.
—¿Estás familiarizado con los tarns? —preguntó Mip.
Pensé un momento. En realidad, algunos Asesinos son hábiles tarnsmanes.
—Sí —dije—, estoy familiarizado con los tarns.
Me pregunté por qué el ave, que sin duda ya había pasado su mejor época, no había sido destruida como era costumbre. Quizá se la había conservado por mero sentimiento, una actitud que no es desconocida en los partidarios de las facciones. Por otra parte, los administradores comerciales de las facciones suelen demostrar escaso sentimentalismo, y así es costumbre vender o destruir al tarn que no rinde beneficios, lo mismo que al esclavo poco lucrativo o inútil.
—La noche —dije— es bella.
Mip me sonrió.
—En efecto —dijo.
Pasó de una viga a otra hasta que llegó a dos juegos de monturas y arneses, y me entregó uno, al mismo tiempo que señalaba a un tarn de color pardo, un animal vivaz que estaba dos perchas más lejos. Aseguré la montura del ave, y con cierta dificultad, porque el animal sentía mis movimientos inseguros, ajusté el correaje. Después de abrir los cierres, Mip y yo apartamos las cadenas que aseguraban a las dos aves y ocupamos las monturas.
Mip montaba el Ubar Verde; hacía buena figura sobre la gastada montura, sus estribos eran cortos.
Ajustamos las correas de seguridad.
—No intentes controlar al tarn hasta que hayamos salido de la jaula —dijo Mip—. Necesitas tiempo para acostumbrarte al arnés —sonrió—. Éstos no son tarns de guerra.
Mip, que pareció tocar apenas las riendas con el dedo, sacó de la percha al viejo animal, y batiendo apenas las alas el ave se encaramó en la percha exterior, y permaneció allí, la vieja cabeza alerta, relucientes los perversos ojos negros. Con una brusquedad tal que me sobresalté, mi ave se unió a la primera.
Mip y yo estábamos montados en nuestras aves, sobre la alta percha que emergía del edificio. Me sentía excitado, como me ocurría siempre en estos casos. También Mip parecía nervioso y vivaz.
Miramos alrededor, a los cilindros, las luces y los puentes. Era una fresca noche estival. Sobre la ciudad, las estrellas brillaban luminosas, y las lunas se destacaban blancas contra el espacio oscuro de la noche goreana.
Mip comenzó a viajar en su tarn entre los cilindros; y a la vez, yo lo seguí.
La primera vez que intenté usar el correaje, pese a que tenía conciencia del peligro, tiré con demasiada fuerza, y el brusco viraje del animal en vuelo inclinó peligrosamente mi cuerpo a un costado; las alas pequeñas, anchas y rápidas del tarn de carrera permiten giros y cambios de altura que serían imposibles con un ave más grande, más pesada y de alas más largas.
Con la ayuda de las riendas conseguí que el ave iniciara un rápido vuelo ascendente hacia la derecha y un instante después me había reunido con Mip.
Las luces de Ar y los faroles de los puentes pasaron rápidamente allá abajo, y los techos de los cilindros se perfilaban entre las líneas oscuras de las calles.
Mip obligó a virar a su ave, y pareció que ésta describía un círculo en el aire; debajo, hacia la derecha, los cilindros se deslizaban, y finalmente Mip pasó sobre el piso más alto del Estadio de Tarns, donde esa tarde yo había visto las carreras.
Ahora el estadio estaba vacío. La multitud se había dispersado. Las terrazas largas y curvas resplandecían a la luz de las tres lunas de Gor. La larga red desplegada bajo las pistas había sido retirada y enrollada, y aparecía depositada junto a los postes, cerca de la pared divisoria. Las cabezas de madera pintadas que representaban tarns, y que se usaban para dividir las diferentes etapas de la carrera, aparecían solitarias y oscuras en sus postes. La arena del estadio parecía blanca a la luz de la luna, y otro tanto podía decirse del ancho muro divisorio. Miré a Mip. Estaba sentado en su montura, silencioso.
—Espera aquí —dijo.
Montado en Ubar Verde, Mip parecía una flecha veloz y oscura contra la arena blanca y las gradas.
Vi al ave detenerse en la primera percha.
Montura y jinete esperaron allí un momento. De pronto, oí batir las alas y vi a más de cien metros que el tarn se desprendía de la percha. Mip enfiló hacia el primer “anillo”, el primero de tres enormes rectángulos de metal, anteriores a los “anillos” redondos montados en las esquinas, y al final de la pared divisoria. Sobresaltado, vi que el ave atravesaba veloz los tres primeros anillos, viraba e iniciaba la segunda vuelta; después repitió el mismo curso, y finalmente, batiendo las alas con increíble velocidad, el pico hacia adelante, Mip agazapado sobre la montura, pasó los tres “anillos” rectangulares a cada lado de la pared divisoria, para ir a aterrizar en la última percha de la línea, la del vencedor.
Mip y el ave permanecieron allí unos instantes, y después vi que se acercaban al lugar donde yo estaba. Un instante después Mip descendió a mi lado, sobre la alta baranda que circundaba la cima del estadio.
Permaneció allí un momento contemplando el estadio. Después volvió a montar y el ave se elevó en el aire, y yo lo seguí. Pocos ehns después habíamos regresado a la percha que emergía del portal de la jaula.
Devolvimos las aves a sus perchas, retiramos las monturas y las correas del control, y colgamos todo de vigas verticales, que eran parte de la estructura general de las perchas.
Después de terminar, salí de nuevo a la percha que emergía del portal, la misma que avanzaba varios metros sobre la calle que estaba debajo. Deseaba sentir nuevamente el aire, la belleza de la noche.
Mip estaba detrás, a poca distancia, y yo caminé hasta el extremo de la percha.
—Mip —dije—, he disfrutado mucho esta noche.
—Me alegro de ello —dijo Mip.
No lo miré.
—Te haré una pregunta —dije—, pero no te creas obligado a contestar si no lo deseas.
—Muy bien —dijo Mip.
—Sabes que cazo —dije.
—Los miembros de la casta negra a menudo cazan —dijo Mip.
—¿Sabes si un miembro de los Verdes estuvo en Ko-ro-ba este año, por la época de En´Var?
—Sí —dijo Mip.
Me volví para mirarle.
—Conozco a uno que estuvo allí —dijo Mip.
—¿Y quién es? —pregunté.
—Yo —dijo Mip—. Este año estuve en Ko-ro-ba para En´Var.
En la mano de Mip vi una pequeña daga, un cuchillo arrojadizo de un tipo fabricado en Ar; era más pequeño que la quiva.
—Un cuchillo interesante —dije.
—Todos los Criadores de tarns llevan cuchillo —dijo Mip, mientras jugaba con la hoja.
—Esta tarde —dije—, en las carreras, vi a un jinete cortar las correas de seguridad y separarse de un ave que caía.
—Probablemente lo hizo con un cuchillo como éste —dijo Mip. Ahora lo sostenía por la punta.
—¿Eres hábil con ese cuchillo? —pregunté.
—Sí. Creo que sí. Podría acertar al ojo de un tarn a treinta pasos.
—En ese caso, eres diestro —dije.
—¿Estas familiarizado con estos cuchillos? —preguntó Mip.
—No demasiado —respondí. Mi cuerpo aparentemente estaba relajado, pero tenía todos los nervios en tensión. Sabía que él podía arrojar el cuchillo antes de que yo le alcanzara, antes de que pudiese desenvainar la espada. Tenía cabal conciencia de la altura de la percha, de la calle que estaba aquí abajo.
—¿Quieres examinar el cuchillo? —preguntó Mip.
—Sí —dije.
Mip me arrojó el cuchillo, y yo lo recibí. El corazón casi se me paralizó.
Examiné el cuchillo, el equilibrio, la empuñadura, la hoja afilada.
—Será mejor que salgas de esa percha —dijo Mip—. Es peligrosa.
Le arrojé de vuelta el cuchillo y retorné caminando sobre la estrecha percha. Pocos ehns después había salido del cilindro y regresaba a la Casa de Cernus.

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