15 - KAJURALIA

—¡Kajuralia! —gritó la esclava, y me arrojó un canasto de harina, y se volvió y echó a correr. La atrapé cinco metros más lejos, la besé apasionadamente, y la aparté de mí.
—¡Kajuralia tú! —dije riendo, y ella, también riendo, huyó.
Un Constructor que tenía la túnica manchada con jugo de fruta pasó caminando deprisa.
—Es mejor estar en casa —dijo— cuando llega Kajuralia.
Pasaron tres esclavos, adornados con guirnaldas de flores olorosas. Uno de ellos me miró, y a juzgar por la expresión en sus ojos seguramente veía tres Guerreros en lugar de uno; me ofreció un trago de su bota, y yo acepté.
—Kajuralia —dijo, y casi se desploma, pero los dos compañeros le evitaron la caída. Le di una moneda de plata para que comprase más licor.
—Kajuralia —dije, y me volví y comencé a alejarme.
Una joven esclava rubia, perseguida por tres hombres, de pronto se encontró aprisionada por un espectador. Pero un instante después el que la había capturado descubrió que la joven tenía un cinturón de hierro.
—¡Kajuralia! —rió ella, y se liberó y huyó.
Oí ruido de vajilla rota a la vuelta de la esquina, algunos gritos coléricos, y las risas de las jóvenes.
Pensé que era mejor regresar a la Casa de Cernus.
Entré por otra calle. De pronto, me vi rodeado por quince o veinte muchachas, que gritando y riendo me cerraron el paso. Muy pronto me aferraron de los brazos y me inmovilizaron.
—¡Prisionero! ¡Prisionero! —gritaron.
Sentí una cuerda alrededor del cuello; estaba desagradablemente tensa.
Sostenía la cuerda una joven de cabellos negros, por supuesto con su correspondiente collar. Era una muchacha de piernas largas y breve túnica de esclava.
—Salud, Guerrero —tiró amenazadora de la cuerda—. Ahora eres esclavo de las jóvenes de la Calle de las Vasijas —me informó.
De pronto, cinco o seis cuerdas me sujetaron firmemente. Dos muchachas habían pasado otras tantas cuerdas por mis tobillos. De ese modo, si intentaba huir o resistirme, en un instante podían arrojarme al suelo.
—¿Qué haremos con el prisionero? —preguntó a sus amigas la joven de cabellos negros.
Hubo muchas sugerencias.
—¡Desnudadlo! ¡Vamos a marcarlo! ¡El látigo! ¡Ponedle un collar!
—¡Vamos! —dije.
Pero ahora ya marchaban por la calle, y me arrastraban con ellas.
Me metieron en una espaciosa habitación, donde había canastos y arneses, al parecer el depósito de un cilindro poco importante. Se había vaciado un amplio círculo en el centro, y desplegado mantas sobre el colchón de paja. Sobre una pared estaban dos hombres, ambos maniatados. Uno era un Guerrero, el otro un joven y apuesto Criador de tarns.
—Kajuralia —dijo secamente el Guerrero.
—Kajuralia —contesté.
La joven de cabellos negros miró primero a los dos hombres y después volvió los ojos hacia mí.
—No está mal —dijo—. No está mal.
Las restantes jóvenes rieron y gritaron. Algunas saltaron y batieron palmas.
—Ahora, esclavos, nos serviréis —anunció la joven de cabellos negros.
Nos quitaron las cuerdas, excepto las dos que teníamos alrededor del cuello, y una cuerda en cada tobillo.
Nos dieron tacitas de estaño con un poco de Ka-la-na, probablemente robado por las muchachas.
—Después que nos hayan servido vino —dijo la joven—, usaremos a nuestros esclavos para nuestro placer.
Así, cada uno de los hombres sirvió vino a las jóvenes, no sin antes preguntar “¿Vino, ama?”, a lo cual ellas contestaban riendo:
—¡Sí, beberé un poco!
—¡Esclavo, sírveme vino! —ordenó la joven de cabellos negros y piernas largas. Estaba maravillosa con su breve túnica de esclava.
—Sí, ama —dije con la mayor humildad posible.
Extendí la mano para ofrecerle la tacita de vino.
—¡De rodillas! —ordenó.
Las jóvenes contuvieron una exclamación.
Incliné la cabeza, arrodillado, y ofrecí a la joven la tacita.
La muchacha de piernas largas extendió la mano hacia la tacita y yo le aferré las muñecas y me incorporé de un salto; la obligué a perder el equilibrio y sin soltarla la hice girar en redondo. Después, mientras las jóvenes gritaban y mi prisionera lanzaba una exclamación de cólera, la abracé fuertemente y de un salto entré en un cuarto contiguo; la arrojé al suelo, me volví y en un solo movimiento cerré la puerta y eché el cerrojo. Oí los gritos coléricos de las jóvenes, y los puñetazos que descargaban sobre la puerta; pero de pronto comenzaron a quejarse y a llorar, como si un grupo de traficantes de esclavos hubiese caído sobre ellas. Examiné el lugar. Había una ventana muy alta, pero era estrecha y tenía barrotes. La joven encerrada conmigo no podría escapar. Me quité las cuerdas y las dejé caer al lado de la puerta. Apliqué el oído a la puerta y escuché. Después de unos cinco ehns alcancé a oír únicamente los sollozos, la frustración de las jóvenes maniatadas.
Abrí la puerta y descubrí que el Guerrero y el Criador de tarns se habían liberado en el momento de la sorpresa, y habían apresado a las muchachas del grupo. Una larga cuerda unía entre sí a las jóvenes maniatadas y arrodilladas; otra cuerda o conjunto de cuerdas las unía por el cuello, como en una cadena de esclavas. La joven de piernas largas fue traída a la habitación más espaciosa para que contemplase a sus cómplices impotentes.
La joven de cabellos negros sollozó.
Había lágrimas en los ojos de varias muchachas.
—¡Kajuralia! —dijo alegremente el Guerrero, y se incorporó después de controlar los nudos que aseguraban las muñecas de las jóvenes.
—¡Kajuralia! —le contesté y lo saludé con la mano. Tomé del brazo a la joven de cabellos negros y piernas largas, y la acerqué a la línea de muchachas maniatadas—. Mira a las jóvenes de la Calle de las Vasijas.
Ella bajó los ojos, derrotada.
—Amo —dijo—, te serviré vino.
—No —contesté.
Me miró asombrada.
—Yo te serviré vino —dije.
Me miró incrédula mientras yo llenaba una de las tacitas con Ka-la-na diluido y se la ofrecía. La mano que sostenía la taza le temblaba.
—Bebe —dije.
Bebió.
Me devolvió la taza, y yo la arrojé al fondo de la habitación, y tomé a la muchacha en mis brazos.
El Guerrero, el Criador de tarns y yo permanecimos casi todo el día con las muchachas de la Calle de las Vasijas, que festejaron con nosotros Kajuralia o el día de fiesta de los esclavos.
Este día se celebra en la mayoría de las ciudades civilizadas del norte de Gor una vez al año. La única excepción conocida es Puerto Kar, en el delta del Vosk. En Ar se celebra el último día del quinto mes, el día anterior a la Fiesta del Amor.
Había sido un verano extraño y agitado; en muchos sentidos fantástico. Semana tras semana Ar cobraba perfiles más salvajes; reinaba la ilegalidad. Pandillas de hombres, a menudo armados, recorrían las calles y los puentes, y al parecer no temían a los Guerreros; cosa sorprendente, cuando los capturaban y enviaban al Cilindro Central, o al Cilindro de la Justicia, siempre había pretextos que justificaban su liberación, en general por tecnicismos legales o por una presunta falta de pruebas. Al mismo tiempo que aumentaba el desorden se acentuaba el interés, casi el frenesí, por los juegos y las carreras; era difícil cruzarse con una persona que no usara el color de una facción, incluso los pocos días que el Estadio de Tarns permanecía inactivo. Se hubiera dicho que las carreras y los juegos eran las únicas actividades que interesaban a las personas.
La competencia por el primer puesto en las carreras estaba indecisa entre tres facciones: los Verdes, los Amarillos y los Aceros.
El progreso y el ascenso sorprendente de los Aceros como facción había comenzado el primer día de las carreras, cuando en la undécima competición, Gladius de Cos, montando un gran tarn, había iniciado a los Aceros con un triunfo sorprendente y notorio frente a muchos y hábiles competidores. El tarn que Gladius de Cos había montado no era un animal de carreras, pero sus proporciones, su rapidez y la seguridad de movimientos, así como su fuerza y ferocidad increíbles, lo convertían en un enemigo terrible: en efecto, nunca había perdido una carrera. Muchos otros tarns de los Aceros tampoco eran animales de carreras, sino tarns de guerra, montados por jinetes desconocidos e individuos misteriosos que presuntamente venían de ciudades lejanas; la emoción de una nueva facción que no sólo competía sino que amenazaba peligrosamente a las antiguas facciones de Ar, constituía una expectativa que inflamaba la imaginación de los hombres y las mujeres de la ciudad; millares de aficionados, desalentados con sus antiguas facciones, o ansiosos de participar en la gran batalla de las carreras, ahora exhibían en sus vestiduras el pequeño rectángulo de lienzo gris azulado, el distintivo de los Aceros.
Yo había montado varias veces el gran tarn negro de los Aceros, oculto tras una capucha de cuero. El nombre de Gladius de Cos era muy conocido en la ciudad, aunque sin duda pocos estaban al tanto de su identidad. Yo competía para los Aceros porque allí estaba mi tarn, y porque Mip, a quien había terminado por conocer y apreciar, así lo deseaba. Sabía que estaba mezclándome en juegos peligrosos, pero había aceptado jugar, sin comprender claramente el propósito o la meta de lo que hacía. Relio y Ho-Sorl a menudo me ayudaban. Llegué a la conclusión de que no estaban en la Casa de Cernus por mera coincidencia. Después de cada carrera, Mip comentaba detalladamente mi trabajo, y formulaba sugerencias; antes de cada carrera me explicaba todo lo que sabía de las costumbres de los jinetes y los tarns con quienes yo debía competir.
Igual y quizá mayor que la fama de Gladius de Cos era la del espadachín Murmillius, y el prestigio de los crueles juegos presenciados en el Estadio de los Filos. Desde el comienzo de los juegos había combatido más de ciento veinte veces, y ciento veinte antagonistas habían caído ante él; de acuerdo con su costumbre, no había matado a ninguno, sin importarle la voluntad de la turba. Siempre que él aparecía, la multitud enloquecía de placer, y ovacionaba sus mejores mandobles; y yo sospechaba que lo que todos más apreciaban en Ar era la presencia de un enorme y misterioso Murmillius, soberbio y galante, un hombre cuyo origen era completamente desconocido.
Mientras tanto continuaban las intrigas de Cernus, de la Casa de Cernus. Cierta vez, en una taberna oí hablar a un hombre, en quien reconocí a uno de los guardias de las mazmorras, aunque ahora vestía la túnica de un Talabartero. El hombre afirmó que la ciudad necesitaba como administrador no a un Constructor sino a un Guerrero, porque de ese modo se impondría de nuevo el imperio de la ley.
—¿Pero qué Guerrero? —preguntó otro, que era Platero.
—Cernus, de la Casa de Cernus —dijo el guardia disfrazado—. Es Guerrero.
—Es traficante de esclavos —dijo otro.
—Conoce los asuntos y las necesidades de Ar —dijo el guardia— como corresponde a un Mercader; sin embargo pertenece a la Casta de los Guerreros.
—Ha patrocinado muchos juegos —dijo un guardián de tharlarión.
—Sería mejor que Hinrabian —agregó un tercero.
—Mi entrada al Estadio —dijo otro hombre, un Molinero— fue pagada una docena de veces por la Casa de Cernus.
—Yo afirmo —dijo el guardia disfrazado— que Ar mejorará mucho con un hombre como Cernus en el trono.
Me asombró ver que varios parroquianos sentados alrededor de la mesa, sin duda ciudadanos comunes de Ar, comenzaban a asentir.
—Sí —dijo el Platero—, sería bueno que un hombre como Cernus fuese Administrador de la ciudad.
—¿O Ubar? —dijo el guardia.
El Guerrero se encogió de hombros.
—Sí —confirmó—, también Ubar.
—Ar está muy dividida —sostuvo un hombre que no había hablado antes; era un Escriba—. En estos tiempos quizá lo que necesitamos es realmente un Ubar.
—Sostengo —dijo el guardia— que Cernus debería ser Ubar.
Los hombres allí reunidos comenzaron a emitir gruñidos afirmativos. El guardia disfrazado pidió unas bebidas; yo sabía que el dinero que él gastaba tan generosamente había sido muy bien contado en la oficina de Caprus, pues Elizabeth me suministraba dicha información. Caminé hacia la salida mientras los hombres sentados alrededor de la mesa brindaban por Cernus, de la Casa de Cernus.
Vi que otro hombre me imitaba, y también salía de la taberna.
Afuera me detuve y me volví para mirar a Ho-Tu.
—Creí que no bebías Paga —dije.
—No lo bebo —afirmó Ho-Tu.
—¿Por qué estás en una taberna? —pregunté.
—Vi salir de la casa a Salarius —replicó—, disfrazado de Talabartero. Sentí curiosidad.
—Parece que se dedica a promover el nombre de Cernus.
—Sí.
—¿Les oíste hablar del amo Cernus —pregunté— como posible Ubar?
Ho-Tu me miró con los ojos entrecerrados.
—Cernus —dijo— no debería ser Ubar.
Me encogí de hombros.
Ho-Tu se volvió y se alejó entre los edificios.
Mientras los hombres hacían su trabajo en las tabernas, las calles y los mercados, y en los estadios de los juegos y las carreras, el oro y el acero de Cernus aparentemente actuaban en otros lugares. Sus préstamos a los Hinrabian, una familia sin duda adinerada, pero que no podía soportar la carga de los juegos y las carreras, comenzaron a reducirse, y después se interrumpieron. Al fin, como si el asunto le desagradase mucho, y pretextando su propia necesidad, Cernus pidió el reembolso de ciertas partes secundarias pero importantes de sus préstamos. Cuando los Hinrabian cancelaron la deuda con fondos de su tesoro privado, Cernus exigió pagos aún mayores del dinero que los Hinrabian le debían. Además, los juegos y las carreras patrocinados antes por los Hinrabian se vieron interrumpidos, y los que respondían a un patrocinio dejaron de llevar el nombre del Administrador. Ahora aparecía el nombre de Cernus como patrón y benefactor en los carteles y los anuncios. Por ese tiempo, ciertos presagios menores registrados por el Supremo Iniciado y por otros comenzaron a volverse contra la dinastía Hinrabian. Dos miembros del Consejo Supremo, que se habían opuesto a la influencia de los Mercaderes en la política de Ar, en lo que era quizá una discreta referencia a Cernus, aparecieron muertos, uno acuchillado y el otro estrangulado en las cercanías de un puente. La primera espada de las fuerzas militares de Ar, Máximo Hegesio Quintilio, cuya autoridad era apenas menor que la de Minus Tentius Hinrabian, fue separado de su cargo. Poco antes había expresado su desacuerdo acerca del ingreso de Cernus en la Casta de los Guerreros. Lo reemplazó un miembro de los taurentianos, Seremides de Tyros, cuya candidatura fue presentada por Safrónico de Tyros, capitán de los taurentianos. Poco después a Máximo Hegesio Quintilio se le halló muerto envenenado por la mordedura de una muchacha en su Jardín de Placer; y antes de que fuese posible llevar a la asesina ante los Escribas de la ley, los enfurecidos taurentianos la estrangularon; era bien sabido que los taurentianos reverenciaban mucho a Máximo Hegesio Quintilio, y que habían sentido profundamente su pérdida. Yo había conocido a Quintilio pocos años antes, en tiempos de Pa-Kur y su horda. Me había parecido un buen soldado. Lamenté su desaparición. Se organizó un grandioso funeral militar, y sus cenizas fueron dispersas sobre un campo donde varios años antes había llevado a la victoria a las fuerzas de Ar.
Las exigencias de Cernus en relación con el reembolso de lo que los Hinrabian le debían se hicieron más persistentes. Se mostró implacable. En general, los ciudadanos de Ar veían con buenos ojos que la fortuna privada de los Hinrabian se encontrase en tan mal estado. Durante el mes que siguió circularon rumores de peculado, y un miembro del Consejo Supremo, un médico a quien yo había visto a veces en la Casa de Cernus, exigió una investigación contable, oficialmente con el fin de dejar a salvo el nombre de los Hinrabian. Los escribas del cilindro Central examinaron los archivos y horrorizados descubrieron varias discrepancias, y sobre todo pagos a miembros de la familia Hinrabian por servicios cuya prestación no era muy clara; sobre todo, se habían desembolsado sumas considerables en la construcción de cuatro bastiones y depósitos para la caballería volante de Ar; los militares de Ar habían esperado pacientemente la construcción de estos cilindros, y ahora se sentían muy ofendidos porque descubrían que el dinero había sido desembolsado y nadie sabía adónde había ido a parar. Lo que es más, por entonces los Mercaderes del Estadio de Tarns informaron que el Administrador estaba muy endeudado, y que ellos también deseaban cobrar lo que se les debía.
Parecía muy evidente que Minus Tentius Hinrabian tendría que despojarse de las vestiduras pardas del cargo. Lo hizo a fines de primavera, el decimosexto día del tercer mes. La víspera de su renuncia al cargo el Supremo Iniciado leyó los signos del hígado de un bosko, y confirmó lo que todos preveían; a saber, que los presagios eran firmemente contrarios a la dinastía Hinrabian.
El Consejo Supremo obtuvo de Minus Tentius Hinrabian la promesa de alejarse de la ciudad, y no le aplicó oficialmente la pena del exilio. Con su familia y su séquito abandonó la ciudad el decimoséptimo día de Camerius. Hacia fines del mismo mes, en vista de la cólera pública, los restantes Hinrabian de Ar se apresuraron a liquidar sus bienes y huyeron de los muros de la ciudad, reuniéndose con Minus Tentius Hinrabian a varios pasangs de allí. Después, acompañados por un séquito armado, los Hinrabian formaron una caravana que marchó hacia Tor, la ciudad que había aceptado la petición de refugio. Por desgracia, a unos doscientos pasangs de la Gran Puerta de Ar la caravana fue atacada y saqueada por una importante fuerza armada de origen desconocido. Todos los Hinrabian fueron degollados, y la misma suerte corrieron las mujeres; un hecho desusado, porque en general las mujeres de una caravana cautiva eran parte del botín, y casi siempre se las sometía a esclavitud; pero hubo una excepción: la única Hinrabian cuyo cuerpo no fue hallado entre los muertos y los restos ardientes de los carros fue precisamente Claudia Tentius Hinrabian.
El vigésimo día de Camerius las grandes barras de señales suspendidas cerca de los muros de la ciudad anunciaron el entronizamiento de un Ubar de Ar. Cernus fue proclamado ante los taurentianos que blandieron sus espadas para saludarlo, y los miembros del Consejo Supremo que gritaban y aplaudían.
Ahora era el Ubar de Ar. Se realizaron procesiones que recorrieron los puentes; hubo torneos y juegos; los Poetas y los Historiadores rivalizaron en sus elogios y cantos a la fecha; pero lo que fue quizá más importante, se declaró feriado, y se organizaron grandes juegos y carreras que debían durar diez días.
Por supuesto, en todo esto había algo más que el trabajo de Cernus. En su ascenso vi una parte del plan de los Otros; ahora que uno de ellos ocupaba el trono de Ar, la ciudad se convertía en una interesante base para la ejecución de sus planes, sobre todo para influir sobre los hombres, y reclutar partidarios; como Misk había señalado, un ser humano provisto de un arma importante puede ser sumamente peligroso, incluso para un Rey Sacerdote.
Pero durante ese extraño verano hubo una cosa que me dio buenos motivos de regocijo. Elizabeth, Virginia y Phyllis saldrían de la Casa de Cernus y serían llevadas a un lugar seguro. Caprus, que había adoptado una actitud más cordial, y que al parecer se mostraba más audaz después del entronizamiento de Cernus, quizá porque el amo ahora frecuentaba menos la casa, me informó que había establecido contacto con un agente de los Reyes Sacerdotes. Aunque todavía yo no había recibido los documentos y los mapas, tenía certeza de que sería posible salvar a las jóvenes.
El plan de Caprus era sencillo pero ingenioso. Un agente de los Reyes Sacerdotes debía comprar a las muchachas durante la Fiesta del Amor, que comenzaría al día siguiente; el agente dispondría de los recursos necesarios para imponerse a la posible competencia. Por otra parte, Elizabeth ya no era necesaria en la casa, y hacía mucho que no se requerían sus servicios. Caprus había localizado los materiales importantes y estaba copiándolos; por supuesto, yo era necesario para retirar de la casa a Caprus y los documentos. Elizabeth no deseaba partir sin mí, pero admitía que el plan era bueno; si podía salir por su cuenta de la casa, Caprus y yo tendríamos menos de qué preocuparnos, y por supuesto mi amiga deseaba que Virginia y Phyllis tuviesen la misma oportunidad de conquistar la libertad.
Considerando todos los aspectos del asunto, el plan de Caprus parecía no sólo apropiado sino ideal. Naturalmente, ni Elizabeth ni yo dijimos una palabra a Virginia y a Phyllis.
Cuanto menor el número de personas que conociera el plan, tanto mejor. Si se las mantenía en la ignorancia, su conducta sería más natural. Más valía que pensaran que estaban destinadas a la venta. Después recibirían una agradable sorpresa cuando descubriesen que en realidad las devolvían a la seguridad y la libertad. Sonreí. Cuando Caprus me informó que el trabajo se desarrollaba muy bien y que él confiaba en tener copiados los documentos y los mapas a comienzos de Se´Kara, llegué a la conclusión de que, como Cernus pasaba gran parte de su tiempo en el Cilindro Central, en su carácter de Ubar, las oportunidades de trabajo de Caprus habían aumentado mucho. En definitiva, me sentía muy complacido. Elizabeth, Virginia y Phyllis serían rescatadas. Y Caprus parecía de buen humor; quizá era un indicio significativo, que auguraba el fin de mi misión. Mientras pensaba en ello, llegué a la conclusión de que Caprus era un hombre valeroso, y pensé que yo había respetado poco su coraje y su trabajo. Había arriesgado mucho, probablemente más que yo. Me sentí avergonzado. Era sólo un Escriba, y sin embargo lo que había hecho había requerido mucho valor, probablemente más que el coraje demostrado por muchos Guerreros.
Descubrí que estaba silbando alegremente. Las cosas salían bien. Lamenté únicamente que aún no había descubierto al asesino del Guerrero de Thentis.

Aunque era Ubar de Ar, a veces Cernus regresaba a comer a su propia casa y allí, como siempre había hecho antes, jugaba con Caprus, y se enfrascaba en los movimientos de las piezas rojas y amarillas en el gran tablero de cuadrados también rojos y amarillos.

Era la noche de Kajuralia.
Había mucha alegría en el salón de la Casa de Cernus, y aunque sólo ahora comenzaba la noche el vino corría libremente.
Ho-Tu arrojó disgustado la cuchara, y me miró.
Le habían salado tanto el potaje que le era ya incomible; miró con repugnancia la masa húmeda de potaje y sal.
—Kajuralia, amo —dijo Elizabeth Cardwell a Ho-Tu, mientras pasaba con un jarro de Ka-la-na. Ho-Tu la aferró de la muñeca.
—¿Qué pasa, amo? —preguntó Elizabeth con expresión inocente.
—Si creyera que fuiste tú —gruñó Ho-Tu— la que se atrevió a salar mi potaje, pasarías la noche sentada sobre una barra de esclavos.
—Jamás pensaría hacer una cosa así —protestó Elizabeth con los ojos muy abiertos.
Ho-Tu emitió un gruñido. Después sonrió.
—Kajuralia, pequeña —dijo.
Elizabeth sonrió.
—Kajuralia, amo —dijo, y siempre sonriendo se volvió y continuó realizando su trabajo.
—Pequeña cara manchada —dijo Relio—, ¡quiero que me sirvas!
Con su jarro de Ka-la-na, Virginia corrió hacia Relio, guardia de la Casa de Cernus.
—¿Qué ocurre, carita manchada? —preguntó Relio al advertir la expresión de Virginia.
—Mañana me venderán.
—Pequeña esclava, quizá encuentres un amo bondadoso —dijo Relio.
La joven apoyó la cabeza en el hombro de Relio y lloró.
—No quiero que vendan a Virginia —gimió—, salvo que la compre Relio.
—¿De veras deseas ser mi esclava, carita manchada? —preguntó Relio.
—Sí —gimió Virginia—. ¡Sí!
—No puedo pagarte —dijo Relio, sosteniéndole la cabeza.
Me aparté.
—Sírveme vino —ordenó Ho-Sorl a Phyllis Robertson, pese a que ella estaba bastante lejos, y había varías jóvenes más próximas. El hecho no era desusado, pues Ho-Sorl invariablemente exigía que lo sirviera la orgullosa Phyllis, que afirmaba despreciarle, y para el caso poco importaba que se tratara de servirle vino o de ofrecerle un racimo de uva sostenido delicadamente entre los dientes.
Oí decir a Caprus, con voz que expresaba asombro:
—¡Capturaré en tres movimientos tu Piedra del Hogar!
Cernus sonrió y palmeó la espalda del Escriba.
—¡Kajuralia! —rió—. ¡Kajuralia!
—Kajuralia —murmuró Caprus, un tanto deprimido; hizo el primer movimiento, pero ahora sin entusiasmo.
—¿Qué es esto? —exclamó Ho-Sorl.
—Leche de bosko —le informó Phyllis—. Te hará bien.
Ho-Sorl lanzó una exclamación de cólera.
—Kajuralia —dijo Phyllis, y se volvió para alejarse, con un gesto de triunfo que habría chocado incluso a Sura.
Ho-Sorl se incorporó de un salto y atrapó a Phyllis cuando ésta apenas había caminado unos pasos. Se la echó al hombro, y los pequeños puños de la joven le golpearon la espalda, pero él la llevó a la mesa.
—Pagaré —dijo Ho-Sorl— la diferencia entre el precio que yo obtendría por ella como Seda Roja comparado con el precio de Seda Blanca.
Phyllis gritó, atemorizada, y se retorció y debatió sobre el hombro de Ho-Sorl.
Aparentemente, Ho-Tu consideró seriamente el asunto.
—¿Deseas ser Seda Roja? —preguntó a Phyllis, que dada su postura no podía verlo.
—¡No, no, no! —exclamó la joven.
—Mañana por la noche —señaló secamente Ho-Sorl— es posible que de todos modos seas Seda Roja.
—¡No, no! —gimió Phyllis.
—¿Dónde la convertirías en Seda Roja? —preguntó Ho-Tu.
—El cuadrilátero de arena servirá —dijo Ho-Sorl.
Phyllis aullaba y protestaba.
—¿No quieres que Ho-Sorl te convierta en Seda Roja? —pregunto Ho-Tu a Phyllis.
—¡Le detesto! —gritó la joven—. ¡Le odio! ¡Le odio! ¡Le odio!
—Apuesto —dijo Ho-Sorl— a que puedo someterla a mi voluntad en un cuarto de ahn.
Me pareció que el Guerrero sobrestimaba sus posibilidades.
—Una apuesta interesante —murmuró Ho-Tu.
Phyllis pedía compasión.
—Ponla en la arena —dijo Ho-Tu.
Ho-Sorl arrojó a la arena a la inquieta Phyllis Robertson.
El Guerrero rió, los ojos fijos en la aterrorizada joven que gritaba y trataba de huir; pero él la tomó de los cabellos e inclinado sobre Phyllis, la obligó a acostarse sobre la arena.
La mano de Ho-Sorl se acercó al cierre de la túnica, y Phyllis se estremeció y apartó la cabeza.
Pero, en lugar de desnudarla, él se limitó a levantarla unos centímetros, para después dejarla caer sentada en la arena, donde ella permaneció desconcertada y atónita, mirando al Guerrero.
—Kajuralia —rió Ho-Sorl y se volvió, y entre las risas generales regresó a su lugar frente a la mesa.
Ho-Tu reía quizá más que nadie, y descargaba puñetazos sobre la mesa. Incluso Cernus apartó los ojos del tablero y sonrió.
Phyllis consiguió incorporarse, el rostro sonrojado, y con manos temblorosas e inseguras trató de limpiarse la arena que le cubría los cabellos, las piernas y la túnica de esclava.
—¡Todos sois muy crueles! —exclamó Virginia Kent, que ahora estaba de pie, detrás de Ho-Tu.
Durante un momento reinó profundo silencio en el salón.
De pronto, con un gesto colérico, Virginia Kent alzó el cuenco de potaje de Ho-Tu e invirtiéndolo, arrojó el contenido sobre su cabeza.
—Kajuralia —dijo.
Relio casi se incorpora de un salto, con una expresión de horror en el rostro.
Ho-Tu permaneció inmóvil, con el cuenco de potaje sobre la cabeza, el alimento pastoso corriéndole por el rostro.
De nuevo reinó total silencio en la sala.
De pronto, yo sentí un chorro de vino que me corría sobre la cabeza y el cuello, y comencé a resoplar y parpadear.
—Kajuralia, amo —dijo Elizabeth Cardwell, mientras se alejaba.
Ahora Ho-Tu lloraba de risa. Se quitó el cuenco de la cabeza calva y se limpió el rostro con el antebrazo. Después comenzó a golpear la mesa con los puños. Y todos los que estaban en la sala, sorprendidos ante la audacia de la esclava, que se atrevía a afrentar a un miembro de la casta negra, después de un instante comenzaron a rugir de risa, e incluso las esclavas lo festejaban. Mantuve el rostro serio, y traté de fruncir el ceño, porque yo mismo era el objeto de la diversión. Vi que ahora Cernus apartaba los ojos del tablero y rugía de risa, la primera vez que yo veía semejante diversión en la persona del amo de la Casa de Cernus. Y de pronto, horrorizado, vi que Elizabeth enfilaba hacia Cernus, y vertía lentamente el resto del vino en la boca abierta del señor supremo, y no olvidaba mojar un poco la cabeza del amo.
—Kajuralia —dijo Elizabeth y se alejó.
Entonces, Ho-Tu se puso de pie y alzó ambas manos.
—¡Kajuralia, Ubar! —exclamó.
Todos los que estaban sentados a la mesa e incluso las esclavas que servían se pusieron de pie y alzaron las manos, y entre risas saludaron a Cernus.
—¡Kajuralia, Ubar! —exclamaron.
Y aunque las palabras casi se me atragantaron en la garganta, yo también aclamé a Cernus.
—¡Kajuralia, Ubar! —grité.
El rostro de Cernus pareció calmarse, y se recostó en el respaldo de la silla. Y vi aliviado que también él, Ubar de Ar, sonreía, y después reía francamente.
En medio de las risas y el desorden conseguí atrapar a Elizabeth Cardwell. La joven me miró.
—Te comportaste bien —dije.
—Poco faltó para que fuese un desastre —dijo.
—Sí, poco faltó —reconocí.
—Me capturaste.
La besé.
—Mañana por la noche recuperarás tu libertad —dije.
—Me siento feliz.
—¿Fuiste tú —pregunté— quien saló el potaje de Ho-Tu?
—Es posible —admitió.
—Esta noche será la última que pasemos juntos en nuestro aposento.
Se echó a reír.
—Anoche fue la última —me informó—. Esta noche me enviarán a las celdas de espera, donde se guarda a las jóvenes que mañana van al mercado.
Gemí.
—Es más fácil que traerlas de todos los rincones de la casa —señaló Elizabeth.
—¿Tienes miedo? —pregunté.
—No —dijo—. Ansío que llegue ese momento.
—¿Por qué?
—Será emocionante, las luces, el aserrín, la desnudez total, los hombres pujando por mí.
—Eres una loca.
—Todas las mujeres —dijo Elizabeth— deberían ser vendidas por lo menos una vez en su vida.
—Estás absolutamente loca —dije, y volví a besarla.
—Me agradaría saber cuánto darán por mí —murmuró.
—Probablemente dos discos de cobre.
—Ojalá me compre un amo buen mozo.
Oímos la voz de Ho-Tu que resonaba en el salón.
—Ya sonó el decimoctavo toque —decía—. ¡Esclavas a las celdas!
Se oyeron gritos desalentados de los hombres y las mujeres. Continué besando a Elizabeth.
—Las esclavas a las celdas— murmuró. Cuando la liberé, se puso de puntillas y me besó en la nariz.
—Quizá —dijo— te vea mañana por la noche.
Lo dudaba, pero era posible. Suponía que el agente de los Reyes Sacerdotes, que compraba a las jóvenes, querría llevárselas a las Montañas Sardar o quizás a Ko-ro-ba. O tal vez esperase unos días, y quizá yo pudiese verla antes de que iniciara el viaje. Después que terminase el trabajo de Caprus y el mío propio podría reunirme con ella, probablemente en Ko-ro-ba, antes de arreglar su regreso a la Tierra; naturalmente, yo suponía que ella deseaba regresar a su planeta nativo. Gor es un mundo duro y cruel. Ninguna mujer educada en las cortesías y la civilización de la Tierra desea permanecer en un mundo tan bárbaro, un mundo quizá hermoso pero de todos modos amenazador y peligroso, un mundo en el cual rara vez se permite a una mujer ser otra cosa que una mujer.
Me besó por última vez, se volvió y se alejó corriendo. Pasaría la noche en la celda de espera, y al alba, con centenares de compañeras, sería enviada a las mazmorras del Curúleo.
—¡Esclavas —gritó Ho-Tu—, a las celdas!
Examiné la habitación. Ahora sólo quedaban allí guardias y miembros del personal. Imaginé que yo también podía regresar a mi aposento. Extrañaría a Elizabeth.
De pronto, dos guardias entraron en la sala, empujando por delante a una mujer.
Vi que Ho-Tu miraba y palidecía. Llevó la mano al cuchillo curvo del cinto.
La mujer avanzó a tropezones y se detuvo delante de la mesa de Cernus. Le habían anudado a la cintura un trozo de cuerda escarlata, que sostenía un largo rectángulo de seda roja; tenía los cabellos sueltos y las muñecas maniatadas a la espalda. La llave colgaba de una cuerda que pasaba alrededor del cuello; las campanillas de esclava todavía resonaban en su tobillo izquierdo, pero la mujer ya no tenía la barra de esclavos colgada de la muñeca.
—Kajuralia, Sura —dijo Cernus a la mujer.
—Kajuralia, amo —contestó ella con expresión amarga.
Ho-Tu habló.
—Que la devuelvan a su habitación —dijo—. Sura nos ha servido bien. Es la mejor instructora de Ar.
—Se le recordará —dijo Cernus— que no es más que una esclava.
—Pido tu favor —exclamó Ho-Tu.
—Lo niego —dijo Cernus—. Que comience el juego.
Varios hombres se reunieron entre las mesas y comenzaron a arrojar los dados; Sura se arrodilló frente a la mesa de Cernus, la cabeza inclinada. Un guardia aseguró una correa de esclava a su collar. Detrás de la mujer, los hombres comenzaron a gritar, siguiendo las alternativas del juego. Comprendí lo que estaba ocurriendo. Era simplemente otro de los episodios de la Kajuralia, pero quizá también era más; el orgullo y la posición de Sura en la casa habían provocado la hostilidad de muchos, y quizá incluso Cernus creía que la mujer exageraba. Por eso ahora le complacía que la humillaran, y que la usaran como una vulgar joven de Seda Roja.
—Yo la usaré primero —gritó un hombre.
Se oyeron otros gritos, y los hombres continuaron jugando. Entonces comprendí que la bella y orgullosa Sura tendría que servir sucesivamente a todos los hombres que estaban en la habitación.
Miré a Ho-Tu. Vi asombrado que tenía lágrimas en sus ojos fieros y negros. Su mano sujetaba la empuñadura del cuchillo curvo.
Miré a Sura. Estaba arrodillada sobre las piedras, inclinada, la cabeza gacha, los cabellos caídos, vestida únicamente con un pedazo de seda roja, las muñecas sujetas a la espalda. Vi moverse sus hombros y comprendí que estaba llorando.
Me acerqué a los jugadores y sin hablar ni prestar atención a las miradas hostiles de los presentes, tomé el cubilete y arrojé los dados.
No fue un buen tiro. Varios hombres rieron aliviados. Pero entonces desenvainé la espada y con movimientos delicados moví cada dado de modo que apareciese el número más alto.
Los hombres miraron irritados. Algunos murmuraron. Otros, arrodillados frente a los dados, volvieron hacia mí el rostro contorsionado por la furia.
—Yo la usaré —dije— y sólo yo la usaré.
—¡No! —gritó un guardia, y se incorporó de un salto.
Le miré y el hombre retrocedió, se volvió y salió irritado de la habitación.
—Quien quiera hacerlo que discuta conmigo —dije.
Los hombres se dispersaron, murmurando, encolerizados.
Me volví para mirar a Cernus. Sonrió y alzó una mano.
—Si nadie te la discute —dijo—, es tuya. —Rió y miró a Sura—: Kajuralia, esclava.
—Kajuralia, amo —dijo Sura en un murmullo.
Hable con aspereza a Sura:
—Esclava, llévame a tu habitación.
Se puso de pie, con la correa que le colgaba del collar. Pero ahora no caminaba como una experta esclava de placer. Lo hacía con paso torpe, la cabeza gacha, el aire de una mujer derrotada. Oí reír a Cernus.
—¡He sabido —se burló Cernus— que el matador sabe usar bien a las esclavas!
Sura se detuvo un momento, pero después apresuró el paso.
—Matador —oí decir.
Me volví para mirar a Ho-Tu. Aún tenía la mano sobre la empuñadura del cuchillo.
—No es una esclava común —dijo.
—Por eso mismo —respondí— espero de ella placeres desusados.
Llegamos a la habitación de Sura, y mientras ella permanecía de pie, los ojos bajos, metí la llave en la cerradura y le quité los brazaletes. Después desaté la correa, y arrojé todo a un lado.
Permaneció en el mismo lugar, frotándose las muñecas. Tenía la piel manchada de rojo. Me miró con odio. Me volví para examinar el cuarto. Había varias cómodas, que sin duda contenían sedas, cosméticos y joyas; también una pila de lujosas pieles, e imaginé que sobre ellas dormía. En un rincón, una kalika de seis cuerdas y cuello largo. Yo sabía que ella tocaba el instrumento; de la pared colgaba, a pocos pies de distancia, la barra para disciplinar a las esclavas.
La miré. No se había movido, pero ya no continuaba frotándose las muñecas. Tenía maravillosos cabellos negros que le llegaban a los hombros; los ojos también eran negros y muy bellos; el cuerpo exhibía una belleza inquietante.
Me volví, deseoso de encontrar un poco de Ka-la-na, o quizá de Paga, ocultos en la habitación. Comencé a revisar los armarios, pero ella no hizo un solo gesto.
Me acerqué a otro armario.
—Por favor, no abras esos cajones —me dijo.
—Tonterías —repliqué, pensando que allí debía estar la bebida que yo buscaba.
—¡Por favor! —gritó Sura.
Revisé el cajón, pero no encontré nada, excepto collares de cuentas y joyas, y algunas sedas.
—¡No continúes buscando! —gritó.
—Guarda silencio, esclava —dije, y continué revolviendo, y de pronto vi en el fondo del cajón, casi incolora, con ropas raídas, una pequeña y maltratada muñeca que tendría unos treinta centímetros, y estaba vestida con descoloridas Vestiduras de Encubrimiento; la muñeca que las niñas pequeñas usan para jugar en los puentes o en los corredores de los cilindros, y a la que visten y acunan.
—¿Qué es esto? —pregunté divertido, y me volví para mirar a Sura.
Con un grito de cólera, la esclava de placer descolgó la barra de la pared, y la encendió. Vi que giraba el dial hasta el Punto de Matar. Casi instantáneamente, la punta de la barra mostró una línea incandescente. Ni siquiera podía mirarla directamente.
—Muere —gritó, y se arrojó sobre mí apuntándome con la barra.
Solté la muñeca, giré y conseguí aferrarle la mano cuando ya Sura descargaba un golpe. Lanzó un grito de frustración y lloró. Le apreté la mano hasta que soltó la barra, que cayó al suelo. De un puntapié envié lejos el arma, y un momento después la levanté; había dejado de rodar, y ahora, candente, había comenzado a perforar la piedra. Giré de nuevo el dial, de modo que quedara reducido a la carga mínima, y finalmente apagué el artefacto.
Me acerqué a la muñeca y la recogí. Me aproximé a Sura, que había retrocedido hasta la pared, y tenía cerrados los ojos, la cabeza inclinada a un lado.
—Toma —dije. Le entregué la muñeca.
Alargó una mano y la recibió.
—Lo siento, Sura —dije—. Estaba buscando Ka-la-na.
Me miró desconcertada.
—En el último cajón —murmuró.
Abrí el último cajón y encontré la botella y algunos cuencos.
—Te serviré.
—¿Acaso no estamos en Kajuralia? —pregunté.
—Sí, amo.
—Entonces —continué—, si Sura lo permite, yo la serviré.
Me miró con ojos inexpresivos, y sin soltar la muñeca extendió una mano temblorosa, recibió el cuenco de vino y bebió.
Después yo también bebí. Luego me volví y regresé al centro del cuarto y me senté en el suelo, con las piernas cruzadas. Por supuesto, tenía conmigo la botella.
—¿Por qué tienes esta muñeca?
Nada dijo, y en cambio devolvió la muñeca a su escondrijo, debajo de algunas sedas y joyas, al fondo del cajón, en el rincón derecho.
—No respondas si no lo deseas —dije.
Regresó adonde yo estaba, y se arrodilló frente a mí. Llevó el cuenco a los labios y bebió. Después, me miró.
—Mi madre me la regaló —dijo.
—Ignoraba que las esclavas de placer tuvieran madre —dije. Casi inmediatamente lamenté mis palabras, porque ella no sonrió.
—La vendieron cuando yo tenía cinco años —dijo Sura—. Es lo único que me quedó de ella.
—Lo siento. Ho-Tu te ama.
—Sí —contestó Sura.
—¿A menudo te persiguen en Kajuralia? —pregunté.
—Cuando Cernus recuerda dar la orden. ¿Puedo vestirme? Sura se acercó a uno de los armarios y extrajo una larga capa de seda roja, y se la puso. Se ató el cordel del cuello, y de ese modo aseguró la prenda.
—Gracias —dijo.
Volví a llenar el cuenco de Sura.
—Cierta vez —explicó Sura— en la Kajuralia, hace muchos años, me obligaron a aceptar a un hombre.
—¿Sabes quién fue?
—No. Estaba encapuchada. —Se estremeció—. Lo trajeron de la calle. Recuerdo el cuerpo pequeño e hinchado. Las manos pequeñas y torpes. Gemía y reía. Los hombres sentados a las mesas reían estrepitosamente. Sin duda, era muy divertido.
—¿Y el hijo? —pregunté.
—Lo di a luz, pero también entonces estaba encapuchada. Nunca lo vi. Considerando quién era el padre, sin duda fue un monstruo.
—Quizá no fue así —dije.
Rió tristemente.
—¿Ho-Tu te visita a menudo? —pregunté.
—Sí —replicó Sura—. Toco la kalika para él. Le agrada el sonido.
—Eres Seda Roja.
—Hace mucho, Ho-Tu fue mutilado, y tuvo que beber ácido.
—No lo sabía —dije.
—Antes fue esclavo —dijo Sura—, pero conquistó su libertad con el cuchillo curvo. Había jurado fidelidad al padre de Cernus. Cuando lo envenenaron y Cernus colgó de su cuello el medallón de la casa, Ho-Tu protestó. Por eso lo mutilaron, y lo obligaron a beber ácido. Ha permanecido muchos años en la casa.
—¿Por qué continúa aquí? —pregunté.
—Quizá porque Sura es esclava en esta casa.
—Seguramente ésa es la explicación.
Bajó los ojos, sonriente.
Examiné el cuarto.
—No tengo muchos deseos de regresar inmediatamente a mi aposento —dije—. Además, supongo que los hombres de la casa esperan que continúe un tiempo aquí.
—Atenderé a tu placer —dijo Sura.
—¿Amas a Ho-Tu? —pregunté.
Me miró con expresión reflexiva.
—Sí —dijo.
—En ese caso busquemos algo en qué entretenemos.
Se echó a reír.
—Tu habitación —dije— parece ofrecer pocos elementos de diversión.
Se inclinó hacia atrás, y sonrió.
—Excepto Sura —dijo.
Volví a mirar la kalika en el rincón.
—¿Deseas que toque para ti? —preguntó Sura.
—¿Qué desearías hacer? —pregunté.
—¿Yo? —preguntó divertida.
—Sí —dije—, tú… Tú, Sura.
—¿Kuurus habla en serio? —preguntó con cierto escepticismo.
—Sí, Kuurus habla en serio.
—Sé lo que desearía, pero es muy tonto.
—Bien, después de todo estamos en Kajuralia.
Bajó los ojos, sonrojada.
—No —dijo—, es tan absurdo…
—¿Qué desearías?
Me miró con timidez.
—¿Querrías enseñarme a jugar el juego? —preguntó.
La miré, desconcertado.
Retrocedió inmediatamente.
—Ya lo sé —dijo—. Lo siento. Soy una mujer. Una esclava.
—¿Tienes un tablero y las piezas? —pregunté.
Me miró con expresión feliz.
—¿Me enseñarás? —preguntó complacida.
—¿Tienes un tablero y las piezas?
—No —dijo, deprimida.
—¿Tienes papel? ¿Una pluma y tinta?
—Tengo seda —dijo—, y carmín, y botellas de cosméticos.
Poco después habíamos desplegado un gran retazo cuadrado de seda sobre el suelo que había entre nosotros, y con la ayuda del pote de carmín yo había dibujado los cuadros del tablero. Conseguimos una colección de frasquitos y broches y cuentas, que serían las piezas. En definitiva formamos el juego, y mostré a Sura la colocación de las piezas y los movimientos y le expliqué algunas técnicas elementales. Un rato después ella jugaba con mucha vivacidad; sus movimientos rara vez eran agresivos, pero siempre eran por lo menos inteligentes. Le explicaba los movimientos, y los comentaba, y a menudo ella exclamaba:
—¡Comprendo!
—No es frecuente —dije— que uno descubra a una mujer a la que complace este juego.
—Pero es tan hermoso —dijo.
Jugamos otro rato, y en ese breve lapso sus movimientos habían llegado a ser más exactos, más sutiles y vigorosos. Ahora me preocupé menos de proponer que mejorase su juego, y me interesó más proteger mi propia Piedra del Hogar.
—¿Estás segura de que nunca jugaste antes? —pregunté.
Me miró muy complacida.
—¿Me desenvuelvo de un modo aceptable? —preguntó.
Contesté afirmativamente.
Comencé a maravillarme de su inteligencia. Comprendí que había tropezado con una de esas raras personas que poseen una notable aptitud para el juego Sus movimientos no eran refinados pero sí vigorosos. Le chispeaban los ojos.
—¡Captura de la Piedra del Hogar! —gritó.
—¿Qué te parece si tocas la kalika? —propuse.
—¡No! ¡No! ¡Juguemos otra vez!
—Eres sólo una mujer —le recordé.
—¡Por favor, Kuurus! ¡Juguemos otra vez!
De mala gana comencé a disponer nuevamente las piezas.
Asombrado, comencé a ver que desplegaba la Apertura Centiana, creada muchos años atrás por Centius de Cos; es una de las aperturas más sólidas del juego, y los problemas de desarrollo son especialmente graves, sobre todo cuando se trata de mover el Escriba del Ubar.
—¿Estás segura de que nunca jugaste? —pregunté, pensando que era necesario verificar el asunto.
—No —dijo, mientras estudiaba el tablero como un niño que afronta algo nunca visto, algo maravilloso, inquietante y misterioso.
Cuando tuve que hacer mi decimocuarta jugada, la miré.
—¿Qué crees que debería hacer ahora? —pregunté.
Advertí que su mente ágil ya había considerado las diferentes posibilidades.
—Algunas autoridades —le expliqué— prefieren Iniciado de Ubar a Escriba Tres, pero otras recomiendan que se retire el Luchador de Lanza de Ubara para proteger Ubar Dos.
Estudió atentamente el tablero.
—El mejor movimiento es Iniciado de Ubar a Escriba Tres —dijo.
—Concuerdo.
En efecto, era mejor movimiento, pero según se vio no me sirvió de mucho.
Seis movimientos después, y como yo lo había temido, Sura movió su propio Ubar, sobre Ubar Cinco.
—Ahora —dijo— te verás en dificultades para jugar tu Escriba de Ubar. —Frunció el ceño un momento—. Sí, será muy difícil.
—Lo sé —dije.
—En este momento, tu mejor alternativa —explicó Sura— sería aliviar tu posición mediante cambios.
La miré con fastidio.
—Sí —reconocí— Eso sería lo mejor.
Se echó a reír, y yo la imité.
—Eres maravillosa —le dije. Yo conocía bien el juego e incluso los goreanos expertos me consideraban un hombre hábil en este asunto; sin embargo, ahora tropezaba con dificultades para vencer a mi entusiasta antagonista.
—De veras, eres increíble —dije.
—Siempre quise jugar —dijo Sura—. Sentía que podía hacerlo bien.
—Eres soberbia —afirmé. Por supuesto, sabía que era una mujer muy inteligente y capaz. Eso lo había percibido desde el comienzo. Y en todo caso, tenía que ser una persona notable, pues se afirmaba que era la mejor instructora de jóvenes de la ciudad de Ar, y por dudoso que pudiese ser ese honor era imposible alcanzarlo si no se poseían dotes considerables, la principal de todas una inteligencia muy clara.
—No muevas eso —me dijo—, o perderás tu Piedra del Hogar en siete movimientos.
Estudié el tablero.
—Sí —dije al fin—, tienes razón.
Dos jugadas después me declaré vencido. Batió palmas, encantada.
—¿Desearías tocar la kalika? —pregunté con cierta esperanza.
—¡Oh, Kuurus! —exclamó.
—Muy bien —dije, y volví a ordenar las piezas.
Mientras preparaba el tablero me pareció conveniente abordar otro tema, algo más apropiado para su mente femenina.
—Mencionaste que Ho-Tu te visita a menudo.
—Sí —dijo, y me miró—. Es un hombre muy bueno.
—¿El maestro guardián de la Casa de Cernus? —pregunté con una sonrisa.
—Sí —insistió—. Y en realidad es un hombre muy gentil.
Pensé en el poderoso y rechoncho Ho-Tu, con su cuchillo curvo y su aguijón de tarn.
—Conquistó su libertad gracias al cuchillo —le recordé.
—Pero en tiempos del padre de Cernus —arguyó Sura—, cuando se usaban cuchillos curvos envainados.
—Los encuentros a cuchillo que yo vi también se realizaron con hojas envainadas.
—Es así desde que la bestia llegó a la casa —dijo Sura—. Se usan cuchillos envainados de modo que el perdedor sobreviva, y pueda ser arrojado a la bestia.
—¿Qué tipo de bestia es?
—No lo sé.
Yo había oído el grito, y no pertenecía a ninguno de los animales que conocía.
—He visto los restos de su comida —dijo la mujer, estremeciéndose—. Deja muy poco. Rompe los huesos, y se come la médula.
—¿Arrojan a la bestia sólo a los que pierden en los encuentros a cuchillo?
—No. Quien desagrada a Cernus puede ser entregado a la bestia. A veces es incluso un guardia, pero normalmente se trata de esclavos. Generalmente, un esclavo de las mazmorras. Pero también hay casos en que se arroja una muchacha.
Volví a mirar el tablero, el cuadrado de seda marcado con carmín.
—Olvidemos a la bestia —dijo. Sonrió, los ojos fijos en la seda, los frascos y las cuentas—. El juego es tan hermoso.
—Ho-Tu rara vez abandona la casa —dije.
—El último año —respondió Sura— salió una sola vez durante un período prolongado.
—¿Cuándo fue eso?
—En En´Var, y salió de la ciudad por asuntos de la casa.
—¿Qué asuntos?
—Compra de esclavos.
—¿A qué ciudad fue? —pregunté.
—A Ko-ro-ba.
Me puse rígido.
Sura me miró.
—¿Qué ocurre, Kuurus? —preguntó. De pronto, se le agrandaron los ojos, y adelantó una mano.
—¡No, Ho-Tu! —gritó.

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