20 - EL ESTADIO DE LOS TARNS

El tarn, guiado por las riendas, descendió en el sector correspondiente a los Aceros.
Oí el toque de advertencia: poco después comenzaría una carrera.
Cuando mi montura tocó la arena del sector, se acercaron cuatro hombres armados con ballestas.
—¡Alto! —grité—. ¡Pertenezco a los Aceros!
Las armas de los hombres me apuntaron.
—¿Quién eres? —preguntó uno.
—Gladius de Cos —repliqué.
—Puede ser —dijo uno—, porque tiene el mismo cuerpo e idéntica altura.
Pero las ballestas no dejaban de apuntarme.
—El tarn me conoce —dije.
Descendí del ave y corrí hacia la percha del tarn negro.
En mitad del trayecto me detuve. Cerca de una percha yacía un tarn muerto; tenía la garganta cortada. Cerca, estaba el cuerpo del que debía ser su jinete; el hombre gemía, mientras le curaban las heridas. Yo le conocía: se llamaba Callius.
—¿Qué es esto? —grité.
—Recibimos una visita de los Amarillos —dijo uno de los hombres—. Mataron al tarn e hirieron gravemente al jinete. Conseguimos rechazarlos.
Otro de los hombres hizo un gesto amenazador con su ballesta.
—Si no eres Gladius de Cos —dijo—, morirás.
—No temas —dije, y continué caminando hacia la percha donde, según sabía, debía estar el gran tarn negro, mi Ubar de los Cielos.
Cuando nos acercamos, oímos el grito de un tarn salvaje, un alarido de odio y desafío, y detuvimos la marcha.
Alrededor de la percha había más de cinco hombres, o mejor dicho sus restos.
—Amarillos —dijo uno de los hombres armados con una ballesta—; intentaron matar al ave.
—Es un tarn de guerra —dijo otro.
Vi sangre en el pico del ave; sus ojos negros redondos relucían salvajes.
—Cuidado —dijo uno de los hombres—, aunque seas Gladius de Cos, pues el tarn probó sangre.
Advertí que incluso las garras revestidas de acero del ave estaban ensangrentadas.
Mirándonos cautelosamente, el ave permaneció sosteniendo con su garra el cuerpo de un Amarillo. Después, sin apartar de nosotros los ojos, inclinó el pico y arrancó un brazo de la cosa que sujetaba con la pata.
—No te acerques —dijo uno de los hombres.
Retrocedí. No es conveniente molestar a un tarn cuando está comiendo.
Oí el toque del juez, tres veces, indicando que los tarns debían volar hasta las perchas de salida. Oí el rugido de la multitud.
—¿Qué carrera es? —pregunté, temeroso de llegar tarde.
—La octava —dijo uno de los hombres—, después se corre la Carrera del Ubar.
—Callius debió participar en ésta —dije.
Pero Callius estaba herido. Su tarn había muerto.
—Llevamos una carrera de retraso —dijo uno de los hombres.
Se me oprimió el corazón. A causa de la caída de Callius los Aceros no tenían jinete. Aun si fuese posible prepararlo, mi propio tarn no podría llegar a las perchas de partida antes de la novena carrera, la del Ubar. Por lo tanto, los Aceros no podrían vencer, aun si ganaran la Carrera del Ubar.
—Los Aceros están acabados —dije.
—No, aquí hay un jinete para los Aceros —dijo uno de los ballesteros.
Le miré.
—Mip —aclaró.
—¿El pequeño Criador de tarns? —pregunté, escéptico.
—El mismo —insistió el hombre.
—¿Con qué montura?
—Su propia ave —dijo el hombre—. Ubar Verde.
Le miré desconcertado.
—Es vieja —dije—. Hace años que no corre. Y además, Mip sabe mucho de carreras, pero no es más que un Criador de tarns.
Uno de los hombres me miró y sonrió.
Otro alzó la ballesta, apuntándome al pecho.
—Quizá es un espía de los Amarillos —dijo.
—Quizá —convino el jefe de los ballesteros.
—¿Cómo sabemos que eres Gladius de Cos? —preguntó otro.
Sonreí.
—El tarn me conoce —dije.
—El tarn probó sangre —dijo el jefe—. Ya mató. Se alimenta. No te acerques ahora porque te matará.
—Disponemos de poco tiempo —dije.
—¡Espera! —exclamó el líder de los ballesteros.
Me acerqué al gran tarn negro. Estaba al pie de su percha, encadenado por una pata. La cadena tenía unos ocho metros de longitud. Me aproximé lentamente, las manos abiertas, sin decir palabra. Me miró.
—El ave le conoce —dijo uno de los hombres, el que había sugerido que yo era espía de los Amarillos.
—Quieto —murmuró el jefe del grupo.
—Es un estúpido —murmuró otro.
—Eso —convino el jefe—, o Gladius de Cos.
El tarn, ese animal grande y fiero de Gor, es una bestia salvaje, un monstruo depredador de los altos cielos de este áspero mundo; en el mejor de los casos, es posible domesticarlo a medias; incluso los tarnsmanes rara vez se acercan sin armas y aguijón de tarn; y se considera una locura aproximarse al que está comiendo; el majestuoso carnívoro alado de Gor no desea compartir su presa.
Continué avanzando, hasta que estuve al alcance del tarn. Le hablé en voz baja.
—Mi Ubar de los Cielos, me conoces.
El ave me miró. De su pico colgaba el cuerpo de un Amarillo.
—¡Retrocede! —gritó uno de los ballesteros.
—Tenemos que correr, Ubar de los Cielos —dije, y me acerqué a ave.
Retiré de su pico el cuerpo del hombre y lo deposité en el suelo.
El ave no intentó atacarme. Detrás, los hombres lanzaron una exclamación de asombro.
—Luchaste bien —le dije al ave. Acaricié el pico ensangrentado—. Y me alegra verte vivo.
El ave me tocó suavemente con su pico.
—Prepara la plataforma —dije—, para la próxima carrera.
—¡Sí —dijo el jefe de los hombres—, Gladius de Cos!
Sus tres compañeros dejaron las armas y se apresuraron a preparar la plataforma sobre ruedas.
Me volví y el jefe del grupo me arrojó una máscara de cuero, la que usaba Gladius de Cos, y la misma que durante muchas carreras, durante ese fantástico verano, había disimulado sus rasgos.
—Mip —dijo el hombre— me dijo que era para ti.
—Gracias —dije, y pasé la máscara sobre la cabeza.
Oí el toque del juez, el ruido de las alas batiendo el aire, y el súbito y salvaje rugido de la multitud.
—Ha comenzado la octava carrera —dijo el líder de los ballesteros.
Acaricié afectuosamente el pico del ave.
—Te veré dentro de poco —dije—, Ubar de los Cielos.
Me aparté del costado del ave y me interné por el ancho camino que llevaba a las perchas de partida; finalmente, llegué a la pared divisoria que separaba las dos partes de la pista. Subí una escalera y con muchos otros me instalé sobre la pared divisoria; desde allí podía ver la carrera. El jefe de los ballesteros me siguió.
Las aves, aproximadamente nueve, a pocos metros sobre nuestras cabezas y a un lado, pasaron velozmente, batiendo el aire con las alas, los picos tendidos hacia adelante, los jinetes inclinados en sus monturas.
Alcancé a ver a Ubar Verde, montado por Mip. A unos cincuenta metros de distancia vi el palco del Ubar, y sobre el trono a Cernus, de la Casa de Cernus, que se cubría con el púrpura imperial del Ubar.
Durante un momento la atención de Cernus se apartó de la carrera. Un mensajero, un hombre a quien yo había visto un instante antes en la pared divisoria, se acercó al Ubar y murmuró algo en su oído. De pronto miró hacia el lugar donde yo estaba. Enmascarado, permanecí inmóvil, los ojos fijos en el Ubar.
Cernus se volvió irritado hacia el hombre y le impartió una orden.
De nuevo pasó la caravana de tarns, entre el golpeteo de las alas, los gritos de los jinetes, el resplandor de los aguijones y la turbulencia del aire.
Esta vez un tarn que no pertenecía a ninguna de las facciones conocidas, se vio forzado a rozar el anillo acolchado a causa de un movimiento súbito de Menicio de Puerto Kar, que corría para los Amarillos. Ya lo había visto varias veces hacer uso del mismo truco. Vi que Mip venía siguiendo a Menicio, y cuando éste se desvió hacia un costado Mip aprovechó la abertura que se le ofrecía, y como una saeta enfiló hacia el centro de la pista. El ave que había tocado el anillo estaba desplomándose aturdida hacia la red. Vi que Menicio volvía con su ave hacia el centro de la pista y profería maldiciones, porque comprendía que Mip había esperado aprovechar la momentánea oportunidad.
Un tarn de los Rojos, un ave de alas anchas, aguijoneada casi hasta el paroxismo por un jinete menudo y bárbaro, marchaba a la cabeza del grupo. Le seguían dos tarns pardos de carreras cuyos jinetes exhibían la seda de los Azules y los Plateados. Después venía Ubar Verde. Pensé en el ave. Conocía su edad, el deterioro de sus fuerzas, y el hecho de que durante muchos años no había corrido. Sus plumas carecían del lustre de los tarns jóvenes, su pico no mostraba el amarillo reluciente de las aves restantes, sino un amarillo blancuzco; su respiración no era idéntica a la de sus competidores; pero tenía los ojos del tarn indomable, los ojos salvajes, negros y fieros; relucían de orgullo y furia, y mostraban la decisión de que ninguna otra bestia debía aventajársele.
Temí por la tensión que soportaba ese viejo corazón, fiero y valeroso.
—¡Atención! —gritó mi acompañante, y se volvió bruscamente para asir la muñeca de un hombre que pretendía clavarme una daga en la espalda.
Le quebré el cuello y lo arrojé a la arena, a los pies de la pared divisoria.
Era el hombre que había informado a Cernus acerca de mi presencia; el hombre a quien Cernus había impartido una orden.
Me volví y miré hacia el palco del Ubar. Al lado de Cernus estaba Safrónico, de los taurentianos.
La mano de Safrónico reposaba sobre el pomo de la espada. Cernus tenía los puños blancos, apretados contra los brazos del trono.
Volví a mirar la carrera.
Ahora el tarn de alas anchas ya no ocupaba el primer lugar, y en cambio se había adelantado el jinete de los Azules, un hombrecillo astuto y veterano corredor, pero excesivamente precipitado. Conocía al ave. Se había apresurado demasiado.
Sonreí.
Ahora ocupaba el segundo lugar el jinete que vestía la seda de los Plateados. Estaba dando rienda suelta a su montura. Vi que sobre los postes había dos cabezas de tarn. Menicio de Puerto Kar, que corría por los Amarillos, manipuló las correas de control de su ave, y su aguijón envió a la arena una lluvia de chispas y el animal gritó, desesperadamente se abrió paso y dejó atrás al Plateado, en un esfuerzo por reconquistar el centro de la pista.
El Azul, que ahora marchaba al frente, bloqueó hábilmente a Mip una vuelta tras otra. Advertí que el ave montada por el jinete de los Azules comenzaba a fatigarse. Pero aún era posible ganar la carrera bloqueando el paso de los jinetes que venían detrás. Menicio de Puerto Kar había tenido que aminorar su velocidad a causa del intento del Plateado de detenerlo.
Una y otra vez Mip trató de adelantarse al ave de los Azules; pero de pronto volvió a remontar el vuelo con su tarn, y de pronto voló hacia abajo y hacia la izquierda. El ave de los Azules descendió y sus garras hubieran podido destrozar a Mip; pero Mip había calculado bien la distancia. Oí maldecir al jinete de los Azules, y quienes apoyaban a los Aceros se pusieron de pie, frenéticos de alegría.
—¡Mira! —dijo el ballestero que permanecía cerca de mí. Señaló un lugar a unos setenta u ochenta metros de distancia, sobre una pequeña pared, levantada a su vez sobre la divisoria, cerca del mástil que sostenía las cabezas de madera.
Lancé una exclamación de cólera.
Allí había un taurentiano armado con una ballesta, que se preparaba para disparar cuando Mip atravesara el tercero de los anillos.
—No temas —dijo el ballestero que me acompañaba. Apoyó en el hombro su arma. Mip se acercaba a los últimos anillos cuando el pesado cable de la ballesta se soltó y la flecha salió de la guía.
Vi la flecha volar como una aguja oscura, y hundirse en la espalda del taurentiano, que de pronto se puso rígido, y un instante después se desplomó en el suelo, ya sin vida.
Mip terminó la tercera de las pistas, y continuó la carrera.
—Un tiro excelente —dije.
El arquero se encogió de hombros, y volvió a tensar el grueso cable de la ballesta.
Ahora quedaba en el mástil una sola cabeza de madera. El arquero puso otra flecha en su arma, y como antes se dedicó a vigilar a la multitud.
El público prorrumpió en exclamaciones. Mip corría a la cabeza del grupo.
De pronto los Amarillos se pusieron de pie sobre las gradas.
Menicio de Puerto Kar, con su tarn joven y veloz, reducía la distancia rápidamente.
Mip soltó las riendas. No castigó con el aguijón a Ubar Verde. En cambio, le gritó palabras de aliento:
—¡Viejo guerrero, vuela!
Ubar Verde comenzó a acelerar el movimiento de sus alas y pareció que su velocidad aumentaba por momentos. Pero entonces vi horrorizado que las alas perdían el ritmo y el ave gritaba de dolor y comenzaba a vacilar en el aire. Mientras tanto, Mip trataba de controlarlo.
Menicio de Puerto Kar pasó por su costado y al hacerlo su mano derecha realizó un movimiento lateral, y yo vi que Mip perdía súbitamente las riendas del tarn, y se llevaba una mano a la espalda, como si se quisiera desprender de algo. Mip se sostenía gracias a las correas de seguridad de la montura, pero aun así comenzaba a caer a un lado.
Aferré el brazo del ballestero.
De pronto Ubar Verde consiguió estabilizarse y con un grito de rabia y dolor enfiló hacia la meta; Mip se bamboleaba en la montura.
Y así, el ave que en sus tiempos había ganado mil carreras, enfiló de nuevo hacia la meta, en la pista del Estadio de los Tarns.
—¡Mirad! —grité—. ¡Mip vive!
Mip corría ahora inclinado sobre el cuello de Ubar Verde, el cuerpo paralelo a la montura, el rostro apretado contra el plumaje, los labios moviéndose con sus frases de aliento.
La multitud rugió, los tarns gritaron y Ubar Verde con su jinete, Mip, voló con los ojos ardientes, durante esos últimos momentos maravillosos parecidos a los de su juventud, semejantes ambos a un ave y un jinete que vienen de los sueños de los ancianos, como ellos los habían conocido antaño, cuando ambos eran jóvenes. Ubar Verde voló. Y pareció que veíamos al ave cuando era joven, en la plenitud de su fuerza, en la cima de sus energías, su astucia y su velocidad, su furia y su poder. Cuando el ave llegó primera a las perchas de la victoria, la multitud guardó silencio.
Segundo llegó el sorprendido Menicio de Puerto Kar. Le habían arrebatado la palma de la victoria.
Después todos, salvo quizá los que estaban más cerca del noble Ubar de la ciudad, comenzaron a gritar y a vitorear, y a saltar y batir palmas.
El ave permaneció inmóvil sobre la percha y Mip se enderezó dolorosamente en la montura.
El animal elevó la cabeza, resplandeciente y fantástica, y lanzó el grito de victoria de los tarns.
Después se desplomó de la percha a la arena.
Yo, al igual que muchos otros, corrí a su lado.
Con la espada corté las correas de seguridad de Mip y el tarn.
Extraje de su espalda el cuchillo. Era un cuchillo para matar, y en el mango tenía una leyenda: “Lo busqué. Lo encontré”
Sostuve en brazos a Mip. Abrió los ojos.
—¿El tarn? —preguntó.
—Ubar Verde ha muerto —le dije.
Mip cerró los ojos, y de ellos cayeron dos lágrimas.
Extendió la mano hacia el ave, y yo le alcé, y le acerqué al lado de la bestia inerte y atada. Abrazó el cuello del ave muerta, aplicando la mejilla al pico fiero, amarillo blancuzco, y lloró. Todos permanecimos en silencio, a distancia.
Después de un rato, el ballestero que estaba a su lado le habló a Mip:
—Venciste —dijo.
Pero Mip lloraba.
—Ubar Verde —dijo—. Ubar Verde.
—Traed a un miembro de la Casta de los Médicos —gritó un espectador.
El ballestero meneó la cabeza.
Mip yacía muerto sobre el cuello del ave que él había llevado a la victoria.
—Corrió bien —dije—. Nadie hubiera creído que era un sencillo Criador de tarns.
—Hace mucho —dijo el ballestero— hubo un jinete de tarns de carreras. En cierta prueba, cuando intentó pasar a otro animal, equivocó la distancia y chocó con un anillo que le arrojó al centro de la pista. Cayó sobre la pista, en el camino de los tarns que venían detrás, y de nuevo golpeó contra el anillo, y al fin se desplomó en la red. Después corrió dos veces, pero al fin se retiró. Ya no sabía juzgar como antes los tiempos y las distancias. Tenía miedo de las pistas y las aves. Su confianza, su habilidad y su audacia desaparecieron. Tenía miedo, mucho miedo; y esa reacción era natural. No volvió a correr.
—¿Mip? —pregunté.
—Sí —dijo el ballestero—. Te explico esto para que comprendas cuánto valor necesitó para hacer lo que hizo hoy.
—Corrió bien —dije.
—Yo lo vi —afirmó uno de los hombres de los Aceros—. No demostró miedo. No había miedo en su trabajo. Sólo seguridad, habilidad y audacia.
—Y orgullo —agregó otro hombre.
—Sí, también eso —dijo el primero.
—Lo recuerdo —intervino un tercero—, hace muchos años. Hoy fue como antes. Corrió como había corrido muchos años atrás. La mejor de sus carreras.
—Entonces —dije—, ¿era muy conocido?
Los hombres me miraron.
—Fue el más grande de los jinetes —dijo el ballestero, los ojos fijos en la figura inmóvil de Mip, con sus brazos todavía alrededor del cuello del tarn—, el más grande de los jinetes.
—¿No lo conocías? —me preguntó uno de los hombres.
—Era Mip —dije—. Yo lo conocía por ese nombre.
—Ahora le conocerás —dijo el ballestero— por su verdadero nombre.
Miré al soldado.
—Era Melipolo de Cos —dijo el ballestero.
Le miré atónito, porque Melipolo de Cos, en efecto, era una leyenda en Ar y en las cien ciudades donde se corrían carreras.
—Melipolo de Cos —repitió el ballestero.
—Él y Ubar Verde murieron en la victoria —dijo uno de los hombres allí presentes.
El ballestero le miró con expresión dura.
—Sólo recuerdo —dijo— la percha de la victoria, Mip alzando las manos, el grito de victoria del tarn.
—Lo mismo digo —afirmó el hombre.
Se oyó el doble toque que indicaba la preparación de la novena carrera, la del Ubar.
Recogí el cuchillito que había matado a Mip, el arma arrojada por Menicio de Puerto Kar. Lo puse bajo mi cinturón.
Ahora estaban trasladando las plataformas con los tarns que participarían en la novena carrera. Los ayudantes se atareaban aquí y allá.
Alcé en brazos a Mip y lo entregué a uno de los Aceros. El cuerpo de Ubar Verde fue depositado sobre una de las plataformas y retirado del sector.
Sobre las gradas, la gente se movía inquieta. Los hombres corrían aquí y allá y se cruzaban apuestas. Los vendedores ambulantes proclamaban a gritos su mercancía. Había muchos niños. El sol brillaba luminoso; y era un día apropiado para las carreras.
En el gran tablero en el que se anotaban los resultados de las carreras apareció el nombre de Ubar Verde en la octava competición; y su jinete era Melipolo de Cos.
Por supuesto Menicio de Puerto Kar correría por los Amarillos en la Carrera del Ubar. Su montura era una de las mejores: Flecha, un ave vigorosa, muy veloz, de plumaje rojizo. Me parecía que era un animal excelente. Lo respetaba. Pero estaba seguro de que Ubar de los Cielos era mejor.
Ahora los principales competidores eran los Aceros y los Amarillos. La Carrera del Ubar sería decisiva, y en general determinaría quién era el triunfador en la Fiesta del Amor.
Volví los ojos hacia el palco del Ubar, y hacía el que ocupaba el Supremo Iniciado, Complicius Serenus. Ambos palcos estaban adornados con los Colores de los Verdes. Me pregunté si Cernus ya tendría noticias de los hechos ocurridos en el Estadio de los Filos. Estaba seguro de que ahora mismo los hombres marchaban por las calles.
Me acerqué al tablero, donde varios hombres escribían diferentes datos. No había ningún nombre al lado de Ubar de los Cielos, por los Aceros.
—Escribid —dije a los hombres— el nombre Gladius de Cos.
—¡Ha llegado! —gritó uno.
El otro se apresuró a anotar el nombre, letra por letra. La multitud rugió complacida. Comenzaron a cruzarse apuestas diferentes de las anteriores.
Oí tres toques del juez, indicando que había llegado el momento de llevar a las aves a sus perchas.
Vi a Menicio de Puerto Kar de pie en la plataforma, al lado de Flecha. Delante de Menicio de Puerto Kar, y rodeando la plataforma, una guardia de taurentianos.
Me acerqué, pero no intenté sobrepasar la línea de soldados. Menicio de Puerto Kar, el rostro pálido, se instaló sobre la montura de su ave.
Me dirigí a él.
—Gladius de Cos —dije— después de la carrera conferenciará con Menicio de Puerto Kar.
No contestó.
—¡Apártate! —ordenó el líder de los taurentianos.
—Menicio de Puerto Kar —dije— estaba en la ciudad de Ko-ro-ba por En´Var del año pasado.
Extraje del cinturón el cuchillito, y lo sostuve sobre la palma.
—Sin duda, recuerda a un Guerrero de Thentis —observé.
—Nada sé de todo eso —gritó Menicio.
—O quizá no lo recuerda —agregué—. Porque creo que le dio únicamente la espalda.
—¡Apartadlo! —gritó Menicio—. ¡Está loco! ¡Matadlo!
—El primero que se mueva —dijo la voz del ballestero, detrás de mí— recibirá un dardo.
Ninguno de los taurentianos hizo el más mínimo movimiento.
Ahora los ayudantes estaban quitando las capuchas a las aves.
—¡Monta! —gritó el ballestero y yo obedecí. Echaría en falta a Mip, su sonrisa y su consejo, sus palabras de aliento. Pero ahora quería recordar únicamente cómo le había visto el último instante, las manos rodeando el cuello de Ubar verde, el ave y el hombre unidos en la victoria y en la muerte.
Miré a Menicio de Puerto Kar. Desvió los ojos. Se inclinó sobre el cuello de Flecha.
Vi que le habían entregado otro cuchillo, del tipo usado por los jinetes. En la mano derecha sostenía el aguijón de tarn. De la montura de Flecha colgaba un látigo enrollado, un látigo del tipo usual en Puerto Kar; tenía aproximadamente medio metro de longitud, y sobre la correa de cuero había unos veinte filos de acero, reunidos en grupos de cuatro, y el extremo remataba en un filo más grande de varios centímetros de longitud. Con este látigo Menicio podía cortar el cuello de un antagonista a tres o cuatro metros de distancia.
Vi que los taurentianos se acercaban a los restantes competidores de la carrera, y les transmitían mensajes. Algunos de los jinetes, después de oír a los soldados, protestaban y meneaban la cabeza.
—Te convendrá —dijo el ballestero que estaba a mi lado— no rezagarte en esta carrera.
Un taurentiano llevó un recipiente a Menicio de Puerto Kar, y él lo guardó bajo su cinturón.
—Mira —dije al ballestero, y señalé a varios taurentianos armados con ballestas, que se confundían con la multitud.
—No te preocupes —dijo mi interlocutor—. También nuestros hombres están allí.
Me preparé para responder a la señal de partida. Observé sorprendido que los ayudantes habían retirado el acolchado de los costados de los anillos y lo sustituyeron con bordes afilados, utilizados, no en las carreras, sino en las exhibiciones de maestría y acrobacia.
El público comenzó a protestar. Salvo Menicio de Puerto Kar y yo, los restantes jinetes se miraron, desconcertados.
—Tráeme —dije al ballestero, que no se había alejado—, de las pertenencias de Gladius de Cos, guardadas en el sector de los Aceros, la boleadora de los tuchuks, la cuerda y la quiva.
Un ayudante de los Aceros me entregó todo lo que había pedido.
—Ya teníamos preparadas las cosas —dijo el ballestero.
Otro hombre, que también pertenecía a los Aceros, y había ganado una de las primeras carreras, se acercó corriendo al pie de la percha.
—Algunos tarnsmanes —dijo—, taurentianos sin uniforme, están reuniéndose frente al estadio.
Yo lo había previsto. Estaba seguro de que eran los mismos hombres utilizados en el ataque a la caravana de los Hinrabian.
—Tráeme —dije— el arco de los tuchuks y las flechas de guerra de los Pueblos del Carro.
—Todo eso ya está preparado —dijo el ballestero.
—¿Cómo es posible que esas cosas estén preparadas?
—Mip sabía muy bien qué clase de carrera correrías.
Se oyó el súbito tañido de una campana y se retiró la cuerda tendida frente a los tarns.
Con excepción de mi montura, los tarns comenzaron a volar y enfilaron hacia el primero de los anillos.
—¡Alto! —había gritado yo, y la gran bestia que montaba obedeció, aunque le temblaba todo el cuerpo y le brillaban los ojos.
Se oyó un grito de desaliento de los que estaban cerca de mi percha; y también un clamor de sorpresa y consternación desde las gradas.
Miré hacia el palco de Cernus, Ubar de Ar, y alcé una mano en un saludo burlón.
—¡Corre! —gritó el ballestero.
—¡Corre! —gritaron otros hombres de los Aceros.
Ya mis competidores, que eran nueve, se acercaban al final de la primera vuelta.
Miré los mástiles que sostenían las veinte cabezas de tarn de madera, y que indicaban los circuitos de la pista. La carrera del Ubar es la más larga y la más difícil de todas. El premio es el más cuantioso, un millar de discotarns dobles de oro.
—¡Corre! —gritaron muchos hombres que estaban en las gradas.
Reí, y después me incliné sobre el cuello del tarn negro.
—Volemos —dije—, Ubar de los Cielos.
Quería que los tarns que estaban delante se distanciaran unos de otros, de modo que yo pudiese pasarlos uno por vez. Estaba seguro de que los jinetes habían recibido órdenes del palco de Cernus, en el sentido que no me permitieran pasar; un solo tarn no podía cerrar el paso, pero dos reunidos quizá lo lograran; además, si yo me rezagaba un poco evitaba la intervención de los jinetes enemigos, que sin duda no se mostrarían dispuestos a interferir porque creían que la victoria de Menicio era segura; y por último, deseaba correr en lo posible detrás de Menicio de Puerto Kar. No quería tenerlo detrás de mí, armado con su cuchillo.
Poco antes de terminar el primer circuito de la pista dejé atrás al último corredor, un jinete y un ave que no pertenecían a ninguna facción. El jinete, sorprendido, miró por encima del hombro cuando yo, una sombra sobre otra sombra, pasé sobre su cabeza y un poco a la izquierda.
De la multitud brotó un rugido.
El clamor advirtió al jinete siguiente, un Oro; inclinado sobre su montura, miró hacia atrás y vio aproximarse al gran tarn negro que yo montaba.
Con gran asombro del público, pero no mío, tiró de las riendas de su tarn, un hermoso animal de la jungla tropical del Carcio, de modo que bloquease el primero de los anillos centrales a la derecha.
Mi tarn chocó contra el obstáculo como una espada oscura y aullante lanzada a toda velocidad.
No miré hacia atrás. El público miraba atónito.
El séptimo jinete no pertenecía a ninguna facción, pero era un veterano que no estaba dispuesto a renunciar a su oportunidad de alcanzar la victoria.
Admiré su habilidad, y traté de adivinar su estilo, del mismo modo que él seguramente estudiaba el mío. Mi ave era más veloz. Ambos dejamos atrás a un sobresaltado jinete de los Plateados, y después a otra ave que no pertenecía a ningún grupo. Ahora él era el quinto jinete, y yo ocupaba el sexto lugar. Adelante corrían Azul, Rojo, Verde, y por los Amarillos Menicio de Puerto Kar. Oí detrás de mí un grito de horror: Un jinete había arrojado a otro contra el lado afilado de un anillo. Me estremecí, porque ese tipo de accidente, a la velocidad que se estrellaban las aves, significaba una muerte segura.
Miré las cabezas de madera que aún quedaban en los mástiles, y vi consternado que eran sólo once.
Mientras yo corría detrás del jinete que bloqueaba mi avance comprendí que sin duda él, como muchos otros, había estudiado las carreras de Gladius de Cos, así como Gladius de Cos había estudiado las suyas. Por desgracia, aunque el hombre que estaba delante era un jinete veterano, había corrido poco en el Estadio de los Tarns, porque venía de la lejana Tor. Yo nunca le había visto correr, y Mip no me había dicho nada de él. Si había estudiado las carreras de Gladius de Cos, probablemente su sistema de bloqueo se basaba en lo que imaginaba de mi método para pasar a otros jinetes. Por eso, contrariando mis propios instintos, cuando un momento después creí que el movimiento oportuno era desviarme hacia arriba y a la derecha, llevé al tarn hacia abajo y hacia la izquierda. Observé irritado que mi antagonista adivinaba el movimiento y me bloqueaba el paso. Dudo que razonara conscientemente el asunto, pero sus instintos y sus años de experiencia le habían llevado a adivinar incluso las modificaciones de mi pauta. Yo sabía que Mip poseía ese raro don e imaginaba que otros jinetes hábiles y veteranos también lo tenían. Comencé a lamentar el tiempo perdido al comienzo de la carrera. Entretanto, Menicio, montado en Flecha, se distanciaba cada vez más. Recordé entonces una conversación con Mip acerca de este asunto, y la imagen se perfiló en mi conciencia como el centelleo de una flecha.
—¿Qué conviene hacer si por suerte o habilidad el antagonista adivina nuestro sistema, e incluso sus variaciones? —había preguntado yo, más por diversión que por otra cosa.
Estábamos en una taberna de los Verdes, y él había depositado sobre la mesa su vaso de bebida, y riendo contestó:
—En ese caso, no debes tener ningún sistema.
Yo me había reído de su respuesta.
Pero él me miró con expresión grave.
—Así es —dijo. Y después volvió a sonreír.
Hay cuatro postes sobre la pared divisoria, y otros cuatro en el extremo contrario. Al comienzo de la carrera había veinte cabezas de madera en cada conjunto de mástiles, cinco cabezas en cada mástil. Ahora sólo faltaban nueve vueltas.
Oí una maldición cuando pasé velozmente abajo y por la izquierda al sobresaltado jinete, que pareció confundido y miró alrededor. Su tarn perdió el ritmo. Otra ave que venía detrás chocó con la primera; se oyeron gritos de cólera, chillidos de los tarns y voces airadas de los hombres.
Ahora quedaban siete cabezas de madera en los mástiles, y yo había alcanzado al jinete de los Azules, que ocupaba el cuarto lugar, a bastante distancia de los tres primeros.
Su montura era más veloz que la del jinete de Tor, pero la habilidad del hombre era mucho menor. Le pasé descendiendo hacia la izquierda, después de fingir que me elevaba hacia la derecha. Trató de bloquearme, pero casi tocó el extremo superior del borde afilado, y su asustada montura tuvo que ser retirada de la pista, y devuelta a su sector.
Ahora los gritos de la turba eran ensordecedores. Oí un zumbido en el aire, y me pegué todavía más al cuello del animal. No había visto el arma, pero reconocí el zumbido de la flecha disparada por una ballesta. Dos zumbidos más.
—¡Vamos! —grité—. ¡Vamos, Ubar de los Cielos!
El ave, indiferente a las flechas, continuó desplazándose con la velocidad del rayo.
Vi de pronto a unos cincuenta tarnsmanes instalados sobre el muro, a la derecha; estaban esperándome.
—¡Vamos! —grité—. ¡Vamos! —el ave aceleró—. ¡Adelante, Ubar de los Cielos!
Y entonces, horrorizado, vi que el jinete de los Rojos y el de los Verdes estaban esperándome en el recodo, dispuestos a bloquear mi avance.
La multitud gritaba encolerizada. Mi tarn golpeó a los dos que le cerraban el paso, y un momento después, entre el centelleo de los aguijones, los golpes de garra, los gritos y los mordiscos de las aves, todos nos encontramos en un remolino de furia, aletazos y golpes. Un instante después chocó contra el grupo otra ave, creo que era la de los Azules, y más tarde la que montaba el hombre de Tor, y finalmente otra.
El jinete que corría por los Verdes cayó a un lado maldiciendo. El de los Rojos se apartó del grupo y regresó a la carrera. Al igual que Menicio de Puerto Kar y dos de los restantes jinetes, había corrido en la octava carrera. Era un hombre menudo y barbudo, desnudo hasta la cintura; del cuello le colgaba un talismán de hueso, un amuleto de la buena suerte.
El ave de los Plateados pasó velozmente.
Mi tarn estaba empeñado en una fiera lucha con un ave que no pertenecía a ningún grupo; cada uno trataba de abatir al otro; el aguijón del jinete me alcanzó, y el dolor casi me cegó; durante un instante vi únicamente una lluvia de chispas amarillas; el tarn de mi antagonista me empujó, pero yo conseguí apartar su pico con mi propio aguijón; volvimos a ocupar posiciones y asestamos golpes, usando los aguijones como espadas, y derramando luz en todas direcciones; y de pronto atravesamos el anillo y nos separamos: mi montura quería quedarse allí para matar, pero yo la aparté.
Ahora tenía delante tres antagonistas: el Rojo, el Plateado y el Amarillo.
Detrás se elevó un grito, y se oyó el toque del juez indicando que alguien no había acertado un anillo. Traté de que mi montura acelerase la marcha.
Otra flecha pasó zumbando.
—¡Adelante! —grité—. ¡Adelante!
Ubar de los Cielos, como una llamarada negra, se desplazó a través de los anillos.
Todavía quedaban cinco cabezas de madera en los mástiles cuando Ubar de los Cielos alcanzó y pasó al Plateado. En el curso de otra vuelta pasó al Rojo. Cuando me acerqué y luego comencé a adelantarme, leí en sus ojos una furia absurda. Intentó empujarnos hacia la izquierda, pero antes de que pudiera hacer nada le habíamos dejado atrás.
Lancé un grito de alegría. Delante había un solo tarn, el de Menicio de Puerto Kar.
—Ahora volemos, Ubar de los Cielos.
El ave lanzó un gran grito y las alas comenzaron a batir el aire con el fervor de la victoria.
Delante estaba la figura agazapada de Menicio de Puerto Kar, montando a Flecha, y el bulto que ambos formaban se agrandaba poco a poco.
Vi cuatro cabezas de madera en los mástiles. Me eché a reír.
El gran tarn negro aumentó todavía más la velocidad.
—La victoria será nuestra —le grité.
Voló todavía con mayor rapidez.
De pronto oí gritos alrededor, y el ruido de las alas al batir el aire, y un instante después detrás y delante comenzaron a acercarse nutridos grupos de tarnsmanes.
El grito de protesta de la turba se elevó por el aire hasta las nubes del sereno cielo azul.
Me apoderé del arco tuchuk, y un instante después estaba tirando y combatiendo en medio de más de una docena de tarnsmanes, mientras muchos otros intentaban acercarse. Ubar de los Cielos lanzó un grito que me asustó incluso a mí; no era sólo el grito de desafío de su especie; era un alarido de placer, de horrible ansiedad, el ansia de sangre y guerra del tarn. Con los ojos luminosos de placer, Ubar de los Cielos enfrentó a sus enemigos deseosos de cobrarse su cuota de sangre y carne.
Mi pequeño arco disparó más de veinte flechas en medio ehn, mientras que los tarnsmanes trataban de alcanzarme con sus espadas y de atravesarme con las pesadas lanzas; y mientras ocurría esto, Ubar de los Cielos se agitaba y desgarraba con su pico y sus garras y provocaba a su alrededor una verdadera carnicería. Sentí que me corría la sangre por el costado del cuello cuando una lanza de punta de bronce pareció venir al encuentro de mi rostro; y después vi horrorizado que el pico de mi tarn arrancaba el brazo que había arrojado la lanza, mientras el tarnsman caía de su montura, bañado en sangre.
Los tarnsmanes, apretados unos contra otros, de modo que nadie podía moverse libremente, fueron alimento para las flechas del arco tuchuk; y al fin, gritando de miedo, comenzaron a dispersarse y a huir.
—¡La carrera! —grité—. ¡La carrera!
Vi asombrado que en un momento el tarn se apartaba de la pelea y enfilaba nuevamente hacia los anillos.
Menicio de Puerto Kar ahora se había adelantado mucho, pero mi tarn, sin más ruido que el movimiento de las alas, los ojos luminosos, con pico y garras manchados de sangre, reanudó la persecución.
Durante la pelea, cuatro tarns nos habían pasado; pero el resto continuaba detrás.
Pasamos velozmente a un tarn, un ave que no pertenecía a ninguna facción.
El Plateado, el Rojo y el Azul continuaban delante; y por supuesto, también el Amarillo, montado por Menicio, el hombre de Puerto Kar.
Ahora en los mástiles había sólo dos cabezas de madera.
Otra flecha de ballesta pasó rozándome.
Cuando llegué a los anillos del centro volví a encontrarme con el grupo de tarnsmanes, que ahora se habían reagrupado. El arco tuchuk hizo su trabajo, pero de pronto descubrí que había agotado mi provisión de flechas.
Oí un grito de alegría detrás, y vi al jefe de los tarnsmanes que ordenaba a sus hombres cruzar la pared divisoria para bloquearme junto a los anillos del centro.
Dejamos atrás al Plateado y después al Azul. Observé que el Rojo disminuía rápidamente la distancia que le separaba de Menicio, que le bloqueaba el paso al costado. Vi el talismán de hueso colgado del cuello del jinete barbudo que montaba al Rojo. Había visto los ojos enfebrecidos del jinete de los Rojos, su frenesí con el aguijón; prescindiendo de los deseos del Ubar, estaba dispuesto a ganar la carrera. Sonreí.
Repentinamente aparecieron ante mí, sobre el costado izquierdo, unos diez tarnsmanes, las armas prestas. Ubar de los Cielos no vaciló, y se arrojó sobre el grupo, el pico preparado; y un instante después los había dejado atrás. Se volvieron para iniciar la persecución, pero cuatro de ellos, atrapados en el ancho lazo de la cuerda tuchuk, tuvieron que dedicarse a cortarla mientras los tarns, que veían contenidos sus movimientos, rompían la formación.
Ahora en los mástiles quedaba una sola cabeza de madera.
Yo había desprendido la boleadora tuchuk, y la volteaba sobre mi propia cabeza.
De nuevo mi tarn se abrió paso, y dos de los tarnsmanes prefirieron apartarse, tratando de protegerse del arma que los amenazaba; la maza de la boleadora tuchuk puede partir un cráneo, y el cuero puede estrangular a un hombre.
Un tarnsman se me acercó, espada en mano, y yo detuve la espada con el aguijón y un chisporroteo de luces amarillas; el tarn de mi enemigo se alejó, y yo arrojé el aguijón a otra ave que caía sobre mí con las garras abiertas; el aguijón hirió a mi atacante que se apartó; después extraje la espada, y dos veces contuve otras tantas estocadas, y al fin conseguí herir al quinto hombre; el sexto, el jefe del grupo, se apartó de nuestro camino, maldiciendo.
En el mástil estaba únicamente la última cabeza de madera.
—Ubar de los Cielos —grité—. ¡Vuela! ¡Vuela ahora como nunca lo hiciste!
Enfilamos sobre la pista y vimos delante al Amarillo y al Rojo que se aproximaban al costado izquierdo. Como una flecha, como un torrente negro, Ubar de los Cielos comenzó a acortar la distancia. Creo que en Gor nunca existió un tarn que pudiera igualársele.
—¡Har-ta! —grité—. ¡Más rápido! ¡Har-ta! ¡Más rápido!
Y entonces, cuando ya se acercaba el tramo final, Ubar de los Cielos irrumpió entre el sobresaltado Rojo y Menicio, que le llevaba quizá tres metros de delantera. Vi una expresión de odio salvaje en el rostro de Menicio, y echó mano al cinturón. El Rojo, maldiciendo, trató de empujarnos, de modo que golpeásemos contra la baranda afilada; a la velocidad que llevábamos, el filo podía partirnos en dos. Advertí repentinamente el brazo de Menicio extendido, y por instinto me pegué todavía más al cuello del tarn; se oyó el ruido de un frasco que se rompía, y oí un alarido horrible del jinete barbudo, que de pronto comenzó a arañarse el cuerpo y la cara con las manos; su tarn, asustado, se desvió hacia la derecha, ya sin control, y el hombro del jinete golpeó la baranda, y de pronto se vio su cuerpo ensangrentado que caía a la red.
Oí un chasquido inquietante, y mi brazo izquierdo apareció manchado de sangre; desenfundé la espada y la vez siguiente que el cuchillo atacó conseguí cortar la cuerda que lo sostenía. Atravesamos el último recodo. Menicio tenía otro cuchillo en la mano, pero de pronto, con los ojos agrandados, vio que yo retraía el brazo, y preparaba la quiva tuchuk.
—¡No! —gritó, y desvió a su tarn para protegerse; mi ave golpeó a la suya, y cuando enfilamos por la recta final, montura contra montura, nos habíamos sujetado de las manos, y él sostenía mi muñeca y yo la suya; gritó de dolor y dejó caer el cuchillo; oímos el toque del juez. Ambos teníamos que correr el último tramo. Metí la quiva en mi cinturón.
—¿Menicio de Puerto Kar desea correr? —pregunté, y tiré de las riendas a mi tarn para recorrer el último tramo. Con una maldición, Menicio tiró salvajemente de las correas de control de Flecha, y el ave respondió instantáneamente. Así, Flecha y Ubar de los Cielos salvaron la distancia que los separaba de la meta. Con un golpe de sus grandes alas Ubar de los Cielos ocupó la percha del vencedor, la aferró con sus garras aceradas y echó hacia atrás la cabeza en un gesto de victoria. Alcé los brazos.
Sólo un instante después Flecha tocó la segunda percha.
Los gritos de la multitud eran ensordecedores.
Con gesto hosco, Menicio se desprendió las correas de seguridad, saltó a la arena, y corrió hacia el palco del Ubar, los brazos extendidos.
Los cuatro ballesteros que montaban guardia frente al palco dispararon sus armas a una señal de Safrónico. Menicio, herido cuatro veces por otras tantas flechas, se detuvo y cayó a la arena. Uno de los cuatro ballesteros cayó también; una flecha disparada desde las gradas le había abatido. Cernus, recubierto con la ancha túnica del Ubar, se puso de pie bruscamente y llamó a los taurentianos. A lo lejos se oyeron cantos, el canto de la gloria de Ar; y en las tribunas muchos comenzaron a acompañar la canción. Los hombres se ponían de pie sobre las gradas y cantaban.
—¡Alto! —gritó Cernus—. ¡Alto!
Pero la canción cobraba más y más volumen.
La canción expresaba cólera y un sentimiento de triunfo y desafío, y el orgullo de los hombres de la ciudad, la Gloriosa Ar. Un ciudadano desprendió los estandartes Verdes que revestían el palco del Ubar y del Supremo Iniciado. Nervioso, Complicius Serenus se retiró de su palco. Otro ciudadano se adelantó, indiferente a las flechas de los taurentianos, arrojó un estandarte amarillo al palco del Ubar; otro estandarte parecido fue a cubrir el palco que había estado ocupado por Complicius Serenus, Supremo Iniciado de Ar.
Cernus no se atrevió a ordenar a sus hombres que disparasen sobre el pueblo.
—¡Alto! —gritó encolerizado—. ¡Basta de cantos!
Pero la canción continuó, cada vez más intensa, a medida que más hombres se unían al coro.
Uno tras otro, los tarns de la carrera —es decir, los que habían podido terminarla— llegaron a las perchas finales: pero nadie les prestó atención.
Se oía únicamente la canción, y más y más voces, y más hombres que ocupaban las gradas.
De pronto se abrieron las puertas de acceso a la arena, y millares de ciudadanos que venían del Estadio de los Filos, marchando y cantando, ingresaron en el Estadio de los Tarns, y delante, la cabeza cubierta por el yelmo, el cuerpo poderoso, espada en mano, venía el magnífico Murmillius, héroe del Estadio de los Filos.
Aunque yo no era habitante de Ar, uní mi voz a la del pueblo en esa canción, la canción de la Gloriosa Ar.
Cernus me miró enfurecido.
Me arranqué la máscara de cuero que me cubría el rostro.
Cernus lanzó una exclamación de espanto y retrocedió tambaleándose. Incluso Safrónico, capitán de los taurentianos, me miró incrédulo y aturdido.
Seguido por millares de hombres, Murmillius se detuvo frente al palco del Ubar, Los ballesteros le apuntaron con sus armas.
Se quitó el yelmo, el mismo que durante muchos meses había disimulado sus rasgos.
Cernus se llevó las manos a la cara. Con un grito de horror se quitó la túnica de Ubar, y después se volvió y salió del palco.
Los ballesteros arrojaron sus armas al suelo.
Safrónico, capitán de los taurentianos, se quitó el manto púrpura y el yelmo y descendió del palco a la arena. Allí, se arrodilló delante del hombre que esperaba y depositó su espada a los pies de Murmillius, sobre la arena.
Después, Murmillius subió al palco del Ubar y depositó su yelmo sobre el brazo del trono. Le pusieron sobre los hombros la túnica del Ubar. Con la espada sobre las rodillas, se sentó en el trono.
Había lágrimas en los ojos de todos, y tampoco mis propios ojos estaban secos.
Un niño preguntó a su padre:
—¿Padre, quién es?
—Es Marlenus —dijo el padre—. Ha vuelto a su hogar. Es Ubar de Ar.
De nuevo la multitud comenzó a cantar. Desmonté y me acerqué al cuerpo de Menicio, atravesado por cuatro flechas. Extraje del cinturón mi cuchillo y lo arrojé sobre la arena, al lado del cuerpo. La leyenda en el mango decía: “Lo busqué. Lo encontré”
Después volví donde estaba el tarn. Tenía la espada en la vaina, la quiva en el cinto.
Volví a montar.
Aún tenía cosas que hacer en la Casa de Cernus, el que fuera Ubar de Ar.

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