18 - SE JUEGA UNA PARTIDA

—Ésta —exclamó Cernus mientras alzaba su copa— es una noche de alegría y diversión.
Nunca había visto al traficante tan alegre como esa noche, después de las ventas en el Curúleo. El festín se había iniciado tarde, y el vino fluía libremente. Las muchachas encadenadas en la pared para entretenimiento de los guardias se aferraban estáticas y embriagadas a quienes las usaban. Los guerreros de Cernus cantaban sentados frente a las mesas. Las jóvenes sometidas a instrucción servían el vino esta noche. Los músicos, también borrachos, tocaban sus instrumentos.
Encapuchado, desnudo y encadenado, sentía el dolor de los golpes que me habían propinado los participantes de la fiesta.
Ahora, sin la capucha, pero encadenado, el cuerpo cubierto de sangre, estaba arrodillado frente al estrado de Cernus.
A pocos metros, encadenada como yo, estaba Elizabeth Cardwell; sólo tenía encima la cadena de Cernus, y del cuello colgaba el medallón que la distinguía.
A un lado vi con desaliento a Relio y Ho-Sorl, también prisioneros. Un poco más lejos, maniatada, estaba Sura, la cabeza inclinada hacia delante, los cabellos rozando el suelo.
La muñeca que ella tanto amaba, el único recuerdo que conservaba de su madre, y por la cual se había mostrado dispuesta a matarme, yacía en el suelo frente a ella, desgarrada y destruida.
—¿Cuál ha sido el delito de esta gente? —pregunté a Cernus.
—Querían liberarte —dijo Cernus con una sonrisa—. Capturamos a los hombres después de una dura lucha; intentaban llegar a ti mientras estabas en el calabozo. La mujer intentó sobornar a tus guardias con licor y joyas.
Me sentí confundido. No entendía por qué Relio y Ho-Sorl habían tomado partido por mí, o por qué Sura estaba dispuesta a arriesgar la vida. Había hecho poco para merecer estos amigos, para merecer tanta lealtad. Me sentí abrumado por la cólera y la impotencia. Miré a Elizabeth, con la cadena de Cernus enrollada alrededor del cuello; tenía los ojos fijos en los mosaicos del salón; me pareció que estaba sufriendo un verdadero shock.
Había fracasado completamente.
—¡Traed a Portus! —ordenó Cernus.
El traficante, que había sido el principal competidor de la Casa de Cernus, fue traído inmediatamente.
Portus, medio muerto de debilidad, la piel fláccida y amarilla, fue llevado, desnudo hasta la cintura, al cuadrilátero de arena.
Le quitaron los brazaletes, y le pusieron en la mano temblorosa un cuchillo curvo.
—¡Por favor, poderoso Cernus! —gimió—. ¡Ten compasión!
El esclavo cuyo triunfo yo había presenciado muchos meses atrás, saltó a la arena y comenzó a acercarse a Portus.
—¡Por favor, Cernus! —exclamó Portus cuando una larga línea de sangre se dibujó sobre su pecho—. ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Hermano de casta! —gritó, mientras el esclavo, veloz y hábil, riendo, lo hería una y otra vez, impunemente. Portus trató de luchar, pero estaba debilitado, no sabía manejar el cuchillo, y pronto estuvo lleno de heridas y cubierto de sangre; sin embargo, ninguna herida era mortal. Finalmente cayó a los pies del esclavo, que se regocijaba, y su cuerpo era una masa estremecida y gimiente, incapaz de moverse.
—Arrojadlo a la bestia —dijo Cernus.
Gimiendo, Portus fue retirado de la arena y del salón; su cuerpo dejó un reguero de sangre sobre el mosaico.
—¡Traed a la Hinrabian! —ordenó Cernus.
Me sobresalté. La familia Hinrabian había sido emboscada varios meses atrás, después de abandonar la ciudad de Ar para dirigirse a la de Tor, en el desierto. Se creía que la familia entera había perecido. El único cadáver no recuperado había sido el de Claudia Tentius Hinrabian, antaño la víctima infortunada de las intrigas de Cernus.
Oí muy lejos un alarido, el de Portus, y un grito salvaje, casi un rugido.
Los que estábamos en el salón temblamos.
—La bestia recibió su alimento —dijo Cernus, sonriendo, y bebió un trago de vino.
Apareció una esclava, una joven esbelta vestida con la seda amarilla del placer, los cabellos negros cortos, los ojos oscuros y los pómulos altos.
Se acercó y se arrodilló frente al estrado.
Era Claudia Tentius Hinrabian, otrora la díscola hija de un Ubar de Ar, y ahora una mujer esclavizada y sin derecho, semejante a muchos millares de mujeres de la gloriosa Ar.
Miró asombrada alrededor. Supuse que jamás había estado en esa sala.
—¿Eres la esclava Claudia? —preguntó Cernus.
—Sí, amo —dijo la joven.
—¿Sabes dónde estás?
—No, amo —murmuró ella—. Me trajeron encapuchada a tu casa.
A continuación la joven preguntó:
—¿Qué ciudad es ésta?
—Ar.
—¿Ar?
—Sí —confirmó Cernus—. La gloriosa Ar.
—¡Ar! —exclamó—. Si eres mi amo, libérame. Soy Claudia Tentius Hinrabian, de Ar.
—Eres una esclava —afirmó Cernus.
—Por favor, Ubar. Por favor, noble Cernus, Ubar de mi ciudad, ¡libérame!
—Tu padre me debía dinero —dijo Cernus—. Continuarás siendo mi esclava. Estás sola y no tienes familia. Nadie te protegerá. Continuarás siendo mi esclava.
Ella hundió la cabeza en las manos y sollozó.
—He sufrido desde que los hombres de la Casa de Portus me robaron y esclavizaron.
—Fueron taurentianos los que te secuestraron y encapucharon —afirmó Cernus—, la propia guardia de palacio.
Claudia meneó la cabeza, desconcertada.
—Pero la Casa de Portus… —dijo—. Vi el collar de una esclava…
Cernus rió.
—De pie, esclava —dijo.
La Hinrabian obedeció.
Cernus recogió la pesada cadena con el medallón del cuello de Elizabeth Cardwell, y lo mostró a Claudia.
—¡No! ¡No! —gritó, y se arrodilló a los pies de Cernus. Él se limitó a sonreír.
Claudia fijó en Cernus los ojos horrorizados.
—¡Fuiste tú! —murmuró—. ¡Tú!
—Por supuesto —admitió Cernus. Todos los presentes se echaron a reír.
—Átale bien los brazos y las muñecas —dijo Cernus a un guardia.
Así se hizo, y la joven Hinrabian pareció inmovilizada por el horror.
—Claudia, te tenemos preparada otra sorpresa —dijo Cernus. La joven lo miró con ojos inexpresivos.
—Traed a la esclava de la cocina —dijo Cernus a un subordinado, y sonriendo el hombre corrió a cumplir la orden.
—Claudia Tentius Hinrabian —dijo Cernus a los presentes— es bien conocida en Ar por su condición de ama rigurosa y exigente. Se afirma que cierta vez, cuando una esclava dejó caer un espejo, ordenó que cortasen las orejas y la nariz de la muchacha, y después la vendió por inútil.
Dos guardias sostenían de las muñecas y los brazos a Claudia. Ahora había palidecido.
—Mucho tiempo busqué en las cocinas de Ar, hasta que encontré a la muchacha —explicó Cernus.
Recordé que apenas unos días antes había visto en la cocina a una joven mutilada.
—Y la compré —continuó diciendo Cernus.
De las mesas se elevó un grito de placer.
Inmovilizada, Claudia Tentius Hinrabian parecía paralizada por el horror.
Apareció una joven, seguida por el hombre que había ido a buscarla. Era la misma que yo había visto pocos días atrás.
Le faltaban las orejas y la nariz. De lo contrario, habría sido una hermosa muchacha.
Cuando la joven entró en la habitación, Claudia fue obligada por sus guardias a mirarla.
La muchacha se detuvo, atónita. Los ojos de Claudia la miraron, agrandados por el horror.
—¿Cómo te llamas? —dijo amablemente Cernus a la joven.
—Melaine —dijo la joven, sin apartar los ojos de la Hinrabian. Sin duda, le asombraba ver allí a su antigua ama.
—Melaine —dijo Cernus—, ¿conoces a esta esclava?
—Es Claudia Tentius Hinrabian —murmuró la muchacha.
—¿La recuerdas? —preguntó Cernus.
—Sí —dijo la joven—. Era mi ama.
—Entregadle un cuchillo curvo —dijo Cernus a uno de los hombres que estaba cerca.
Melaine miró el cuchillo, y después volvió los ojos hacia la Hinrabian, que con las mejillas bañadas de lágrimas meneó la cabeza.
—Por favor, Melaine —murmuró la Hinrabian—, no me hieras.
La joven nada dijo; se limitó a mirar de nuevo, primero el cuchillo curvo y después a la prisionera.
—Puedes cortarle las orejas y la nariz —dijo Cernus.
—¡Por favor, Melaine! —gritó Claudia—. ¡No me hieras! ¡No me hieras!
La muchacha se acercó con el cuchillo.
—Me amabas —murmuró la Hinrabian—. ¡Me amabas!
—Te odio —dijo la joven.
Con la mano izquierda aferró los cabellos de Claudia y acercó al rostro el cuchillo afilado como una navaja. La Hinrabian comenzó a llorar histéricamente y a pedir compasión.
Pero la joven servidora de la cocina no tocó el rostro de la Hinrabian con el cuchillo. Dejó caer la mano.
—Córtale las orejas y la nariz —ordenó Cernus.
—No temas —dijo la muchacha a la Hinrabian—. No lastimaría a una pobre esclava.
Cernus estaba furioso.
—Lleváoslas —dijo—, y dentro de diez días arrojadlas a la bestia.
Aseguraron con brazaletes de acero las muñecas de Melaine, y ella y su antigua ama, la prisionera Claudia Tentius Hinrabian, fueron retiradas del salón.
Cernus se sentó, encolerizado.
—No os decepcionaré —dijo—. ¡Hay otras diversiones!
—¡Noble muchacha! —dije a Melaine mientras salía de la sala.
Se volvió y sonrió, y después, acompañada por Claudia Hinrabian y el hombre que vigilaba a ambas, salió de la sala.
Un guerrero que estaba al servicio de Cernus me golpeó la boca.
Me eché a reír.
—Como soy Ubar de Ar —me dijo Cernus—, y miembro de la Casta de los Guerreros…
Se oyeron risas que provenían de las mesas, pero una mirada de Cernus silenció a todos.
—… quiero ser justo en todo, y por lo tanto propongo que luchemos por tu libertad —continuó diciendo Cernus.
Le miré sorprendido.
—Traed el tablero y las piezas —ordenó Cernus. Filemón salió de la habitación. Cernus me miró y sonrió—. Según recuerdo, dijiste que no jugabas.
Asentí.
—Por otra parte —afirmó Cernus—, no te creo.
—Juego —reconocí.
Cernus sonrió.
—¿Te agradaría jugar por tu libertad?
—Por supuesto —dije.
—Como sabes, soy bastante hábil —afirmó Cernus.
No respondí. A lo largo de todos esos meses le había visto jugar, y sabía que en efecto era diestro. No sería fácil derrotarlo.
—Pero —dijo Cernus sonriendo—, puesto que probablemente no eres tan hábil como yo, creo justo que te represente un campeón que juegue por ti de modo que tengas alguna oportunidad.
—Yo mismo jugaré —dije.
—No creo que eso sea justo —replicó Cernus.
—Comprendo —dije. Cernus designaría a mi representante. El juego sería una farsa sin sentido.
—Quizá un esclavo que apenas conoce los movimientos de las piezas —propuse— juegue por mí… ¡si no te parece un adversario demasiado poderoso!
Cernus me miró sorprendido. Después sonrió.
—Quizá —dijo.
Sura levantó la cabeza.
—¿Te atreverías a jugar con una simple esclava —pregunté—, una persona que aprendió a jugar hace apenas dos días?
—¿A quién te refieres? —preguntó Cernus.
—A mí, amo —dijo humildemente Sura, y volvió a inclinar la cabeza.
Contuve la respiración.
—Las mujeres no juegan —dijo Cernus irritado—. ¡Las esclavas no juegan!
Sura nada dijo.
—¿Esclava, te atreviste a aprender el juego? —preguntó irritado Cernus.
—Perdóname, amo —dijo Sura, sin levantar la cabeza.
Cernus se volvió hacia mí.
—Estúpido, elige un representante adecuado —dijo.
Me encogí de hombros.
—Elijo a Sura —dije. Sin duda, Cernus no tenía modo de saber que Sura poseía una notable aptitud natural para el juego.
Los hombres reunidos allí rieron. Uno de los que estaba cerca de mí habló en voz baja a otro:
—¿Dónde está Ho-Tu?
El otro replicó:
—Ho-Tu fue enviado a Tor a comprar esclavos.
El primero se echó a reír.
Pensé que quizá era mejor que Cernus, sin duda intencionadamente, hubiese alejado de la casa a Ho-Tu. El poderoso Ho-Tu no habría soportado que Sura, a quien amaba, fuese tratada de ese modo, ni siquiera por el amo de la Casa de Cernus.
—¡No jugaré con una mujer! —rugió Cernus y se apartó de Sura. Ella me miró, impotente y agobiada. Le dirigí una sonrisa. Pero sentía el corazón oprimido. Parecía que mi última esperanza se había esfumado.
Cernus volvió a la mesa. Entretanto, Filemón había traído el tablero y dispuesto las piezas.
—No importa —me dijo Cernus—, porque ya tengo a tu representante.
—Comprendo —dije—. ¿Quién será?
Cernus rugió de alegría.
—¡Hup el Loco! —exclamó.
Todos los presentes festejaron la idea, y los hombres descargaron los puños sobre la madera, tan complacidos se sentían.
Ahora entraron por la puerta principal dos hombres, empujados por los guardias. Uno, cuya actitud conservaba cierta dignidad, vestía la túnica del Jugador. El otro avanzó a saltos, con gran diversión de los presentes.
Hup caminaba de un lado para el otro, mirando a las esclavas, y al fin cayó de espaldas, empujado por un guerrero. Se incorporó de un salto, y comenzó a emitir ruidos, como un urt asustado. Las jóvenes rieron y otro tanto hicieron los hombres.
El hombre que acompañaba a Hup era el Jugador ciego a quien yo había conocido tiempo atrás en la calle de la taberna, cerca de la gran puerta de Ar; el hombre que había derrotado al Viñatero, y que cuando supo que yo vestía el negro de los Asesinos, pese a su pobreza, rechazó la moneda de oro que había ganado con una técnica tan maravillosa. Me pareció extraño que hubiesen encontrado al ciego con Hup, que no era más que un tonto, un enano cuya cabeza bulbosa y deforme apenas llegaba a la cintura de un verdadero hombre; Hup, el pequeño de las piernas arqueadas y el cuerpo hinchado; Hup el Loco, con sus manos deformes y nudosas.
Vi que Sura miraba a Hup con una suerte de horror, como si lo detestara. Parecía que el asco la dominaba. Me pregunté a qué obedecía su reacción.
—Qualius el Jugador —dijo Cernus—, has regresado a la Casa de Cernus, que ahora es Ubar de Ar.
—Me siento honrado —dijo el Jugador ciego.
—¿Jugarás de nuevo conmigo? —preguntó Cernus.
—No —dijo secamente el ciego—. Ya te derroté una vez.
—Fue un error, ¿verdad? —preguntó Cernus con buen humor.
—En efecto —dijo Qualius—. Por haberte derrotado me cegaron.
—De modo que en definitiva —observó Cernus divertido— yo triunfé sobre ti.
—Así fue, Ubar.
—¿Cómo se explica —preguntó Cernus— que mis hombres, enviados a buscar a Hup el Loco, te encuentren con él?
—Comparto el alojamiento del tonto —dijo Qualius—. Pocas puertas se abren para un Jugador pobre.
Cernus rió.
—Los jugadores y los locos —dijo— tienen mucho en común.
Nos volvimos para mirar a Hup. Ahora se deslizaba entre las mesas. Volcó una copa, y esquivó a tiempo el golpe descargado por el hombre a quien pertenecía el vino. Después retornó a la mesa y se metió debajo. Su cabeza apareció de pronto del otro lado y después desapareció. Su mano emergió a un costado, y se apoderó de las peladuras de una fruta. Un momento después sonreía, masticaba las peladuras.
—Mira a tu representante —dijo Cernus.
—¿Por qué no me matas de una vez? —pregunté.
—¿No tienes confianza en tu campeón? —preguntó Cernus, y se echó a reír. El propio Hup, con sus ojos acuosos, se unió a la risa general—. Como tú tienes a tu representante, me pareció justo tener el mío.
Le miré desconcertado.
—Mira a mi campeón —dijo Cernus—, al hombre que jugara por mí.
Señaló hacia la puerta. Todos se volvieron para mirar, y se oyeron gritos de asombro.
Por la puerta entró un joven, que quizá no tenía más de diecinueve años, la mirada penetrante y los rasgos muy atractivos; vestía el atuendo del Jugador, pero su túnica era lujosa, y el bolso donde guardaba el tablero y las piezas era de excelente piel: tenía las sandalias adornadas con hilos de oro. Cosa sorprendente, este joven, que parecía un dios en el esplendor de su adolescencia, cojeaba del pie derecho. Rara vez yo había visto un rostro tan apuesto, tan sorprendente, pero al mismo tiempo tan cargado de irritación y desprecio.
Se detuvo frente a la mesa de Cernus, y aunque éste era Ubar de la ciudad, el joven se limitó a alzar la mano para ofrecer el saludo goreano común:
—Tal —dijo.
—Tal —respondió Cernus, que parecía un poco desconcertado ante el joven.
—¿Por qué se me ha traído aquí? —preguntó el recién llegado.
Estudié el rostro del joven. Había en él algo extrañamente familiar. Pensé que lo había visto antes. Era un rostro que yo conocía, pero no sabía de dónde ni cómo.
Volví los ojos hacia Sura, y su expresión me sobresaltó. No podía apartar los ojos del muchacho. Era como si también ella le hubiese reconocido.
—Te han traído aquí para jugar una partida —afirmó Cernus.
—No comprendo.
—Serás mi representante —dijo Cernus.
El joven le miró con curiosidad.
—Si ganas —dijo Cernus—, recibirás cien monedas de oro.
—Ganaré —dijo el joven.
Miró alrededor, y vio a Qualius, el Jugador ciego.
—El juego será interesante —afirmó el muchacho.
—Qualius de Ar —dijo Cernus— no es tu antagonista.
Hup hacía cabriolas en un rincón de la habitación, rodaba hasta la pared, volvía y rodaba de nuevo.
El muchacho le miró con repugnancia.
—Tu antagonista es él —dijo Cernus, señalando al pequeño loco que se revolcaba en el suelo.
La cólera deformó los rasgos del muchacho.
—No jugaré —dijo. Se volvió bruscamente, pero vio que dos guardias le cerraban el paso.
—¡Ubar! —exclamó el joven.
—Jugarás con Hup el Loco —dijo Cernus riendo.
—Es un insulto —dijo el muchacho—, y también se ofende al juego. ¡No jugaré!
Hup comenzó a canturrear en un rincón, balanceándose hacia delante y hacia atrás.
—Si no juegas —dijo Cernus con expresión amenazadora—, no saldrás vivo de esta casa.
El joven se estremeció de furia.
—¿Qué significa esto? —preguntó.
—Ofrezco a este prisionero la oportunidad de vivir —dijo Cernus, y me señaló—. Si su representante gana, vivirá; si pierde, morirá.
—Jamás he perdido —dijo el joven—. Jamás.
—Lo sé —dijo Cernus.
El joven me miró.
—Su sangre —le replicó a Cernus— recae sobre tus manos, no sobre las mías.
—Entonces —preguntó Cernus—, ¿jugarás?
—Jugaré —afirmó el joven—. Pero permite que Qualius juegue por él.
Qualius, que al parecer conocía la voz del joven, dijo:
—No tienes por qué temer, Ubar. No puedo compararme con él.
Me pregunté quién sería el joven, si Qualius, que según yo sabía era un Jugador soberbio, no aspiraba siquiera a un empate con su colega.
—No —dijo Cernus—. El tonto es tu antagonista.
—Acabemos con esta farsa —dijo el muchacho.
Filemón señaló el tablero, y el joven se acercó y ocupó una silla.
—A la mesa, loco —gritó Cernus a Hup.
Hup se incorporó de un salto, dio una vuelta de campana y se detuvo inseguro frente a la mesa; apoyó el mentón sobre la madera, tratando de mordisquear un pedazo de pan que allí había.
Con excepción de Relio, Ho-Sorl, el joven, Sura y yo, todos los presentes rieron. Sura continuaba mirando al muchacho. Había lágrimas en sus ojos. Traté de identificar al joven, de reconocer sus rasgos.
—¿No deseas decir tu nombre al prisionero? —preguntó Cernus al muchacho.
El apuesto joven me miró desde su asiento. Entreabrió irritado los labios.
—Soy Scormus de Ar —dijo.
Cerré los ojos y comencé a reír, porque comprendí la broma. Y todos los presentes, partidarios de Cernus, hicieron lo mismo, hasta que la sala fue un único rugido de risas. Mi campeón era Hup el Loco, y el de Cernus era el brillante y casi diría genial Scormus de Ar, el joven y fenomenal Scormus, el Jugador más inteligente de la ciudad de Ar, maestro no sólo de los Jugadores de Ar, sino también de Gor: cuatro veces había ganado la copa de oro de la Feria de las Montañas Sardar; jamás había participado en un torneo sin ocupar el primer puesto.
De pronto, Sura exclamó:
—¡Es él!
Y entonces yo también comprendí, y sentí que se me cortaba el aliento.
Scormus miró irritado a Sura, arrodillada en el suelo.
—¿Tu esclava está loca? —preguntó a Cernus.
—Por supuesto, es Scormus de Ar, estúpida esclava —gritó Cernus a Sura—. ¡Ahora, guarda silencio!
Los ojos de Sura estaban cuajados de lágrimas. Inclinó la cabeza y lloró emocionada.
Hup se acercó a Sura e inclinó su cabeza deforme sobre la cabeza de la mujer. Algunos de los presentes rieron. Sura no rechazó el grotesco consuelo que se le ofrecía. Después, todos vieron maravillados que Hup, el deforme, el enano horrible y absurdo, besaba dulcemente a Sura en la frente. Los ojos de Sura se encontraron con los de Hup. Le temblaban los hombros. Sonrió, sin dejar de llorar, e inclinó la cabeza.
—¿Qué ocurre? —preguntó Cernus.
Ahora Hup lanzó un salvaje alarido y comenzó a brincar alrededor de una esclava desnuda, una de las que habían servido las mesas. Ella lanzó un grito y huyó, y Hup suspendió la persecución y giró varias veces en el centro de la sala, hasta que aturdido fue a descansar a su asiento y lloró.
Scormus de Ar habló:
—Juguemos.
—¡Juega, loco! —gritó Cernus a Hup.
El pequeño loco brincó frente a la mesa.
—¡Juega! ¡Juega! ¡Juega! —gimió—. ¡Hup juega!
El enano aferró una pieza y la empujó.
—¡No te corresponde! —gritó Cernus—. El amarillo mueve primero.
Irritado, desdeñoso y enfurecido, Scormus adelantó un Tarnsman.
Hup levantó una pieza roja, y la estudió cuidadosamente.
—Bonita, bonita madera —rió.
—¿El loco conoce los movimientos de las piezas? —preguntó con acritud Scormus.
Algunos rieron, pero Cernus no los imitó.
—Bonita, bonita —canturreó Hup. Después puso la pieza en la intersección de cuatro casilleros.
—No —dijo irritado Filemón—, en el color… ¡así!
Ahora la atención de Hup se desvió hacia el lado de la mesa, donde había un pastel; lo miró con ojos codiciosos.
De pronto, Scormus de Ar miró con más atención a Hup. Después se encogió de hombros y movió otra pieza.
—Te toca mover —dijo Filemón.
Sin mirar el tablero, Hup tomó una pieza con sus dedos nudosos.
—Hup tiene hambre —gimió.
Uno de los guardias de Cernus le arrojó el pastel y con un grito de alegría Hup comenzó a comerlo.
Miré a Sura. Tenía la expresión radiante. Volvió los ojos hacia mí, y sonrió. Contempló los restos de la muñeca sobre el suelo, echó hacia atrás la cabeza y volvió a reír.
Tenía un hijo. Por supuesto, se llamaba Scormus de Ar, el hijo que ella había concebido con el enano Hup, en una antigua fiesta de Kajuralia. Aunque no lo había visto antes, ahora reconocí claramente al muchacho. Tenía los rasgos de Sura; el propio Cernus no lo había advertido; quizá ninguno de los que estaban allí sabía a qué atenerse. La cojera era quizá herencia de su padre deforme; por lo demás, era un muchacho espléndido, y tenía una inteligencia muy aguda; era el maravilloso Scormus, el juvenil Maestro del Juego en Ar.
Hup la había besado. Él lo sabía. ¿Quizá no era tan loco como fingía? Y Scormus de Ar, el maestro brillante y genial, era el fruto de esa unión. Yo había percibido la maravillosa inteligencia innata de Sura, su visión casi intuitiva del juego; y pensé que si Hup era el padre de un joven tan brillante como Scormus de Ar, tal vez no desconocía del todo el juego. Desvié los ojos y vi que Qualius de Ar, el Jugador ciego, sonreía levemente.
Después del segundo movimiento de Hup, Scormus de Ar miró largo rato el tablero y después volvió los ojos hacia Hup, que estaba devorando el pastel.
—Es imposible —dijo Scormus, más para sí mismo que para otros.
Finalmente, se encogió de hombros y realizó el tercer movimiento.
Hup continuaba comiendo el pastel.
—¡Mueve! —grito Cernus.
Hup pegó un salto y con migas en la boca se apoderó de una pieza amarilla y la empujó torpemente a un lado.
—No —dijo Cernus con voz tensa—, tú mueves las piezas rojas.
Obediente, Hup empezó a mover las piezas rojas del tablero.
—¡Una por vez! —gritó Cernus.
Hup se encogió, y después de mirar con timidez el tablero, empujó una pieza y se alejó corriendo.
—Mueve al azar —dijo Filemón a Scormus.
Scormus miraba el tablero.
—Quizá —dijo.
Ahora Scormus realizó su cuarto movimiento.
Hup, que correteaba de un lado para otro, fue convocado nuevamente y casi sin mirar el tablero eligió una pieza, la movió y regresó a sus correrías.
—Mueve tus Tarnsmanes— dijo Filemón a Scormus—. Cuando él coloque su Piedra del Hogar podrás ganarle en cinco movimientos.
—¿Te atreves a enseñarle a jugar a Scormus de Ar? —preguntó.
—No —dijo Filemón.
—En ese caso, cállate —dijo Scormus.
Hup regresó a la mesa, pegó un salto y después de elegir otra pieza con su puño pequeño y nudoso, la llevó al casillero siguiente.
—Te daré doscientas monedas de oro si puedes terminar el juego en diez movimientos —dijo Cernus.
—El Ubar bromea —dijo Scormus de Ar mientras estudiaba el tablero.
—No comprendo —replicó Cernus.
—Rara vez alguien engaña a Scormus de Ar. Te felicito, Ubar. Esta broma será relatada en Ar durante mil años.
—No comprendo —repitió Cernus.
—¿Sin duda reconoces —observó Scormus, mirándolo con curiosidad— la variación con los Dos Luchadores de Lanza de la Defensa del Escriba del Ubar, creada por Mitos de Cos, y utilizada por primera vez en el torneo de Tor?
Ni Cernus ni Filemón dijeron palabra. Todos guardaban silencio.
—¡Este hombre —dijo Scormus de Ar— sin duda es un maestro!
—¡Es imposible! —exclamó Cernus.
—Mi amigo Hup —dijo el ciego Qualius— puede jugar contra los Reyes Sacerdotes
—¡Derrótalo! —gritó Cernus.
—Silencio —dijo Scormus— Estoy jugando.
El juego continuó. Scormus estudiaba el tablero y movía una pieza. Hup aparecía, viniendo de un rincón del salón, saltando y brincando, resoplando y canturreando; y apenas llegaba movía una pieza. Y entonces Scormus volvía a estudiar largo rato el tablero.
Finalmente, Scormus se puso de pie. Era difícil interpretar su expresión. Demostraba irritación, pero también desconcierto y respeto. Se irguió, y para asombro de todos ofreció la mano a Hup.
—¿Qué haces? —exclamó Cernus.
—Te agradezco la oportunidad de haber jugado esta partida —dijo Scormus.
Los dos hombres, el joven y orgulloso Scormus de Ar, y el minúsculo y deforme enano, se estrecharon las manos.
—¡No comprendo! —repitió Cernus.
—Tu modificación de Dos Luchadores de Lanza en el decimosexto movimiento fue extraordinaria —dijo Scormus a Hup, sin prestar atención al Ubar de Ar—. Demasiado tarde comprendí tu plan. Una jugada brillante.
Hup inclinó la cabeza.
—No comprendo —dijo Cernus.
—He perdido —explicó Scormus.
Cernus miró el tablero. Estaba sudando. Le tembló la mano.
—¡Imposible! —gritó—. ¡Estás ganando!
La mano de Scormus inclinó el Ubar, y de ese modo renunció a continuar el juego.
Cernus se apoderó de la pieza y la enderezó.
—¡El juego no ha concluido! —gritó. Aferró de la capa a Scormus—. ¿Eres un traidor a tu Ubar? —gritó.
—No, Ubar —respondió Scormus asombrado.
—¡Juega! —gritó Cernus a Scormus—. ¡Estás ganando!
Scormus le miró, asombrado.
—Perderé la Piedra del Hogar en once jugadas.
—Imposible —murmuró Cernus, tembloroso.
—Con tu permiso, Ubar —dijo Scormus de Ar—, me retiraré.
—¡Vete! —dijo Cernus, los ojos fijos en el tablero.
—Quizá volvamos a jugar —dijo Scormus a Hup, la cabeza inclinada hacia el enano.
Hup comenzó a bailar en un pie, y a describir círculos, Scormus se volvió hacia Qualius, el Jugador ciego.
—Me marcho —dijo—. Buena suerte, Qualius de Ar.
—Buena suerte, Scormus de Ar —dijo Qualius, el rostro marcado radiante de alegría.
Scormus se volvió y miró a Hup. El enano estaba sentado en el borde del estrado, los pies colgando. Pero cuando vio que Scormus le miraba, se puso de pie.
—Buena suerte, Pequeño Maestro —dijo Scormus.
Hup no pudo contestar, pero permaneció así, de pie frente al estrado, los ojos llenos de lágrimas.
—¡Continuaré jugando y venceré! —gritó Cernus.
Scormus le miró asombrado.
Cernus movió irritado una pieza.
—¡Tarnsman de Ubar a Escriba de Ubara Cuatro!
Scormus sonrió.
—Perderás la Piedra del Hogar en once jugadas —afirmó.
Cuando ya se retiraba, Scormus miró un momento a Sura, y después se volvió y habló otra vez a Cernus.
—Una hermosa esclava —comentó.
Scormus se volvió y cojeando salió de la sala.
Vi que Hup ahora estaba cerca de Sura, y que nuevamente la besaba con dulzura en la frente.
—¡Pequeño loco! —gritó Cernus—. Hice mi jugada. ¿Cuál es la tuya?
Hup regresó a la mesa, y casi sin mirar el tablero eligió una pieza y la movió.
—Tarnsman de Ubar a Tarnsman de Ubara seis —dijo Cernus, desconcertado.
—¿Qué sentido tiene esto? —preguntó Filemón.
—No tiene sentido —contestó Cernus—. Es un loco, nada más que un loco.
Conté los movimientos, y fueron once; en el undécimo, Cernus lanzó una exclamación de cólera y de un golpe arrojó al suelo el tablero y las piezas. Hup se paseaba por la habitación, rascándose la nariz y cantando una canción tonta. En la mano sostenía una minúscula pieza de madera amarilla, la Piedra del Hogar de Cernus.
Lancé un grito de alegría, y Relio, Ho-Sorl y Sura me imitaron.
—Ahora soy libre —informé a Cernus.
Me miró colérico.
—¡Mañana serás libre —gritó— de morir en el Estadio de los Filos!
Eché hacia atrás la cabeza y reí. Podía morir, pero la venganza era dulce. Por supuesto, había sabido que Cernus no me daría la libertad, pero me complacía mucho ver desenmascarada su farsa. Se le había humillado y denunciado públicamente como un hombre incapaz de cumplir con su propia palabra.
Cernus miró a Elizabeth, encadenada a los pies del estrado. Estaba enfurecido.
—¡Entregad a esta hembra en el local de Samos de Puerto Kar! —gritó.
Los guardias se apresuraron a cumplir la orden.