13 - PORTUS LLEGA A LA CASA DE CERNUS

Observé a Phyllis Robertson ejecutando la danza del cinturón sobre pieles desplegadas entre las mesas, ante los ojos de los Guerreros de Cernus y los miembros de su personal. Al lado, Ho-Tu se metía potaje en la boca con una cuchara de cuerno. La música tenía acentos ásperos, era una melodía del Delta del Vosk. La danza del cinturón es una danza creada y difundida por las bailarinas de Puerto Kar. Como de costumbre, Cernus estaba enfrascado en un juego con Caprus, y tenía ojos únicamente para el tablero.
A medida que pasaban las semanas y se convertían en meses, yo me sentía cada vez más aprensivo e impaciente. Más de una vez había abordado personalmente a Caprus, y le había exhortado a acelerar su trabajo, o a permitirme que enviase parte de los documentos a las Montañas Sardar. Siempre había rehusado. Esas demoras me amargaban, pero poco podía hacer. Caprus no quería informarme del lugar donde se guardaban los mapas y los documentos, y yo no creía que si hacía un intento directo de robarlos y transportarlos tuviera éxito. Además, si me limitaba a robarlos, Cernus informaría a los Otros, y se trazarían diferentes planes. A medida que transcurrían los meses, yo trataba de recordar que Caprus era un agente fiel de los Reyes Sacerdotes, que el propio Misk había elogiado. Debía confiar en Caprus. Confiaría en él. Pero no podía evitar el sentimiento de cólera.
Con la cuchara, Ho-Tu señaló a Phyllis.
—No está mal —dijo.
La danza del cinturón se baila con un Guerrero. Ahora, la joven se retorcía sobre las pieles, a los pies del hombre, moviéndose como si él la hubiera golpeado con un látigo. Tenía una cuerda de seda blanca anudada a la cintura; a esa cuerda estaba unido un estrecho rectángulo de seda blanca, que tendría unos sesenta centímetros de longitud. En el cuello, un collar de esmalte blanco, con cerradura. Ya no usaba la banda de acero en el tobillo izquierdo.
—Excelente —dijo Ho-Tu, mientras dejaba la cuchara.
Ahora Phyllis Robertson yacía de espaldas, y un momento después de costado, y más tarde se volvía y rodaba, y alzaba las piernas, y se cubría el rostro con las manos como si estuviese protegiéndolo de los golpes, y el rostro mismo era una máscara de dolor y miedo.
La música cobró un ritmo más intenso.
La danza se llama así porque la cabeza de la joven nunca debe sobrepasar el nivel de la cintura del Guerrero, pero sólo los puristas se preocupan de tales refinamientos; sin embargo, cuando se ejecuta la danza es imperativo que la joven nunca se incorpore.
Ahora la música se convirtió en un gemido de rendición, y la muchacha estaba de rodillas, la cabeza inclinada, las manos en los tobillos del Guerrero, los labios en los pies del hombre.
—Sura está haciendo un buen trabajo —dijo Ho-Tu.
Estuve de acuerdo.
La danza del cinturón estaba llegando a su punto culminante, y me volví para mirar a Phyllis Robertson.
—Captura de la Piedra del Hogar —oí que Cernus decía a Caprus, quien abría las manos en un gesto de impotencia y de reconocimiento de la derrota.
A la luz de las antorchas, Phyllis Robertson estaba de rodillas, el Guerrero a su lado, sosteniéndola de la cintura. Había echado hacia atrás la cabeza, y sus manos se movían sobre los brazos del Guerrero, como si deseara apartarlo, para acercarlo después aún más, y la cabeza de Phyllis entonces tocó las pieles, y su cuerpo era un arco cruel en las manos del hombre; y después, con la cabeza inclinada, pareció que ella luchaba y que su cuerpo se enderezaba, hasta que, salvo la cabeza y los talones, descansó sobre las manos del hombre cerradas alrededor de la cintura, los brazos extendidos a ambos lados de la cabeza hasta que los dedos tocaban la piel que recubría el suelo. En este punto, con un toque de címbalos, los dos bailarines permanecieron inmóviles. Después de un instante de silencio bajo las antorchas, la música dio la nota final, con un toque potente y desgarrador de címbalos; el Guerrero la depositó sobre las pieles y los labios de la joven, con los brazos alrededor del cuello del hombre, buscaron ansiosos los labios del Guerrero. Al fin, los dos bailarines se separaron, el varón retrocedió, y Phyllis permaneció abandonada sobre las pieles, sudorosa y jadeante, la cabeza inclinada.
Vi que Sura estaba de pie detrás de las mesas. Por supuesto, no comía con el personal, porque era esclava. Yo no sabía cuánto tiempo hacía que estaba allí.
Cernus había observado el final de la danza; en efecto, su partida había concluido. Miró a Ho-Tu, que le dirigió un gesto afirmativo.
—Dadle un bizcocho —dijo Cernus.
Uno de los hombres sentados frente a las mesas le arrojó un bizcocho a Phyllis, y ella lo atrapó en el aire. Permaneció así un instante, sosteniendo el alimento en las manos, los ojos súbitamente cuajados de lágrimas; después se volvió y huyó de la habitación.
Ho-Tu se volvió hacia Sura.
—Está aprendiendo mucho —dijo.
Durante los últimos meses había pasado el tiempo entretenido en diferentes actividades. Durante la temporada de las carreras a menudo había ido a verlas, y varias veces me había encontrado con Mip, el pequeño Criador de tarns, y después a veces íbamos a comer. Varias veces habíamos salido a pasear montados cada uno en su tarn. Incluso me había enseñado distintos secretos de las carreras, un tema que aparentemente conocía muy bien, sin duda a causa de su relación con los Verdes. Asimismo, yo solía ir a los Baños, incluso después de terminadas las carreras, para comprobar si Nela estaba disponible. Había acabado por aficionarme a la pequeña y robusta nadadora, y creo que yo también le inspiraba simpatía. Por otra parte, parecía que la joven estaba al tanto de todo lo que ocurría en Ar. Los juegos de lucha a muerte entre hombres y bestias en el Estadio de los Filos terminaban hacia fines de Se´Kara, un mes después de la estación de las carreras. Asistí una sola vez a los juegos, y comprobé que este espectáculo sanguinario no me interesaba. Dicho sea en honor de los hombres de Ar, cabe señalar que las carreras despertaban el mayor interés.
No me agrada describir el carácter de los juegos, salvo en ciertos aspectos generales. En mi opinión, tienen poca belleza y mucha sangre. Se organizan encuentros entre combatientes armados o equipos de hombres. En general, los Guerreros no participan en esos juegos, y se elige a hombres de clase inferior, esclavos, criminales condenados y personas por el estilo. De todos modos, algunos se muestran muy diestros con las armas que ellos prefieren, y sin duda pueden equipararse con muchos Guerreros. Al público le agrada ver que se enfrentan diferentes tipos de armas y distintos estilos de combate. El escudo y la espada corta son quizá los más populares, pero en Gor pocas son las armas que no aparecen si se observan los juegos durante tres o cuatro días. Otro conjunto de armas popular, como en la Antigua Roma, es la red y el tridente. En ocasiones, los hombres luchan con el rostro cubierto por capuchas de hierro, y no pueden ver a su contrario. Otras veces, jóvenes esclavas tienen que luchar con otras esclavas, quizá con garras de acero aseguradas a los dedos, o varias muchachas equipadas con distintas armas se ven obligadas a luchar con un solo hombre, o con un reducido número de varones. Por supuesto, las jóvenes que sobreviven se convierten en propiedad de aquellos con quienes lucharon; y por supuesto, se sacrifica a los hombres que pierden.
Tanto los juegos como las carreras son populares en Ar, pero como ya he dicho, el hombre común de Ar prefiere mucho más las carreras. Puede señalarse que en los juegos no hay facciones. Además, como puede suponerse, los que prefieren los juegos no suelen asistir a las carreras y quienes prefieren las carreras no concurren a menudo a los juegos. Los aficionados a cada uno de estos entretenimientos, aunque quizá semejantes por el fanatismo, no suelen ser los mismos hombres. La única vez que fui a los juegos tuve la suerte de ver luchar a Murmillius. Era un hombre muy corpulento y un espadachín soberbio. Murmillius siempre combatía solo, jamás formando equipo, y de un total de ciento quince combates, jamás perdió uno. Nadie sabía si inicialmente había sido esclavo, pero en todo caso seguramente había conquistado muchas veces su libertad; de todos modos, Murmillius era un enigma en Ar, y parecía conocerse poco de su persona. Tenía una actitud extraña a juicio de los espectadores. Por una parte, jamás mataba a su contrario, aunque éste a menudo ya no podía volver a luchar. La tarde que yo le vi, la multitud exigía la muerte del antagonista derrotado, que yacía cubierto de sangre sobre la arena, pidiendo compasión; y Murmillius había alzado la espada como dispuesto a matar al hombre, pero después había echado hacia atrás la cabeza y había reído; así, volvió a envainar la espada y salió de la arena; la multitud se mostró atónita y después se enfureció, pero cuando Murmillius se detuvo poco antes de la salida, y se volvió para mirar a la gente, todos se pusieron de pie y proclamaron su nombre y lo ovacionaron estruendosamente. Tampoco se conocía el rostro de Murmillius porque jamás, ni siquiera cuando la turba emitía sus clamores más estrepitosos, este hombre aceptaba quitarse el gran yelmo que disimulaba sus rasgos; y era probable que hasta el día en que muriese sobre la arena blanca, Murmillius continuara siendo desconocido para los habitantes de Ar.
Aunque ya hacía varios meses que había salido de la casa, Claudia Tentius Hinrabian había sido mantenida más de dos meses en la celda destinada a los prisioneros especiales. Durante este período le habían afeitado varias veces la cabeza. En general, se le permitía vestir lujosas túnicas, pero se le habían prohibido la capucha y el velo. Durante este período, jamás se le quitaban los brazaletes y las cadenas de las muñecas. Y si le quitaban los brazaletes para bañarla o lavarla, se le aplicaba una tobillera de acero, de modo que jamás su cuerpo estuviese completamente libre de los signos de la esclavitud; todas las noches, cinco hermosas esclavas de largos cabellos acudían a su celda para bañarla y perfumarla, y prepararla para el amor. Por orden de Cernus, estas jóvenes se mostraban muy respetuosas, salvo que se divertían constantemente a costa de la prisionera, y se burlaban de la cabeza afeitada y reían y bromeaban entre ellas. Cuatro veces Claudia había intentado matar a una de las jóvenes, pero las otras habían logrado impedírselo; y la prisionera debía soportar el baño y la aplicación de los perfumes; una vez concluida la operación, las jóvenes servidoras le aplicaban sobre la cabeza una capucha de esclava, y la Hinrabian, desnuda, perfumada, encapuchada y encadenada, debía esperar al hombre para quien la habían preparado. Después de dos meses de este tratamiento, Cernus, quizá porque se había cansado del cuerpo de la prisionera, o porque creía que ya estaba preparada, y que había alcanzado la culminación de sus odios y sufrimientos, ordenó que la enviasen a Tor, donde según oí decir le pusieron un collar, la marcaron y la vendieron en subasta pública durante la Novena Mano de Pasaje, la que precedía al solsticio de invierno. Se creía que probablemente regresaría a Ar al cabo de dos meses. La venta no había sido clandestina, y era improbable que ella no pudiera convencer a su amo de que pertenecía a una elevada familia de Ar, y de que podía obtener por su persona un elevado rescate. Si el amo en cuestión no aceptaba la historia, uno de los agentes de Cernus realizaría una buena oferta por la joven, fingiendo que estaba convencido de su identidad, y devolviéndola sin demora a Ar. Por supuesto, era mejor que el amo, probablemente ignorante de la intriga, se ocupase por sí mismo del asunto.
Durante este período me parecía que el tiempo pasaba con increíble lentitud. Ar está en el hemisferio septentrional de Gor; se encuentra en una latitud relativamente templada; las largas y frías lluvias del invierno, la oscuridad de los días, las nieves ocasionales, que se convertían en oscura ventisca que cubría las calles, eran otros tantos factores que me deprimían. A medida que pasaban los días me irritaba cada vez más el correr del tiempo. Hablé de nuevo con Caprus, pero este hombre, que ahora estaba irritado, confirmó su posición, y rehusó volver a hablar conmigo.
A veces, para matar el tiempo, observaba la instrucción de las jóvenes.
La sala de instrucción de Sura está al lado de su habitación privada, que hubiera podido ser la de una mujer libre, salvo que la gruesa puerta se cerraba sólo por fuera, y que al decimoctavo toque se convertía en una celda.
La sala de instrucción tenía suelo de madera; un sector estaba cubierto de arena; contra una pared había varios arcones con vestidos, cosméticos y diferentes cadenas, pues las jóvenes deben aprender a usarlas con elegancia; con ellas se bailan ciertas danzas. A un lado, una serie de esteras para los músicos, casi siempre presentes en las sesiones, pues incluso los ejercicios de las jóvenes, cuidadosamente seleccionados y ejecutados a menudo, se realizan al compás de la música; contra una pared había varias barras utilizadas para practicar ejercicios. Cerca de los arcones había varias esteras plegadas y pilas de pieles para hacer el amor. Una pared entera de la habitación, la de la izquierda, que miraba al frente, era un espejo. Como puede suponerse, se trataba de un espejo que era transparente de un lado. Los miembros de la casa podían observar la instrucción sin ser vistos. Yo mismo lo usé varias veces, pero en otras ocasiones, a veces solo y a veces con acompañantes, entraba en la sala y me sentaba al fondo. Sura veía con buenos ojos la presencia de hombres, porque deseaba que las jóvenes sintieran su presencia y su interés.
Varios hombres, entre ellos yo mismo, visitaban a menudo la sala de instrucción. Durante los dos últimos meses había advertido la presencia de dos jóvenes Guerreros; eran guardias incorporados recientemente al personal de la casa. Se llamaban Relio y Ho-Sorl. Parecían jóvenes simpáticos y capaces, un tanto superiores al término medio de los hombres del personal de Cernus. Imaginé que habían sucumbido a la tentación del oro, pues los traficantes de esclavos pagan bien las espadas mercenarias. Digamos de pasada que durante el último mes había aumentado el personal, sobre todo a causa del creciente número de esclavos procesados por la casa, pero quizá también en parte como preparación para la siguiente primavera, que es la temporada de más trabajo en la Calle de las Marcas, porque después del invierno las incursiones de captura son más frecuentes y los compradores desean celebrar el Año Nuevo agregando una joven o dos a su hogar. Por otra parte, el período individual para la venta de esclavos está representado por los cinco días de la Quinta Mano de Pasaje, a fines del verano, llamada también la Fiesta del Amor. Sabía que Cernus pensaba vender a Elizabeth y a las dos jóvenes restantes precisamente durante esa fiesta. Se cree que es buena suerte comprar una joven durante dicha festividad, y por eso los precios tienden a ser elevados. Pero yo abrigaba la esperanza de que mucho antes de que llegase ese momento Elizabeth, Caprus y yo habríamos abandonado la casa.
El entrenamiento de una esclava, como el de un animal, tiende a ser una tarea pesada, que exige paciencia, tiempo, criterio y severidad. Sura poseía en abundancia estas cualidades. Muchas noches, sobre todo al comienzo, Elizabeth regresaba a mis habitaciones, y Virginia y Phyllis a sus celdas, llorando a lágrima viva, doloridas a causa de la barra, y convencidas de que jamás podrían complacer a su dura maestra. Después realizaban algunos progresos y se veían recompensadas por una palabra amable, y descubrían que no podían dejar de recibirla con alegría. Las técnicas usadas eran transparentes, y las jóvenes sabían lo que estaban haciendo con ellas, pero pese a toda su cólera no podían dejar de reaccionar como lo hacían.
Durante las horas que Virginia y Phyllis no dedicaban a la instrucción, sobre todo al comienzo, practicaban intensamente el goreano. En cambio, Elizabeth solía ayudar a Caprus en su oficina. Después, una vez que las muchachas alcanzaron cierto conocimiento de goreano, se les permitió concurrir a los baños de la casa, y gozaron de libertad para recorrer el edificio, pese a que debían volver a las celdas cuando se oía el decimoctavo toque. Elizabeth era la única que, por así decirlo, tenía su propio aposento; por eso, siempre que era posible, las tres jóvenes acudían a la habitación, para tener un momento de intimidad. Durante esas ocasiones conversaban lo mejor posible en goreano; Elizabeth les enseñaba; no les permitía enterarse de que ella hablaba inglés. En estos casos, era frecuente que yo abandonase el aposento; pero a veces permanecía allí un rato. Elizabeth conseguía que no me temiesen, y las inducía a creer que ella me había servido tan bien que en cierta medida había conquistado mi afecto. Creo que la propia Elizabeth no sabía hasta qué punto lo que estaba diciendo era verdad.
Cierta vez Virginia estaba en nuestro aposento, con Elizabeth y Phyllis, y me miró con una expresión tímida, y preguntó si yo conocía el nombre del guardia rubio, el de los ojos azules, que a veces venía a observar la instrucción.
—Relio —dije.
—¡Oh! —exclamó la joven e inclinó la cabeza.
—El hombre que suele acompañarle —aclaré— es Ho-Sorl.
—¿El feo? —preguntó Phyllis—. ¿El de cabellos negros y la cicatriz en la mejilla?
—No creo que sea feo —dije—, pero me parece que te refieres al mismo hombre. En efecto, tiene los cabellos negros y una cicatriz en la mejilla.
—Le conozco —dijo Phyllis—. No me quita los ojos de encima. Le detesto.
—Me pareció —dijo Elizabeth— que esta mañana bailabas para él.
—¡De ningún modo! —exclamó Phyllis.
—Y ayer —insistió riendo Elizabeth—, cuando Sura le pidió que se adelantase, de modo que una de nosotras le diera el Primer Beso de la Esclava Cautiva, tú fuiste la primera en incorporarte.
—Jamás vi a nadie moverse tan rápido —comentó Virginia.
—¡No es cierto! —gritó Phyllis—. ¡No es cierto!
—Quizá te compre —sugirió Elizabeth.
—¡No! —gritó Phyllis.
—¿Crees que nos venderán en el Curúleo? —me preguntó Virginia.
—Creo que es el plan de Cernus —dije.
—Me pregunto —dijo Virginia— si una persona como Relio me comprará.
—Quizá lo haga —dijo Elizabeth.
Con gran sorpresa por mi parte muchos aspectos de la instrucción de la esclava se relacionaban con asuntos relativamente domésticos. Por ejemplo, la esclava de placer educada por una buena empresa debe dominar también las obligaciones asignadas usualmente a las esclavas de la torre. Por lo tanto, deben cortar y coser lienzos, lavar ropas y limpiar diferentes tipos de materiales y superficies, así como preparar distintos alimentos, desde los sencillos manjares de los guerreros hasta combinaciones tan exóticas que son casi incomibles.
Por otra parte, algo que me satisfizo mucho fue que enseñaron a Elizabeth gran número de cosas que a mi juicio eran más apropiadas para la instrucción de las esclavas, entre ellas un elevado número de besos y caricias. La mera enumeración del repertorio, que en teoría le permitían suscitar placeres exquisitos en todos los hombres, desde un Ubar a un campesino, es tan compleja y extensa que no podemos incluirla aquí. De todos modos, creo que no olvidaré nada de todo eso. Durante estos meses en la Casa de Cernus mis propias obligaciones no fueron muy pesadas y consistían en poco más que acompañar a Cernus en las ocasiones que abandonaba la casa como miembro de su guardia; en la ciudad, Cernus viajaba en una litera, sostenida por los hombros de ocho servidores. Era una litera cerrada, y bajo las telas azul y amarilla que la cubrían, la estructura estaba formada por placas metálicas.
La noche que Phyllis Robertson bailó la danza del cinturón mientras cenábamos en el salón de Cernus, fue el último día de la Undécima Mano de Pasaje, aproximadamente un mes antes del Año Nuevo goreano, a su vez el primer día del mes de En´Kara. La instrucción de las jóvenes prácticamente había terminado. Muchas casas sin duda las habrían ofrecido en venta sin pérdida de tiempo, pero yo había oído decir que Cernus las reservaba para la Fiesta del Amor, celebrada a fines del verano. Había diferentes razones por las cuales Cernus postergaba la venta. La más evidente estaba representada por los excelentes precios que se obtienen durante la Fiesta del Amor. Pero quizá era aún más importante el hecho de que él había estado difundiendo rumores por toda la ciudad acerca de la conveniencia de adquirir bárbaras instruidas; tenía varias disponibles, entre ellas las que habían llegado a Gor con Virginia y Phyllis, algunas transportadas en cargamentos anteriores y que no se habían vendido inmediatamente, y el elevado número que había llegado en viajes ulteriores a las Voltai, en la nave de los traficantes. A veces, pero no siempre, había acompañado a Cernus en estas misiones; de acuerdo con lo que sabía, una u otra de las naves negras había llegado siete veces al punto de las citas, después de la que yo había visto la primera vez; en resumen, la Casa de Cernus tenía ahora más de ciento cincuenta bárbaras en proceso de instrucción, bajo la guía de diferentes esclavas de pasión; entendí que los informes de Sura y Ho-Tu acerca de los progresos del primer grupo, el que formaban Elizabeth, Virginia y Phyllis, habían sido muy alentadores.
Recuerdo un incidente digno de mención la noche que Phyllis ejecutó la danza del cinturón.
Era bastante tarde, pero Cernus había permanecido mucho tiempo a la mesa, jugando una partida tras otra con el Escriba Caprus.
De pronto alzó la cabeza y escuchó. Fuera, en el aire, oímos el batir de muchas alas; eran los tarnsmanes en vuelo. Cernus sonrió y regresó a su juego. Más tarde, oímos el paso de hombres marchando en las calles, y el golpeteo metálico de las armas. Cernus escuchó y de nuevo se enfrascó en su juego, pocos minutos más tarde oímos gritos y carreras. De nuevo Cernus escuchó y sonrió, y volvió los ojos al tablero.
La puerta del salón se abrió bruscamente y entraron dos guardias, seguidos por otros dos. Los dos primeros traían a un hombre corpulento, los ojos desorbitados, las manos extendidas hacia Cernus. Aunque vestía la túnica de los Metalistas, sin duda no pertenecía a esa casta.
—¡Portus! —murmuró Ho-Tu.
Por supuesto, yo también le reconocí.
—¡Santuario de Casta! —gritó Portus, liberándose de los guardias y avanzando a tropezones para caer de rodillas frente al tablero de madera donde estaba la mesa de Cernus.
Cernus no apartó los ojos del tablero.
—¡Santuario de Casta! —gritó Portus.
Los traficantes de esclavos pertenecen a la Casta de los Mercaderes, aunque a causa de sus mercancías y sus prácticas visten diferentes atuendos. De todos modos, si uno pide el santuario de la casta, sin duda lo solicitará a otro traficante, y no a los Mercaderes comunes. Muchos traficantes creen que ellos mismos forman una casta independiente. Sin embargo, la ley goreana no lo considera así.
—¡Santuario de Casta! —pidió de nuevo Portus, de rodillas ante la mesa de Cernus.
—No perturbes el juego —dijo Caprus a Portus.
Me parecía increíble que Portus hubiese llegado a la Casa de Cernus, pues existía mucha enemistad entre las dos empresas. No dudaba que esta visita era el último recurso en una terrible serie de acontecimientos. De hecho, Portus se ponía a merced de Cernus, y reclamaba el santuario de la casta.
—¡Me quitaron las propiedades! —gritó Portus—. Tú no tienes nada que temer. ¡Ya no tengo servidores! ¡Ni oro! ¡Sólo las ropas que llevo puestas! ¡Tarnsmanes! ¡Soldados! ¡Los hombres de la calle me atacaron! Apenas conseguí salvar la vida. ¡El estado ha confiscado mi casa! ¡No soy nada! ¡No soy nada!
Cernus meditaba su próximo movimiento, el mentón apoyado en los puños.
—¡Santuario de Casta! —gimió Portus—. ¡Te ruego me concedas el Santuario de Casta! ¡Te lo ruego!
La mano de Cernus se movió como si pensara mover su Ubar, pero casi enseguida la retiró. Caprus se había inclinado hacia delante, expectante.
—En Ar sólo tú puedes protegerme —gritó Portus—. ¡Te entrego el comercio de Ar! ¡Sólo quiero mi vida! ¡Santuario de Casta! ¡Santuario de Casta!
Cernus sonrió a Caprus y después, inesperadamente, como si se tratara de una broma, colocó su Primer Tarnsman en Escriba Dos de Ubara.
Caprus estudió el tablero un momento y después, con una sonrisa exasperada, inclinó su propio Ubar, en una muda confesión de derrota.
Ahora, mientras Caprus volvía a ordenar las piezas del juego, Cernus miró a Portus.
—Fui tu enemigo —dijo Portus—. Pero ahora no soy nada. Sólo un hermano de casta… te pido el Santuario de Casta.
Caprus apartó los ojos del tablero y miró a Portus.
—¿Cuál ha sido tu delito? —preguntó.
Portus se frotó las manos y movió espasmódicamente la cabeza.
—No lo sé —gritó—. ¡No lo sé! ¡Pido el Santuario de Casta!
—Que le apliquen cadenas —dijo Cernus—, y le lleven al cilindro de Minus Tentius Hinrabian.
Portus pidió piedad mientras dos guardias le arrastraban.
Cernus se puso de pie y se preparó para salir. Me miró y sonrió.
—Hacia fines de En´Var —dijo—, matador, yo seré Ubar de Ar.
Se alejó de la mesa.
Ho-Tu y yo nos miramos, el uno tan asombrado como el otro.

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