7-DESAYUNO

Cuando regresé a mi estancia, era la octava hora goreana, Elizabeth Cardwell, a quien liberé de sus ataduras, por supuesto estaba de muy mal humor. En efecto, la encontré exactamente en el lugar en que la había dejado, si bien había conseguido acostarse sobre las piedras y dormir un poco durante la noche.
—No parece conveniente —le informé— que te demuestre particular consideración en presencia de Ho-Tu, Maestro Guardián.
—Imagino que así es —rezongó Elizabeth, mientras se ponía la túnica de la esclava y se frotaba las muñecas y los tobillos—. En el futuro recomiendo que cuando sea necesario impresionar a alguien te limites a darme unos golpes con el látigo.
—Es una idea —reconocí.
Me miró sombría.
—Mis nudos son mucho mejores que los tuyos —dijo.
Reí y la abracé.
—¡Perversa! —exclamé.
—Es cierto —insistió, irritada, debatiéndose.
La besé.
—Sí —dije—, es cierto… En efecto, tus nudos son mucho mejores que los míos.
Me miró y sonrió, un poco ablandada.
—¿Sabes qué hora es? —preguntó.
—No —reconocí.
—Entonces, te recordaré que ya son más de las ocho y que no he comido nada desde ayer por la mañana. Si no estoy a la hora en el comedero de las mujeres perderé el desayuno. ¡No puedo ir como tú a la cocina y sencillamente pedir que me preparen huevos! —Se volvió, y caminó deprisa por el corredor.
Al rato regresó satisfecha y contenta; se la veía mucho más animosa.
—¿Te gustó la espera? —preguntó.
—Me parece —dije— que te demoraste bastante en tu desayuno.
—El potaje que nos dieron esta mañana —contestó Elizabeth— era sencillamente maravilloso.
Cerré la puerta y apliqué las vigas.
—Ahora —dijo Elizabeth— parece que estoy en dificultades.
—Así es —confirmé.
—Pregunté, pero no pude saber cuándo comenzará mi instrucción.
—Ah.
—Por lo que oí decir, habrá también otras jóvenes.
—Probablemente —dije—. Sería perder el tiempo instruir a las jóvenes individualmente.
No mencioné a las muchachas que había visto la noche anterior. Suponía que como no hablaban goreano, no se las incorporaría al curso de instrucción. Por lo que sabía, las jóvenes de la Tierra generalmente se vendían a precios inferiores porque las consideraban bárbaras e incultas. Por otra parte, ciertamente no era imposible que las muchachas transportadas la víspera, o algunas de ellas, acabaran reuniéndose con Elizabeth y que en ese proceso se les enseñase goreano. El hecho de que la instrucción de Elizabeth no comenzara inmediatamente sugería algo en ese sentido.
—Esta noche —dijo Elizabeth—, después del decimosexto toque, debo presentarme ante el herrero.
—Creo —dije— que la pequeña esclava tuchuk volverá a usar el anillo en la nariz.
—¿Te gustó? —preguntó Elizabeth.
—Mucho —dije.
—Después de un tiempo también a mí me complació.
—Esta vez probablemente no sufrirás mucho cuando te apliquen el anillo.
—No —dijo ella—, no creo que sufra mucho. —Se arrodilló en la habitación, con los gestos naturales y desenvueltos de una joven goreana— ¿Qué supiste anoche de la Casa de Cernus?
—Te lo diré —dije, y me acerqué a ella y me senté en el suelo con las piernas cruzadas.
—Por mi parte —observó— supe muy poco —me miró—. Estaba atada de pies y manos.
—En efecto —reconocí—. Pero vi algunas cosas interesantes para ambos.
Después expliqué detalladamente a Elizabeth lo que había visto y aprendido la noche anterior. Se mostró intrigada y al mismo tiempo temerosa cuando mencioné a la bestia, y apenada cuando hablé de las jóvenes traídas de la Tierra para venderlas como esclavas de la Casa de Cernus.
—¿Cuál es nuestro próximo paso? —preguntó.
—Saber más de la Casa de Cernus —dije—. ¿Has explorado esta residencia?
—Conozco bastante bien ciertas áreas —dijo—. Además, puedo obtener de Caprus un pase que me permitirá visitar la mayoría de los lugares.
—¿Pero ciertos lugares están prohibidos?
—Sí —dijo—. Pienso realizar algunas exploraciones. En primer lugar, es necesario saber qué sectores de la casa están abiertos a todos. Imagino que tú puedes entrar en muchos lugares que me están vedados. Por otra parte, en la oficina de Caprus podré ver archivos a los cuales tú no tienes acceso. Estoy segura de que Ho-Tu de buena gana te guiaría. De ese modo, conocerás bien la casa, y al mismo tiempo conseguirás que te señalen, de forma indirecta, los lugares prohibidos.
Medité un momento.
—Sí —dije—, es un excelente plan. Es sencillo, natural, engañoso y probablemente tendrá éxito.
—Cuando he tomado un buen desayuno —dijo Elizabeth—, me siento bastante astuta.
—Muy cierto —reconocí—. Pero tampoco eres del todo mala antes del desayuno.
—Pero —insistió sonriendo— creo que comprobarás que después del desayuno soy extraordinaria.
Se inclinó hacia mí, y apoyó un dedo en mi hombro —Pero yo aún no he tomado el desayuno —dije.
—¡Oh!
—Muéstrame dónde come la gente importante —dije.
—Piensas únicamente en la comida.
—No siempre es el único tema que me preocupa —le aclaré.
—Es cierto —reconoció Elizabeth.
Me llevó a una habitación contigua a una cocina, en el tercer piso del cilindro. Allí estaban varios hombres, la mayoría Guerreros, y también miembros del personal, un Operario Metalúrgico, dos Panaderos y un par de Escribas. Las mesas estaban separadas y eran pequeñas. Me senté frente a una de ellas, y Elizabeth se arrodilló detrás de mí, a la izquierda.
Irguió la cabeza, y olió el aire. Yo hice lo mismo, y apenas podía creer en el testimonio de mi olfato. Me miró, y la miré.
Una esclava de túnica y collar blancos, descalza, se acercó a la mesa y se arrodilló.
—¿Qué es eso que huelo? —pregunté.
—Vino negro —dijo la joven—, de las montañas de Thentis.
Había oído hablar del vino negro, pero jamás lo había probado. Se bebe en Thentis, pero nunca supe que lo consumieran en otras ciudades.
—Trae dos cuencos —dije.
—¿Dos? —preguntó la joven.
—La esclava —dije, y señalé a Elizabeth— lo probará primero.
—Por supuesto, amo —dijo la muchacha.
—Y pon algunos panes al fuego —dije—, y miel, y huevos de vulos, y carne frita de tark, y un poco de fruta turiana.
La joven asintió, se incorporó y después de dar media vuelta volvió a la cocina.
—Oí decir —expliqué a Elizabeth— que el vino negro se sirve caliente.
—Increíble —sonrió Elizabeth.
Poco después aparecieron dos cuencos humeantes, que fueron depositados sobre la mesa.
Tomé uno de los gruesos y pesados cuencos de arcilla. Como nadie miraba, brindamos en silencio, y nos los llevamos a los labios.
Era una bebida muy fuerte y amarga, aunque caliente; pero no cabía la menor duda: era café.
Compartí el desayuno con Elizabeth, que me informó que la comida era más sabrosa que el potaje que ofrecían en los comederos de las esclavas.
—Envidio a los hombres libres —dijo Elizabeth—. La próxima vez tú serás el esclavo y yo la Asesina.
—En realidad —contesté a Elizabeth—, es una situación muy extraña. Thentis no vende los granos que sirven para fabricar el vino negro. Hace unos años oí decir en Ar que se había cambiado una copa de vino negro por ochenta piezas de plata. Incluso en Thentis, el vino negro suele consumirse únicamente en los hogares de la casta alta.
—¿Quizá viene de la Tierra? —preguntó Elizabeth.
—Es indudable que inicialmente los granos fueron traídos de la Tierra, lo mismo que otras semillas, los gusanos de seda y otras cosas por el estilo; pero dudo mucho que la nave que vi anoche tuviese en su bodega algo tan trivial como los granos del vino negro.
—Probablemente estás en lo cierto —dijo Elizabeth, y bebió otro sorbo, los ojos cerrados. Después de terminar el desayuno regresamos al compartimento, donde desaté mi nudo con el cual había cerrado la puerta.
—¿Cuándo tienes que presentarte a Caprus? —pregunté.
—Es uno de los nuestros —contestó—. No me impone un horario rígido, y me permite salir de la casa cuando lo deseo. De todos modos, creo que de tanto en tanto debo comparecer ante él.
—¿Tiene otros ayudantes? —pregunté.
—Dirige a varios Escribas —dijo Elizabeth—, pero no trabajan en la misma habitación. También hay otras jóvenes, pero Caprus es tolerante, y vamos y venimos como queremos. —Me miró—. Si no me presento regularmente ante él, creerá que me detuvieron.
—Comprendo.
—Estuviste levantado toda la noche —dijo Elizabeth—, seguramente estás cansado.
—Sí —contesté, y me acosté sobre las pieles.
—Pobre amo —dijo, y me acarició el cuello con un dedo. Rodé sobre mí mismo y la abracé.
Después que nos besamos me aparté un poco y me dormí, y Elizabeth puso en orden la estancia y después salió a las oficinas de Caprus. Ató el nudo del lado externo de la puerta. Dormí largo rato, y ella entró en la habitación más de una vez. Finalmente, alrededor de la decimoséptima hora regresó, puso las vigas y se acostó a mi lado, la cabeza apoyada en mi hombro.
Vi que ahora tenía en la nariz el minúsculo y fino anillo de oro de la mujer tuchuk.

No hay comentarios:

Publicar un comentario