17 - EL CURÚLEO


La venta de Elizabeth Cardwell, Virginia Kent y Phyllis Robertson, así como la de otras bárbaras presentadas por Cernus, no se realizó la primera noche de la Fiesta del Amor, si bien se las había transportado a las jaulas del Curúleo a primera hora del día de la inauguración.
Cernus, que percibía el estado de ánimo y la curiosidad de la multitud, había decidido que la turba esperase las grandes sorpresas —más de un centenar—, cuyas imaginarias cualidades de belleza y habilidad, realzadas por la aureola misteriosa del origen bárbaro, durante meses habían sido objeto de muchos rumores y entusiastas especulaciones.
En general, la tarde del cuarto día es la culminación desde el punto de vista de las ventas de esclavas. El quinto día se celebran carreras y juegos especiales, que para muchos goreanos son la culminación apropiada de la festividad. La tarde del cuarto día de la Fiesta del Amor, Cernus decidió presentar a los compradores no sólo a Elizabeth Cardwell, Virginia Kent y Phyllis Robertson, sino a las restantes jóvenes bárbaras secuestradas en la Tierra.
Encapuchado, una cadena sujeta a mi cuello, las muñecas aprisionadas por brazaletes de acero, yo marchaba a tropezones detrás de un carro, al que se había fijado la cadena que colgaba de mi cuello. En el asiento del carro estaban el conductor y el Escriba a quien yo había conocido como Caprus, y cuyo nombre real era Filemón de Tyros. Pude enterarme que había sido miembro del personal de Caprus, el agente de los Reyes Sacerdotes, hasta que el auténtico Escriba había desaparecido, presumiblemente porque había desagradado a Cernus. Fue entonces cuando Filemón de Tyros ocupó el cargo y asumió las obligaciones de Caprus.
A veces me golpeaba una piedra o recibía un latigazo, o alguien me empujaba como broma.
Sabía que nos dirigiríamos al Curúleo.
Imaginé que en ese mismo instante Elizabeth Cardwell se sentía complacida y entusiasmada.
Cuando una joven llega al Curúleo, tiene anotado en el cuello un número. Elizabeth, Virginia y Phyllis tenían el mismo número porque formaban un lote. Los documentos de la mayoría de las jóvenes habían sido enviados días antes al personal del Curúleo, que comprobaba su autenticidad y actualizaba algunos endosos.
—Hemos llegado al Curúleo —oí decir a Filemón de Tyros, y las palabras sonaron lejanas, amortiguadas por la capucha.
El carro se detuvo, y sentí que la pesada cadena tiraba de mi collar.
Oí que retiraban mi cadena de la parte trasera del carro. De un tirón me incorporaron, y avanzando a tropezones entre mis guardias, crucé la calle y pasé por una pequeña puerta de los fondos del edificio. Una vez dentro me quitaron la capucha y entonces vi alrededor un círculo de guardias a quienes divertía mucho mi aspecto. Moví inútilmente las muñecas para aflojar el apretón del acero: sentí en la espalda la punta de una espada corta.
—Por aquí —dijo Filemón.
Ahora, siguiendo a Filemón, rodeado por los guardias, uno de los cuales sostenía mi pesada correa, entramos por el fondo del Curúleo, el mismo lugar adonde llegan los cargamentos humanos; era probable que Elizabeth, Virginia y Phyllis hubieran entrado por allí pocos días antes. Pasamos frente a una hilera de mesas y de varias habitaciones donde podían realizarse exámenes médicos; también había instalaciones para lavar a los prisioneros; aquí y allá vi el despacho de un funcionario del mercado: también había habitaciones donde se depositaban sedas, cosméticos, frascos de perfume, cadenas y cosas por el estilo. En el Curúleo las ventas se organizan con mucho cuidado y se presta considerable atención a aspectos como la variedad y la necesidad de atraer la atención de los compradores. No vi mercadería mientras atravesamos las habitaciones del fondo del Curúleo; en general, antes de la venta se mantiene a las jóvenes en celdas especiales, bien iluminadas, en el primer subsuelo; pero poco después mi grupo pasó frente a las jaulas de exposición, que son accesibles al público; ahora estas jaulas estaban vacías; se las usa a determinada hora del día para exhibir la mercadería que se venderá esa noche; el público puede entrar libremente a este sector, pero después de cierta hora los clientes tienen que retirarse porque hay que preparar a las muchachas para la venta de la noche. Las celdas y los corredores que las separan están alfombrados; los barrotes dejan amplios espacios; en las celdas hay almohadones y sedas, y un cartel colgado a la entrada indica el número de la esclava y la fecha de venta; en las celdas, las jóvenes están desnudas; más aún, es obligatorio mostrarlas como son, sin ningún maquillaje; la única excepción es el uso del perfume. Incluso se eliminan los collares, no sea que se los utilice para disimular una cicatriz o una mancha. Se lava, cepilla y peina a la muchacha, y se la deja en la jaula, donde el interesado puede examinarla detenidamente. También se exige a la esclava que, obedeciendo a una orden, camine y adopte ciertas posturas, o de cualquier otro modo demuestre las cualidades que la adornan.
Imaginaba que ahora Elizabeth, Virginia y Phyllis estaban en las celdas de exposición; después serían trasladadas con el resto al túnel que conduce al estrado, en el centro del estadio. Para eso se las adornaba, maquillaba y vestía. Cada una de estas celdas se comunicaba con las que están a izquierda y a derecha; cuando comienza la venta, el lote va recorriendo las sucesivas celdas, hasta que llega a la primera, que se comunica directamente con el estrado. A medida que se despacha un lote, se convoca a los siguientes que esperan en el subsuelo, y se los prepara para subir al estrado.
—Por aquí —dijo Filemón.
Filemón avanzó hacia el palco de Cernus, el más espacioso e impresionante del anfiteatro, protegido detrás y a los costados por pesadas láminas de madera; me obligaron a arrodillarme en el suelo. Después aseguraron mi cadena a un grueso anillo empotrado al lado de la silla.
Filemón me miró con sus ojos hundidos y sonrió. Curvó los labios finos y agrios.
—Cernus no llegará antes del comienzo de las ventas —dijo—, de modo que tendremos que esperar.
No contesté.
—Ponedle la capucha —ordenó Filemón.
Encapuchado, con las muñecas sujetas por las manillas de acero, el cuello asegurado a la silla de mi enemigo, permanecí arrodillado quizás unos dos ahns. Durante ese lapso percibí ruidos, el movimiento de hombres, mientras el anfiteatro se llenaba. Pensé en Elizabeth, Virginia y Phyllis, a quienes estaban preparando en las celdas. Sentía cólera y dolor; cólera por el sesgo de los acontecimientos, la habilidad de mis enemigos, mis propios fracasos y pena por Elizabeth y las dos jóvenes. Sobre todo por Elizabeth, porque sus esperanzas se verían cruelmente frustradas.
Oí movimientos muy cerca, y adiviné que Cernus había llegado.
Unos momentos después oí su voz.
—Quitadle la capucha a ese estúpido —dijo.
Me quitaron la capucha, y agradecido respiré el aire más puro y fresco.
Cernus ocupaba su silla, y me miraba sonriendo. Al lado estaba de pie un hombre con tenazas y un cuchillo curvo.
—No alces la voz durante la venta —dijo Cernus— o te cortarán la lengua.
Miré hacia el estrado donde se realizaba la subasta, sin hablar.
Examiné el interior del anfiteatro. Ahora estaba ocupado por los diferentes colores de las castas de Gor. Incluso los corredores y los pasillos estaban colmados de hombres, y entre ellos había algunas mujeres libres. No sabía con certeza cuál era la capacidad del anfiteatro, pero imaginaba que podía admitir aproximadamente de cuatro a seis mil personas.
El público continuaba afluyendo al anfiteatro. Varios esclavos abrieron ventanas de metal en el techo, que formaba una bóveda, y en las paredes curvas; me llegó un hálito de aire fresco; alcancé a ver las estrellas del oscuro cielo goreano, pero no vi ninguna de las lunas.
—Pronto comenzará —dijo Cernus, que se volvió hacia mí. No me digné contestarle, y él sonrió.
De pronto, la multitud se aquietó. Las luces del anfiteatro se amortiguaron hasta apagarse, y otro juego de luces se encendió de pronto e iluminó el estrado entre los gritos de la multitud.
Se oyó el súbito chasquido de un látigo y la multitud se puso de pie porque la venta había comenzado.
Una muchacha, vestida únicamente con una breve túnica gris, apareció corriendo, como si huyera, y entre sollozos describió varios círculos, las manos extendidas hacia la multitud; la música acompañaba estos movimientos. Corría primero hacia un extremo y después hacia el otro, representando las actitudes frenéticas de la esclava que huye. Un instante después apareció un hombre musculoso de corta túnica azul y amarilla. Era el rematador, y sostenía en la mano una fina barra de esclavos. Al verlo, la muchacha se volvió para reanudar la fuga, y como no tenía adónde ir cayó de rodillas, sollozando, en el centro del estrado. Allí el hombre le arrancó la túnica y ella se incorporó de un salto, riendo, los brazos abiertos hacia la multitud, entre los gritos de alegría y aliento del público.
Ahora el rematador resumió hábilmente los méritos de la joven.
—Se llama Verbina —dijo—, y teme tanto al hombre que prefiere huir, a riesgo de afrontar la muerte y la tortura. ¡Es Seda Blanca y nunca fue poseída, pero está preparada para soportar la cadena del amo que la use como bien lo merece! —La multitud rugió alegremente, complacida por las palabras del rematador. Verbina fue vendida a un joven Guerrero por siete piezas de oro. Un precio excelente en condiciones relativamente normales, pues una mujer muy bella de casta alta se vende por unas treinta piezas de oro, aunque algunas llegan a cuarenta y en ciertos casos a cincuenta.
El lote siguiente estaba formado por dos esclavas cubiertas con pieles de pantera, y encadenadas por el cuello. Subieron al estrado a fuerza de látigo, y tuvieron que arrodillarse en el centro del tablado. Estas jóvenes procedían de los bosques septentrionales, guarida de bandidos y extrañas bestias, que se extienden al norte y al este de Ko-ro-ba; son bosques densos y muy hermosos, que cubren centenares de miles de pasangs cuadrados. En definitiva, la pareja fue vendida a un coleccionista por diez monedas de oro; pensé que más valía que el comprador tuviese una buena guardia, porque podía despertar con un cuchillo en el cuello y la exigencia de que suministrase un tarn para facilitar la fuga de sus prisioneras.
El tercer lote era una joven de la casta alta de Cos, que apareció vestida con el atuendo completo del encubrimiento; prenda por prenda la desnudaron. Era una joven hermosa, y había sido una mujer libre; no la habían sometido al curso de instrucción; pertenecía a la Casta de los Escribas, y había sido capturada por piratas de Puerto Kar. Nada hizo para excitar a los compradores, y se limitó a permanecer de pie, la cabeza inclinada, muda y quieta. Sus movimientos eran espasmódicos. El público no se mostró complacido. Hubo sólo una oferta de dos monedas de oro. De pronto, látigo en mano, el rematador se acercó a la desconsolada joven; sin aviso previo, le administró la caricia del traficante, la caricia del látigo, y su respuesta fue un grito salvaje e incontrolable. La joven miró horrorizada al hombre. La multitud aulló complacida. La muchacha se arrojó sobre el rematador, pero él la empujó a un lado, y ella cayó de rodillas, sollozando. La vendieron por veinticinco piezas de oro.
—Las ventas son buenas —me dijo Cernus.
De nuevo rehusé contestarle.
Identifiqué algunas jóvenes de la Casa de Cernus. Un lote siguió a otro, y las ofertas eran cada vez más elevadas. En general, se reserva la mejor mercancía para el final de la noche y muchos de los compradores estaban esperando. Sospeché que les interesaba sobre todo el centenar de bárbaras que Cernus les había prometido; es decir, las jóvenes secuestradas en la Tierra para convertirlas en esclavas goreanas de placer.
A pesar de la situación en que me encontraba, yo mismo me sentía cada vez más impresionado por la belleza, el desempeño y las danzas de las muchachas que, lote tras lote, comparecían ante el público. ¡Qué bellas son las mujeres, qué fantásticas e inquietantes, qué soberbias, qué maravillosas, qué enloquecedoras pueden ser!
Al fin, ya entrada la noche, el rematador observó con gesto burlón que presentaría a la primera bárbara, y recordó al público que le había advertido que no debía esperar nada interesante.
La multitud gritó irritada:
—¡La bárbara! ¡La bárbara!
Me sobresalté cuando apareció la joven. Era quizá la menos bella de todas las bárbaras traídas en las naves negras; pero yo sabía que esta muchacha era una de las más inteligentes y, por lo que había oído decir, de las más sensibles. Pero ahora, cuando apareció arrastrando los pies sobre las tablas, cubierta por una manta gastada, se la veía tonta, casi estúpida. No podía fijar los ojos, y a veces la lengua sobresalía por el costado de la boca. Se rascó, y miró alrededor, en actitud obtusa y hosca. La multitud se desconcertó, porque una mujer así no podía presentarse ni siquiera en el mercado menos importante de la ciudad. Yo mismo me asombré, porque había visto antes a la joven y la conocía un poco; no era su verdadera personalidad pero el público no podía saberlo. El rematador hizo todo lo posible para mejorar las ofertas; cuando quitó la manta que cubría el cuerpo de la joven, ella se agazapó de tal modo que pareció que su cuerpo estaba afectado por una extraña deformidad. El rematador tuvo que oír silbidos y gritos burlones. Parecía que la joven no entendía nada de lo que estaba ocurriendo. Cuando el rematador la acicateó con la barra, ella dijo en un goreano difícil, al parecer memorizando:
—Cómprame, amo.
De pronto comprendí lo que estaba ocurriendo, pues conocía a la muchacha; era una joven Seda Roja, muy sensible e incluso la habían usado en el salón de Cernus para divertir a guerreros y guardias; lo más probable era que la hubiesen anestesiado. El público aulló y reclamó que la retiraran del tablado, y ella miró asombrada a la gente, prácticamente sin comprender lo que sucedía. Admiré irritado la habilidad de Cernus. No dudaba que después de esta joven la siguiente seria una muchacha bella y refinada, y la comparación con su predecesora sería tan sorprendente que los hombres olvidarían las bellezas subastadas durante la primera parte de la noche; después de esta joven, que era una magnífica actriz, la más fea de las mujeres presentables parecería brillante, atractiva, una hembra realmente bella.
—¿Qué me ofrecéis por esta esclava? —preguntó el rematador.
Se oyeron burlas y gritos.
Pero cuando él insistió, hubo varias ofertas simbólicas, quizá de hombres que deseaban conseguir casi gratis una ayudante para la cocina; no me sorprendió advertir que cada vez que se hacía una oferta auténtica, aparecía un individuo ataviado con la túnica de los Metalistas —yo sabía que era un guardia de la Casa de Cernus— y ofrecía un poco más. Finalmente, este agente de Cernus compró a la muchacha por sólo diecisiete discos de cobre. Sabía que después, quizá en otra ciudad, sería presentada como correspondía y obtendría un buen precio.
El rematador miró irritado a la multitud.
—¡Ya os lo dije! —gritó—. ¡Las bárbaras de nada sirven!
El rematador conversó con un funcionario del mercado, que llevaba las listas de los números y ratificaba las ofertas y la venta final con los compradores o sus representantes. El rematador parecía muy deprimido cuando regresó al centro del estrado.
—Perdonadme, hermanos y hermanas de mi ciudad, la Gloriosa Ar —rogó—, porque no tengo más remedio que presentaros otras bárbaras.
El público se puso de pie, y hubo un clamor de gritos y protestas. Cernus se limitaba a sonreír. Se oyeron insultos dirigidos al rematador.
De pronto se apagaron las luces del anfiteatro, y el gran recinto quedó sumido en la oscuridad. Hubo gritos de sorpresa de la multitud, protestas de las mujeres asustadas, pero un instante después la luz bañó el estrado. La multitud gritó complacida.
Tres mujeres, dos muchachas y su jefa subieron los peldaños que llevaban al estrado, la espalda erguida, la cabeza alta, el rostro oculto por los pliegues de la capucha. Todas tenían las muñecas aseguradas a la espalda, y cada correa sujetaba los brazaletes de una joven; la que marchaba delante, probablemente Elizabeth, tenía una cadena más corta que las otras dos, sin duda Virginia y Phyllis. Por supuesto, estaban descalzas. Se detuvieron cerca del centro del estrado, sus cadenas en manos del rematador.
—Aquí tenemos a tres bárbaras, dos Seda Blanca y una Seda Roja —dijo el rematador—, y todas pertenecen a la Casa de Cernus.
—¿Han sido instruidas? —preguntó una voz.
—Así lo afirma el certificado —replicó el rematador. Después ordenó subir a tres esclavos de látigos, y cada uno tomó la cadena de una joven.
A una orden del rematador, los esclavos obligaron a las jóvenes a caminar sobre el estrado, y después las devolvieron al centro iluminado.
—¿Qué me ofrecéis? —preguntó el rematador.
Se hizo el silencio.
Finalmente, se oyó una oferta de tres monedas de oro probablemente con la mera intención de iniciar la puja.
—Tres monedas —gritó el rematador—. ¿Alguien dice cuatro? —Se acercó a una de las muchachas y le quitó la capucha. Era Virginia. Tenía la cabeza erguida, y en el rostro mostraba una expresión de desdén. Exhibía los cosméticos de una esclava de placer, aplicados con arte exquisito. Los cabellos relucientes le caían sobre los hombros. Sobre los labios, el rojo de la pintura de esclavas.
—¡Ocho piezas de oro! —dijo alguien.
—¿No serán diez? —preguntó el rematador.
—¡Diez!
Ahora el rematador quitó la capucha de Phyllis.
La muchacha estaba furiosa. La multitud contuvo una exclamación. Los cosméticos realzaban y acentuaban el dramatismo de su belleza natural, pero le agregaban una tosquedad insolente e intencional, que parecía un guante arrojado a la cara de los hombres.
—¡Veinte piezas de oro! —gritó alguien.
—¡Veinticinco! —llegó la voz de otro sector.
Phyllis movió la cabeza y desvió los ojos; en su rostro se veía el desprecio.
—¿Qué me decís de treinta piezas de oro? —propuso el rematador.
—¡Cuarenta!
El rematador rió, y se acercó a la tercera joven.
Cernus se inclinó sobre el brazo de su sillón, y me miró.
—Me agradaría saber —dijo— qué sentirá cuando sepa que ha sido vendida realmente.
—¡Dame una espada —contesté—, y acepta combatir conmigo!
Cernus rió y volvió a mirar hacia el estrado.
Cuando el rematador quiso retirar la capucha de la tercera joven ella se volvió y echó a correr hacia los peldaños pero la cadena que la sujetaba detuvo su fuga. El esclavo que la cuidaba la arrojó al suelo, y la arrastró hasta el centro del tablado. El rematador se acercó, y aplicándole el pie sobre el vientre la inmovilizó.
—¿Deseáis ver el rostro de esta esclava? —preguntó el rematador al público.
Hubo gritos ansiosos.
El rematador hundió la mano bajo la capucha, y aferrando los cabellos de la joven la obligó a arrodillarse delante de los compradores. Después le quitó la capucha.
La luz iluminó el minúsculo anillo que colgaba de la nariz de Elizabeth Cardwell.
El público ahogó una exclamación. ¡Era una esclava increíblemente bella!
Se la veía refinada y salvaje, vital, peligrosa y hermosa como un larl hembra. Era una mujer que podía competir con las mejores de Gor.
Le habían aplicado los cosméticos propios de la esclava.
Se hizo el silencio.
Se oyó una oferta:
—Cien monedas de oro —quien había hablado era un traficante que mostraba las insignias de Tor; estaba a pocos metros del palco de Cernus.
—Ciento veinte —dijo otro; también era un traficante profesional y mostraba en el hombro izquierdo el signo de Tyros.
Las ofertas se elevaron a ciento cuarenta monedas de oro. Ahora las jóvenes se vieron separadas; Elizabeth un poco delante, en el centro, y Virginia y Phyllis a los dos lados. Les quitaron las cadenas, y los tres esclavos se retiraron. Con una llave, el rematador quitó el brazalete izquierdo de la muñeca de cada una, de modo que quedó colgando de la muñeca derecha.
Ahora despojó a Virginia de la capa negra y la muchacha apareció ataviada con una breve túnica amarilla sin mangas.
Se oyeron gritos de aprobación.
Hizo lo mismo con Phyllis, vestida exactamente igual que Virginia.
La multitud lanzó un clamor entusiasta.
Ahora se acercó a Elizabeth y también le quitó la capa.
La multitud rugió de placer.
Elizabeth vestía el breve atuendo de cuero de una joven tuchuk.
—Doscientas monedas de oro —dijo un mercader de Cos.
—Doscientas quince —gritó un alto oficial de la caballería de Ar.
De nuevo se ordenó a las jóvenes que se pasearan sobre el estrado, y ellas obedecieron con gestos orgullosos e irritados, como si desearan expresar desprecio por la chusma que pujaba allí abajo. Cuando completaron una vuelta, Virginia estaba cerca del centro, Phyllis detrás y a la izquierda, y Elizabeth detrás y a la derecha. Ahora las ofertas alcanzaron las doscientas cuarenta monedas. Hubo gritos de protesta, quizá proferidos por los compradores menos adinerados, que afirmaban que las jóvenes no pertenecían a la casta alta.
El rematador impartió una orden al esclavo que estaba detrás de Virginia. El esclavo cerró de nuevo el brazalete de la muñeca izquierda de la joven. Después la desnudó hasta la cintura. El gesto complació al público. Hubo una oferta de doscientas cincuenta monedas por el lote. Una nueva orden a los esclavos, y ahora Phyllis estaba al frente. Como Virginia, fue maniatada y desnudada hasta la cintura. Las ofertas llegaron a doscientos setenta y cinco piezas de oro. Ahora le tocó el turno a Elizabeth.
—Parece —dijo el rematador— que ésta fue una hembra de los tuchuks.
La multitud gruñó con aprobación. Los tuchuks, un pueblo vagabundo de Gor, evocan el misterio y la intriga; por supuesto, para los habitantes de las llanuras meridionales son poco más que enemigos eficientes, fieros y temidos.
—¿Adivináis —preguntó el rematador— cuál de las tres esclavas es Seda Roja?
La multitud rugió muy divertida.
—Sin duda —gritó el rematador—, su amo tuchuk solía usarla bastante.
La multitud gritó divertida, pero el rematador no pareció muy complacido. Dio una orden al esclavo, y éste cerró el brazalete de hierro sobre la muñeca de Elizabeth, sujetándole los brazos a la espalda.
El rematador miró al público.
—¿Esta noche no está con nosotros Samos —preguntó—, el primer traficante de Puerto Kar?
Todos los ojos se volvieron hacia uno de los palcos que estaba cerca del estrado.
Allí, instalado en un sillón de mármol, se hallaba una figura indolente; pero con la indolencia de la bestia satisfecha. Sobre el hombro izquierdo se veía el distintivo de Puerto Kar; su túnica era sencilla, de color oscuro; la capucha echada hacia atrás revelaba una cabeza grande, con los cabellos blancos muy cortos; tenía el rostro rojizo a causa del viento y la sal; la piel arrugada, resistente como el cuero; de las orejas colgaban dos pequeños anillos de oro; en él percibí poder, experiencia, sagacidad e inteligencia; pero también crueldad. Era un animal de presa que por el momento no quería cazar ni matar.
—¿Seguramente Samos de Puerto Kar tendrá cierto interés en estas hembras indignas?
—Mostradme a las mujeres —dijo Samos.
Casi al instante, bajo la amenaza del látigo, las tres bellezas bárbaras de la Casa de Cernus fueron mostradas a los compradores de Ar.
La multitud se puso de pie, gritando y golpeando el suelo con los pies; y el escándalo impidió oír las ofertas.
Las tres esclavas eran muy bellas.
Sobre el estrado, las tres jóvenes bailaron cuatro danzas, y al terminar permanecieron inmóviles, espléndidas e incitantes.
Ahora el rematador no necesitó pedir ofertas.
—¡Quinientas piezas de oro! —gritó un hombre adinerado de Ar.
—¡Quinientas veinte! —dijo el traficante de Tor.
Intimamente sentía una profunda cólera, pero también me dominaba el horror, porque ni siquiera en la imaginación podía concebir que las vendiesen a un hombre de Puerto Kar. Jamás una esclava había conseguido fugarse de Puerto Kar, protegida a un lado por el interminable delta del Vosk, y al otro por las peligrosas marcas del Golfo de Tamber. Se dice que las cadenas de una esclava son más pesadas en Puerto Kar.
El rematador gritó al público, ahora silencioso:
—¡Cerraré el puño!
—No cierres el puño —dijo Samos, primer traficante de Puerto Kar.
Con gesto respetuoso, el rematador miró al traficante de Puerto Kar, dueña y azote del vasto Thassa.
—¿Quizá Samos, primer traficante de Puerto Kar, dueña y joya del vasto Thassa, ahora se interesa?
—Así es —dijo fríamente Samos.
—¿Cuál es la oferta? —preguntó el rematador.
Ahora Samos levantó la mano.
—Samos, primer traficante de Puerto Kar, ofrece tres mil monedas de oro por las hembras que se están exhibiendo.
Se oyó una exclamación del público que colmaba el anfiteatro.
El rematador retrocedió un paso, sorprendido. Incluso las jóvenes levantaron la cabeza, sobresaltadas. Después, sonriendo, Elizabeth inclinó de nuevo la cabeza, y otro tanto hicieron Virginia y Phyllis. Experimenté una sensación de náusea. Sin duda, Elizabeth creía que Samos era el representante de los Reyes Sacerdotes, enviado para comprarlas y llevarlas a la seguridad y la libertad.
Cernus sonreía.
El rematador cerró el puño, en el gesto del hombre que se apodera de un puñado de monedas de oro.
—¡Las mujeres están vendidas! —gritó. El público proclamó su complacencia y su alegría.
Ahora las jóvenes se habían puesto de pie y varios esclavos aseguraban los brazaletes a las muñecas, preparándose para retirar del estrado a la mercancía vendida.
—¡Más bárbaras! —gritó la gente—. ¡Queremos ver más bárbaras!
—¡Las tendréis! —proclamó el rematador—. ¡Las tendréis! ¡Tenemos muchos grupos de bárbaras que complacerán a todos! ¡No os desalentéis! ¡Hay más!
La multitud tembló, excitada.
Concluida la tortura de la venta, Virginia y Phyllis lloraban. En cambio, Elizabeth parecía muy complacida. Cuando ya las retiraban del estrado, acompañadas por los esclavos que sostenían las cadenas, Cernus habló a dos de los guardias que estaban detrás de mí.
—Mostrad a este estúpido —dijo—. Que ella le vea.
Me debatí, pero no pude resistirme a los hombres que me obligaban a caminar.
—¡Ved a un enemigo de Cernus! —gritó Filemón en dirección al estrado.
Las muchachas se volvieron y por primera vez Elizabeth me vio con las correas de esclavo, las muñecas sujetas a la espalda por los brazaletes de acero, cautivo impotente de Cernus, traficante, Ubar de Ar.
Abrió muy grandes los ojos. Parecía atónita. Se llevó a la boca las manos aseguradas por los brazaletes. Meneó la cabeza, incrédula. Después la obligaron bruscamente a volverse. Miró por encima del hombro, los ojos agrandados por el horror.
—Antes de que la entreguen a Samos —decía Cernus—, creo que ordenaré que la devuelvan a la casa para usarla. Esta noche me ha intrigado. Como es Seda Roja, Samos no se opondrá.
No dije nada.
—Lleváoslo —ordenó Cernus.




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