10-EL CAMPESINO

El agudo grito de dolor del tarn que participaba en la carrera se impuso al rugido de la multitud frenética.
—¡Azul! ¡Azul! —gritó el hombre que tenía al lado, que llevaba un distintivo azul sobre el hombro izquierdo y sostenía en la mano un par de tablillas de arcilla.
El tarn, profiriendo alaridos de dolor, con el ala inútil, cayó del borde de la gran pista ancha y abierta a la red que estaba debajo; el jinete cortó las cuerdas de seguridad y se apartó del animal para no morir al mismo tiempo que su montura.
El otro pájaro, que había estado próximo a caer, giró en redondo. Hizo un movimiento en el aire, y obedeciendo a las correas de control y al resplandor amarillo de la barra, consiguió restablecer el equilibrio y se abalanzó sobre la pista siguiente.
—¡Rojo! ¡Rojo! ¡Rojo! —oí gritar a alguien que estaba cerca.
Los siete tarns siguientes pasaron velozmente, y trataron de alcanzar la pista contigua. A la cabeza iba un tarn de color pardo, y el jinete vestía de seda roja.
Era el tercer tramo de una carrera de diez vueltas, y ya dos tarns habían caído en la red. Vi a los encargados de la red acercarse, con cuerdas en las manos para sujetar el pico del ave y evitar los golpes de sus aceradas garras. Al parecer el ala del ave estaba rota, porque los hombres, después de revisarle el cuerpo, con una espada afilada le cortaron el cuello; la sangre manchó la red y empapó la arena que había debajo. El jinete retiró la montura y las correas de control del ave temblorosa, y se retiró a un lado de la pista. La segunda ave al parecer sólo estaba aturdida y la estaban llevando hacia el borde de la red de donde la pasarían a un gran carruaje de ruedas, arrastrado por dos tharlariones.
—¡Oro! ¡Oro! —gritó un hombre que estaba varias gradas más abajo. Las aves ya se aproximaban de nuevo. Venía adelante un ave del grupo Amarillo, y seguían el Rojo, y después el Azul, el Oro, el Anaranjado, el Verde y el Plata.
En la multitud, tanto las esclavas como las mujeres libres gritaban, y en la algarabía se borraron todas las diferencias sociales.
Las aves pasaron velozmente frente al Público. Todos estaban de pie, y yo también me incorporé para ver. Cerca del anillo de llegada estaban los sectores reservados al Administrador, el Supremo Iniciado y los miembros del Supremo Consejo. Pude ver el trono del Administrador, flanqueado por dos guardias que vestían el rojo de los guerreros, ocupado por un miembro de la familia Hinrabian, ahora la principal de Ar. Cerca, pero en una actitud distante, como si el asunto no le interesara, y sentado en un trono de mármol blanco, también entre guerreros, estaba el Supremo Iniciado. Delante, dos filas de Iniciados que entonaban rezos a los Reyes Sacerdotes y no miraban la carrera.
Vi un gran estandarte verde colgado de la pared, detrás de los tronos del Administrador y del Supremo Iniciado, en señal de que favorecían a los verdes.
Los guerreros que flanqueaban al Administrador y al Supremo Iniciado eran taurentianos, miembros de la guardia de palacio, un cuerpo muy seleccionado de espadachines y de arqueros, que era independiente de la organización militar general de la ciudad. Su comandante o capitán era Safrónico, un mercenario de Tyros. Lo vi a pocos pies detrás del trono, envuelto en un manto escarlata; era un hombre alto y delgado, de brazos largos y rostro anguloso, que movía inquieto la cabeza, vigilando a la multitud.
Alrededor había otros sectores privilegiados, todos protegidos por toldos; allí se instalaban las familias de la aristocracia de la ciudad; vi que algunos de esos sectores estaban ocupados ahora por Mercaderes. Por mi parte no me oponía, porque siempre había tenido de los Mercaderes una opinión más elevada que muchos de mi casta. Pero el hecho me sorprendió. En tiempos de Marlenus, cuando él era Ubar de Ar, creo que ni siquiera su amigo Mintar, ese hombre tan inteligente, que pertenecía a la Casta de los Mercaderes, hubiera gozado del privilegio de un lugar tan ventajoso para mirar las carreras.
Ahora las aves corrían por la pista frente a mí.
Amarillo iba delante, seguido por Rojo. Verde había pasado al tercer lugar.
—¡Verde! ¡Verde! —gritaba una mujer no lejos de mí, el velo desordenado y los puños apretados.
El Administrador se inclinó aún más en su trono. Se decía que solía apostar mucho en las carreras.
Pocos momentos después, con un grito de victoria, el jinete del Amarillo llevó a su tarn hasta la primera percha, y poco después llegaron el Rojo y el Verde. Finalmente, uno tras otro, el Oro, el Azul, el Anaranjado y el Plata ocuparon sus perchas. Las dos últimas perchas permanecieron vacías.
Volví los ojos hacia el sector del Administrador y vi que éste se apartaba disgustado y dictaba algo a un Escriba sentado cerca del trono, con un fajo de papeles en la mano. El Supremo Iniciado se había puesto de pie y aceptaba una copa de otro Iniciado; probablemente helados aromatizados, porque la tarde era muy cálida.
Un momento después oí dos toques, la llamada del juez que indicaba que la carrera siguiente comenzaría diez ehns después.
Casi todos en la multitud tenían distintivos que identificaban al grupo que favorecían. En general, era un pequeño brazalete de tela cosido sobre el hombro izquierdo. Los distintivos de las mujeres de la casta alta casi siempre eran de seda fina, y demostraban buen gusto; los de las mujeres de casta inferior eran sencillamente un cuadrado de tela mal teñida y peor cosida; algunos amos habían vestido a sus esclavas con ropas del color de la facción a la cual favorecían; otros, les ordenaban que se atasen los cabellos con cintas del color preferido.
—Las carreras eran mejores en tiempos de Marlenus de Ar —dijo un hombre que estaba detrás de mí, y que se inclinó para hablarme.
Me encogí de hombros. No me parecía extraño que me hubiese hablado. Antes de salir de la Casa de Cernus me había despojado de la vestidura de la casta negra, y había borrado el signo de la daga que ostentaba en la frente. Ahora vestía una túnica roja gastada, la túnica del Guerrero. De ese modo podía moverme más fácilmente en la ciudad. No era probable que llamase la atención o que me temiesen. Los hombres se mostrarían más dispuestos a hablarme.
—Pero —dijo sombríamente el hombre—, ¿qué puede esperarse de un Hinrabian que ocupa el trono de un Ubar?
—El trono del Administrador —dije sin volverme.
—Un solo hombre tiene importancia en Ar —dijo mi interlocutor—. Marlenus, que fue Ubar de Ar, Ubar de Ubares.
—Yo no diría esas cosas —observé—. Hay quienes no recibirían con agrado tales comentarios.
El hombre emitió un gruñido irónico, y se recostó en su asiento.
Marlenus, que había sido Ubar de Ar muchos años atrás, era el fundador del Imperio de Ar, y había extendido la hegemonía de la próspera Ar a varias ciudades del norte. Había caído precisamente en el momento en que yo había robado la Piedra del Hogar de la ciudad. Después, había ayudado a liberar Ar, caída en manos de la horda de Pa-Kur, Maestro de los Asesinos, que había pretendido convertirse en Ubar de la ciudad, heredar los símbolos del cargo y vestir el manto púrpura imperial. Marlenus había perdido la Piedra del Hogar; por otra parte, los hombres de Ar temían sus ambiciones. Por todas estas razones se le había negado públicamente el pan, la sal y el fuego, lo habían exiliado de la ciudad y le habían prohibido que regresase, bajo pena de muerte. Se había convertido en un proscrito en la Cordillera Voltai; desde las montañas, él y sus fieles partidarios podían ver las torres de Ar, la Gloriosa Ar donde otrora había sido Ubar. Yo sabía que muchos habitantes de Ar no habían deseado el exilio de Marlenus; tenía partidarios sobre todo en las castas inferiores a las cuales siempre había protegido. Kazrak, que había sido varios años Administrador de la ciudad, había conquistado cierta popularidad por su trabajo esforzado, después de desechar el rojo de los guerreros y asumir el Pardo del Administrador, una labor que lo había llevado a resolver muchos y complejos problemas civiles y económicos, por ejemplo la reforma de los tribunales, las leyes y los reglamentos relacionados con el comercio; pero no había conseguido estimular el entusiasmo general de los ciudadanos comunes de Ar, y sobre todo de los que recordaban con nostalgia las glorias y los esplendores del reinado de Marlenus, ese guerrero maravilloso, vanidoso y egocéntrico, poderoso y altivo, pero capaz de soñar, de pensar en un mundo indiviso y seguro para los hombres, un mundo unificado, aunque fuera por la espada de Ar. Yo recordaba a Marlenus. Tenía tanto prestigio que le bastaba alzar una mano para que mil espadas se desenvainaran, para que mil gargantas proclamaran su nombre, para que mil hombres marchasen o mil tarns echaran a volar. Era necesario exiliar de Ar a un hombre así. Un hombre como él jamás podría ocupar el segundo lugar en una ciudad.
Después oí tres toques y vi aparecer a los tarns. De la multitud se elevaron gritos de expectativa. Se cruzaron apuestas de último momento.
En esta carrera volaban ocho tarns y los trajeron encapuchados sobre plataformas de ruedas, arrastradas por tharlariones. Los carros estaban pintados con los colores de las diferentes facciones. El jinete viajaba en el carruaje, al lado de su montura, vestido con la seda de su propia facción.
Por supuesto, eran tarns de carrera, un ave en muchos sentidos diferente de los tarns comunes de Gor, o de los que se utilizaban en la guerra. Se distinguen no sólo por el entrenamiento, que en efecto es distinto, sino también por el tamaño, la fuerza, la estructura del cuerpo y las tendencias innatas. Se cría a ciertos tarns principalmente por la fuerza, y se los usa para transportar mercaderías que viajan en canastos. En general, estas aves vuelan más lentamente, y son menos ariscas que los tarns de guerra o los de carrera. Los de guerra tienen fuerza y velocidad pero también agilidad, reflejos muy vivos e instintos combativos. Los tarns de guerra, que tienen las garras revestidas de acero, tienden a ser aves muy peligrosas, incluso más que sus semejantes destinados a otros usos; en realidad, ningún ave de este tipo puede decirse que esté completamente domesticada. El tarn de carrera es un ave extremadamente liviana; dos hombres pueden levantar a uno de estos animales; su pico es más angosto y liviano que el pico del tarn común o del tarn de guerra; en general, las alas son más anchas y más cortas que en las restantes especies, lo que les permite elevarse más prestamente y realizar giros bruscos en vuelo; no pueden llevar mucho peso, y por supuesto los jinetes son hombres menudos, generalmente de casta inferior, seres tenaces y agresivos.
Ahora estaban quitando las capuchas a los tarns, y las aves se encaramaron a sus perchas. Por supuesto, la posesión de la percha interior es una ventaja. Advertí que el Verde tenía la percha interior de la carrera. Ello significaba que algunos partidarios del Plata se volcarían al Verde, pues los hombres, al margen de su fidelidad a determinada facción, apuestan por el ave que según creen tiene más posibilidades de ganar. Se utilizan las mismas perchas para iniciar la carrera y para terminarla. Vi que dos de los tarns que participaban en esta carrera no pertenecían a una determinada facción, y eran propiedad de individuos privados, desvinculados de las facciones; lo mismo podía decirse de sus jinetes; digamos de paso que el jinete es tan importante como el ave, porque un jinete experimentado a menudo consigue imponerse a un ave novata, y en cambio un ave excelente, mal controlada o manejada con timidez, probablemente será derrotada.
—¡Golosinas! —gimió una vocecita a pocos metros de distancia—. ¡Golosinas!
Miré en la dirección de donde provenía la voz y me sorprendió ver, cuatro peldaños más abajo, la figura patética, regordeta y bulbosa de Hup el Loco, cojeando de una grada a la siguiente, la cabeza grande bamboleándose sobre el cuerpo pequeño, la lengua asomándole incontrolable entre los labios deformes. Las manos nudosas aferraban una bandeja de golosinas, sostenida por una cuerda que pasaba alrededor del cuello de la criatura.
—¡Golosinas! —gimió—. ¡Golosinas!
Muchas de las personas que le veían se apartaban. Las mujeres libres se cubrían el rostro con la capucha. Algunos hombres le ordenaron irritados que se alejase del área que ellos ocupaban, no fuese que provocase el enojo de sus mujeres. Una joven esclava, que tendría unos quince años, utilizó una moneda que el amo le había dado para comprar una golosina al pequeño Hup. Yo mismo hubiera deseado comprarle algo, pero no quería que él me reconociese, pues imaginé que su mente sencilla podía recordar nuestro primer encuentro, en la taberna de Spindius, donde le había salvado la vida.
—¡Golosinas! —gritó el hombrecillo—. ¡Golosinas!
—Creo que compraré algo —dijo el hombre que estaba detrás de mí.
Me puse de pie y me volví, pensé alejarme de modo que Hup no me viese. No miré ni a derecha ni a izquierda, y comencé a retirarme.
—¡Un caramelo! —gritó el hombre que estaba detrás.
—¡Sí, amo! —oí contestar a Hup, que comenzó a acercarse al comprador.
Encontré un asiento a varios metros de distancia, y después de un rato vi que Hup se alejaba del lugar.
—¿Cuál es tu facción? —preguntó el individuo que estaba a mi lado, un Metalista.
—Apoyo a los verdes —dije, porque fue lo primero que se me ocurrió.
—Yo soy Oro —dijo el otro. Llevaba un parche de ese color sobre el hombro izquierdo.
Se oyó el toque del juez, de la multitud se elevó un clamor y todos se pusieron de pie cuando los tarns emprendieron el vuelo.
El Verde, que tenía la percha del lado interior, se adelantó al resto.
La carrera fue breve, tenía a lo sumo un recorrido de cinco pasangs, y ganó una de las aves que pertenecía a propietarios particulares, con gran desagrado de la multitud, salvo dos que se habían atrevido a aceptar las apuestas contra el ave ganadora.
Uno de los hombres que estaba cerca de mí al parecer era uno de los afortunados, porque saltaba en el aire gritando complacido. Después comenzó a abrirse paso en la multitud, en dirección a las mesas de los Mercaderes que aceptaban las apuestas.
Observé que Minus Tentius Hinrabian había decidido retirarse ahora. Lo hizo con movimientos irritados, seguido por sus guardias, el capitán Safrónico y el resto de su séquito. Advertí sorprendido que casi nadie prestaba atención a su salida.
Seguían varias carreras, pero ahora el sol vespertino ya se había ocultado detrás del techo del cilindro central, y por mi parte decidí que había llegado el momento de retirarme.
Oí el doble toque del juez, que informaba a la multitud que la carrera siguiente comenzaría en diez ehns.
Me levanté del asiento y comencé a caminar hacia la salida. Algunos espectadores me miraron con reproche mal disimulado, e incluso con desdén. El aficionado de Ar generalmente permanece hasta la última carrera, e incluso a veces más tarde; y comenta el acontecimiento y cómo él habría obtenido mejores resultados si hubiese sido el jinete del ave. Por mi parte, yo ni siquiera usaba el distintivo de una facción.
Mi intención era descansar en los Baños, cenar tranquilamente en una taberna y después regresar a la Casa de Cernus. Había una jovencita llamada Nela, que generalmente estaba en el Estanque de las Flores Azules, y con quien me gustaba departir. Cuando regresara a la Casa de Cernus seguramente Elizabeth habría concluido su potaje de esclava y me esperaría en el aposento; yo escucharía el informe de lo que había hecho durante el día y ella se enteraría de mis propias actividades o de la mayor parte de las mismas. Cuando avanzara su instrucción y se le permitiera salir de la casa con mayor frecuencia, pensaba llevarla a las carreras y los Baños, aunque quizá no al Estanque de las Flores Azules.
Habían transcurrido veinte días desde el momento en que habían traído a las jóvenes de la Cordillera Voltai. Pero Elizabeth y las dos muchachas, Virginia y Phyllis, llevaban sólo cinco días de instrucción. Esta demora se relacionaba con ciertas decisiones de Flaminio y Ho-Tu. Yo había estado allí la vez que las dos jóvenes aceptaron ser instruidas como esclavas. Por mi parte había esperado que la instrucción comenzara inmediatamente. Pero no había sido así.
Durante quince días habían mantenido a Virginia y a Phyllis en minúsculos cubículos, construidos de tal modo que el prisionero jamás puede extender todo el cuerpo; después de un tiempo, la postura forzada provoca considerable dolor físico; y por orden de Flaminio, Phyllis sufría una tortura suplementaria, porque la maniataban a los barrotes varios ahns diarios con prohibición de hablar, se la obligaba a comer de la mano y a beber agua de una botellita que le ponían entre los labios. Al fin la propia Phyllis había preguntado una y otra vez, con una actitud poco racional, porque el guardia ni siquiera entendía inglés, cuándo llegaría el momento de comenzar la instrucción. La pregunta, formulada insistentemente, no obtenía respuesta. Obedeciendo a sus instrucciones, el guardia ni siquiera hablaba en goreano a las prisioneras. En la medida de lo posible las ignoraba. Se las alimentaba y se les suministraba agua como si hubieran sido animales; y como eran esclavas, para los goreanos prácticamente tenían el carácter de animales.
Como Elizabeth sería la principal del grupo, la llevaron a la cámara de los cubículos cuando llegó el momento de retirar de allí a Virginia y a Phyllis. Yo la acompañé. Cuando levantaron las pequeñas puertas de hierro, el guardia con el látigo de pie cerca de la salida, Virginia y Phyllis salieron arrastrándose, con movimientos dolorosos. No podían ponerse de pie. El guardia aseguró una de las muñecas de Phyllis al riel que corría a lo largo de la pared y después cerró los brazaletes sobre las muñecas de Virginia, unidas a la espalda; llevó a Virginia al nivel principal y la obligó a arrodillarse frente a Flaminio y a Ho-Tu; Elizabeth y yo estábamos detrás; después, el guardia regresó a la pared, liberó a Phyllis pero luego le aseguró las manos a la espalda, como había hecho con Virginia, y la empujó hacia nosotros para dejarla al lado de Virginia. Obligó a las dos muchachas a inclinar la cabeza hasta el suelo.
—¿El hierro está preparado? —preguntó Ho-Tu al guardia, y éste asintió.
A una señal de Ho-Tu el guardia llevó a Virginia al potro de marcar, y la aseguró con cuerdas y hierros. Movió la palanca de modo que el muslo de la joven ocupase el lugar adecuado. Ella no dijo nada y permaneció inmóvil, las muñecas aseguradas a la espalda, y vio cómo se aproximaba el hierro. Observó el signo elegante, al rojo vivo, de la terminación del hierro; lanzó un alarido incontrolable cuando el hierro la marcó, firme y decisivamente, durante unos tres ihns; y después sollozó, fuera de sí, mientras el guardia movía la palanca para liberarla; la retiró del bastidor y la depositó en el suelo, a los pies de Ho-Tu y Flaminio; los ojos de Phyllis estaban agrandados por el miedo, pero a semejanza de Virginia, ni siquiera gimió cuando el guardia alzó su cuerpo, la llevó al potro y la maniató.
—Todavía marcamos a mano —me dijo Ho-Tu—. Los artefactos mecánicos marcan con excesiva uniformidad. A los compradores les gusta una joven marcada a mano. Además, para una esclava es mejor que la marque un hombre; se obtienen mejores esclavas. Sin embargo, el potro es un recurso útil porque impide errores de marcación. —Luego señaló al guardia—. Strius —dijo— tiene uno de los mejores hierros de Ar. Su trabajo casi siempre es exacto y limpio.
Phyllis Robertson echó hacia atrás la cabeza y emitió un grito desgarrador; después también ella comenzó a sollozar y a temblar, mientras Strius la retiraba del potro y la reunía con Virginia.
Las dos jóvenes sollozaban.
Con movimientos suaves, Flaminio les estiró las piernas y las masajeó. Estoy seguro de que el dolor de la marca les impedía sentir el dolor provocado por el masaje, con el cual Flaminio intentaba restablecer la circulación y la sensibilidad de las piernas doloridas.
Oí a una mujer que se movía cerca, y oí el sonido de las campanillas de una esclava.
Volví la cara, y me sobresalté. Estaba mirándonos una mujer de la Seda del Placer, un ser de notable belleza, pero que en el rostro mostraba cierta sutil dureza, como un gesto de desprecio. Llevaba un collar amarillo, el de la Casa de Cernus, y la Seda del Placer también era amarilla. Las campanillas, una doble hilera, estaban fijas al tobillo izquierdo. Del cuello colgaba un silbato para impartir órdenes a los esclavos. De la mano derecha, sujeta a la muñeca, una barra para esclavos. Tenía la piel blanca y los ojos eran oscuros, y los labios muy rojos; era un placer ver el movimiento de su cuerpo exquisito; me miró con una leve sonrisa, atenta al negro de mi túnica y a la marca de la daga; tenía los labios gruesos, probablemente una característica obtenida mediante la manipulación genética; yo no dudaba que esa mujer de cabellos negros, cruelmente bella, era una esclava de pasión. Era una de las criaturas más ásperamente sensuales que hubiese visto jamás.
—Soy Sura —dijo mirándome—, y enseño a las muchachas a complacer a los hombres.
—Éstas son las tres —dijo Ho-Tu, señalando a las dos muchachas marcadas y a Elizabeth.
—De rodillas —dijo Sura a las jóvenes en goreano.
—De rodillas —repitió Flaminio en inglés.
Las dos muchachas, recién marcadas, con lágrimas en los ojos, se arrodillaron dificultosamente.
Sura caminó alrededor de Virginia y Phyllis, y después miró a Elizabeth.
—Desnúdate y ve con ellas —ordenó Sura, y Elizabeth fue a arrodillarse entre Virginia y Phyllis.
—Colocaos los brazaletes —dijo Sura, y el guardia aseguró a la espalda las manos de Elizabeth, exactamente como había hecho con las dos jóvenes—. ¿Eres la principal? —preguntó a Elizabeth.
—Sí —dijo Elizabeth.
El dedo de Sura oprimió un botón de la barra. Movió el dial. Del extremo de la barra comenzó a desprenderse una luz amarilla.
—Sí, ama —dijo Elizabeth.
—¿Eres bárbara? —preguntó Sura.
—Sí, ama —dijo Elizabeth.
Sura escupió sobre la piedra, frente a Elizabeth.
—Todas son bárbaras —dijo Ho-Tu.
Sura se volvió y le miró disgustada.
—¿Cernus pretende que yo eduque a bárbaras? —preguntó.
Ho-Tu se encogió de hombros.
—Haz lo que puedas —dijo Flaminio—. Todas son esclavas inteligentes. Muy prometedoras.
—Nada sabes de estas cosas —dijo Sura.
Flaminio bajó los ojos, colérico.
Sura se acercó a las jóvenes, alzó la cabeza de Virginia y la miró a los ojos, y después retrocedió.
—Tiene el rostro muy delgado —dijo—, y con manchas; es delgada, demasiado delgada.
Ho-Tu se encogió de hombros.
Sura miró a Elizabeth.
—Ésta —dijo— era tuchuk, sabe solamente cuidar el bosko y limpiar el cuero.
En una actitud sensata, Elizabeth se abstuvo de responder.
—Y ésta —dijo Sura examinando a Phyllis— tiene el cuerpo de una esclava, ¿pero cómo se mueve? He visto a estas bárbaras. Ni siquiera saben mantenerse erguidas. No saben caminar.
—Haz lo que puedas —repitió Flaminio.
—Es inútil —dijo Sura, que se reunió con nosotros—. No puede hacerse nada con ellas. Será mejor venderlas a poco precio y acabar de una vez. Son muchachas para la cocina, nada más. —Sura movió el dial de la barra de esclava y apagó el artefacto.
—Sura —dijo Flaminio.
—Muchachas para cocina —repitió Sura.
Ho-Tu meneó la cabeza.
—Sura tiene razón —dijo, en una actitud de excesiva sumisión—. Sólo muchachas para la cocina.
—Pero… —protestó Flaminio.
—Muchachas para la cocina —insistió Ho-Tu.
Sura rió triunfal.
—Nadie puede hacer nada con estas bárbaras —dijo Ho-Tu a Flaminio—. Ni siquiera Sura.
Algo en los músculos de la nuca de Sura le indicó que había oído el comentario de Ho-Tu, y que no le gustaba.
Vi la mueca que hizo Ho-Tu a Flaminio.
Una sonrisa se dibujó en el rostro del Médico.
—Tienes razón —dijo—, nadie podría hacer nada con estas bárbaras.
—Es inútil instruirlas… quizá podría hacer algo Tethrite, de la Casa de Portus.
—Me había olvidado de ella —dijo Ho-Tu.
—Tethrite es una ignorante tharlarión hembra —dijo Sura irritada.
—Es la mejor instructora de Ar —dijo Ho-Tu.
—Yo, Sura, soy la mejor instructora de Ar —dijo la muchacha con gesto agrio.
—Por supuesto —dijo Ho-Tu a Sura.
—Además —dijo Flaminio a Ho-Tu—, ni siquiera Tethrite de la Casa de Portus podría instruir a estas bárbaras.
Sura estaba inspeccionando más atentamente a las muchachas. Había puesto un pulgar bajo la cabeza de Virginia.
—No temas, pajarito —dijo amablemente Sura a Virginia, en goreano. Sura retiró el pulgar y Virginia mantuvo erguida la hermosa cabeza—. Quizá a algunos hombres les agrade un rostro delgado. Y tus ojos grises son muy hermosos. —Sura miró a Elizabeth—: Probablemente eres la más estúpida —dijo.
—No lo creo —replicó Elizabeth, y agregó con acritud—: Ama.
—Bien —dijo Sura para sí misma.
—Y tú —añadió dirigiéndose a Phyllis—, tú, que tienes el cuerpo de una esclava de pasión, ¿qué me dices? —Sura dirigió la barra que estaba apagada, y la pasó sobre el costado izquierdo de Phyllis. Pese al dolor de la marca y las piernas, Phyllis emitió instintivamente un gemido, y se apartó del metal frío. Sura tomó nota del movimiento de los hombros y el vientre de la joven. Se enderezó, y de nuevo la barra colgó de la muñeca derecha.
—¿Cómo queréis que instruya a esclavas sin collar? —preguntó.
Ho-Tu sonrió.
—¡Llamad al herrero! —dijo el guardia—. ¡Collares!
Para sorpresa de las interesadas, el guardia liberó a las dos jóvenes, y también a Elizabeth.
Flaminio ordenó a las dos jóvenes que trataran de incorporarse y caminar un poco por la habitación.
Con movimientos suaves y dolorosos las jóvenes obedecieron, y caminaron con paso vacilante. Elizabeth, también liberada, se acercó a las dos muchachas, y trató de ayudarlas. Pero no les habló. Por lo que todos sabían, ella hablaba únicamente goreano.
Cuando llegó el herrero, de un bastidor puesto contra la pared retiró dos barras de hierro, cortas y rectas; en realidad no eran placas, sino cubos angostos, de aproximadamente un centímetro y medio de ancho y cuarenta centímetros de longitud.
Se ordenó a las jóvenes que se acercaran al yunque. Primero Virginia y después Phyllis pusieron la cabeza y el cuello sobre el yunque, la cabeza inclinada a un costado, las manos aferradas al yunque; y con movimientos expertos el herrero descargó el pesado martillo y el collar se curvó alrededor del cuello, dejando un espacio de aproximadamente medio centímetro entre los dos extremos. Tanto Virginia como Phyllis se apartaron del yunque, con la sensación del metal en el cuello; ahora eran esclavas marcadas y cada una con su correspondiente collar.
—Si la instrucción se desarrolla bien —dijo Flaminio a las jóvenes—, con el tiempo recibiréis un collar más bonito —indicó el collar amarillo esmaltado, con la leyenda de la Casa de Cernus—, que incluso tendrá cerradura.
Virginia lo miró con ojos inexpresivos.
—Te gustará un collar bonito, ¿verdad? —preguntó Flaminio.
—Sí, amo —dijo Virginia con voz sorda.
—Y tú, Phyllis, ¿qué dices? —preguntó Flaminio.
—Sí, amo —dijo la muchacha, en un murmullo.
—Yo decidiré si reciben collar con cerradura, y cuándo será —dijo Sura.
—Por supuesto —dijo Flaminio, que retrocedió un paso e inclinó la cabeza.
—De rodillas —dijo Sura, señalando las piedras frente a sus pies.
Esta vez Virginia y Phyllis no necesitaron traducción, y al igual que Elizabeth, se arrodillaron delante de Sura.
Sura se volvió hacia Ho-Tu.
—La joven tuchuk —dijo— comparte la habitación con el Asesino. No me opongo. Que las otras vayan a las celdas de Seda Roja.
—Son Seda Blanca —dijo Ho-Tu.
Sura se echó a reír.
—Muy bien —dijo—, a las celdas de Seda Blanca. Que las alimenten bien. Casi las matasteis de hambre. No sé muy bien cómo pretendéis que instruya a bárbaras muertas de hambre.
—Te desempeñarás espléndidamente —dijo Flaminio con calidez.
Sura le miró fríamente, y el Médico bajó los ojos.
—Durante las primeras semanas —dijo Sura— también necesitaré una persona que hable su lengua. Además, mientras no están ocupadas en la instrucción, tienen que aprender goreano, y deprisa.
—Enviaré una persona que hable su lengua —dijo Flaminio—. También arreglaré las cosas de modo que se les enseñe goreano.
—Traduce para mí —dijo Sura a Flaminio, mientras ella se volvía y enfrentándose a las tres muchachas arrodilladas les habló con frases breves, interrumpiéndose para permitir la traducción de Flaminio.
—Soy Sura —dijo—. Os instruiré. Durante las horas de instrucción sois mis esclavas. Haréis lo que yo mande. Trabajaréis. Trabajaréis y aprenderéis. Seréis complacientes. Yo os enseñaré. Trabajaréis y aprenderéis.
Después las miró.
—Tenéis que temerme —dijo. Flaminio también tradujo esa frase.
Después, sin hablar, encendió la barra para esclavos y movió el dial. La punta comenzó a centellear. De pronto, golpeó a las tres jóvenes arrodilladas. La carga seguramente era alta, a juzgar por la intensa lluvia de chispas amarillas de luz y los gritos de dolor de las jóvenes.
Sura castigó una y otra vez y las jóvenes, medio aturdidas medio enloquecidas por el dolor, parecían incapaces de moverse; podían únicamente gritar y llorar. Incluso Elizabeth, a quien yo conocía como una joven rápida y animosa, pareció paralizada y torturada por la barra. Al fin, Sura movió el dial y apagó el artefacto. Las tres jóvenes que yacían sobre la piedra, el cuerpo torturado, la miraron temerosas; incluso la orgullosa Elizabeth, a quien le temblaba el cuerpo y que miraba a Sura con los ojos agrandados por el miedo. Leí en los ojos, incluso en los de Elizabeth, el súbito terror de la barra.
—Tenéis que temerme —dijo en voz baja Sura. Flaminio tradujo. Después, Sura se volvió hacia Flaminio.
—Envíalas a mi sala de instrucción al sexto ahn —dijo, y se volvió, y mientras caminaba las campanillas de esclava se agitaban en su tobillo.
Abandoné el estadio de carreras y comencé a descender, nivel por nivel, la larga rampa de piedra. Pocos abandonaban las carreras, y en cambio me crucé con varios individuos que llegaban tarde, y que ascendían la rampa; quizá se habían visto obligados a abandonar tarde sus empleos. En un rincón de la rampa descendente había un grupo de jóvenes, Tejedores a juzgar por las vestiduras, y todos estaban absortos en un juego parecido al de los dados. En la planta baja, detrás de las altas tribunas, la vida era mucho más intensa. Aquí había líneas de puestos en una amplia arcada, y podían comprarse diferentes tipos de mercancías, generalmente de bajo precio y escasa calidad. Había alfombras mal tejidas, amuletos y talismanes, rosarios de cuentas; papeles con alabanzas a los Reyes Sacerdotes; muchos adornos de vidrio y metal barato; broches pulidos y lustrados; alfileres con la cabeza tallada; amuletos de la suerte; bastidores con perchas de las cuales colgaban diferentes vestiduras, velos y túnicas con los colores de todas las castas; cuchillos y cinturones baratos; frasquitos con perfumes; y pequeñas reproducciones pintadas de arcilla que figuraban el estadio y las carreras de tarns. También vi un puesto donde se vendían sandalias baratas y mal cosidas. El vendedor afirmaba que eran de la misma clase que las usadas por Menicio de Puerto Kar. Menicio, que pertenecía a los Amarillos, había ganado una de las carreras que yo acababa de presenciar. Afirmaba haber ganado seis mil carreras, y en Ar y algunas de las ciudades del norte, era un héroe muy popular. Se decía que en la vida privada era cruel y disipado, venal y mezquino, pero cuando trepaba a la montura de un tarn de carrera eran pocos los que no se emocionaban viéndolo; se decía que nadie sabía montar como Menicio de Puerto Kar. Por lo que vi, las sandalias se vendían bastante bien.
Dos veces me abordaron hombres que ofrecían pequeños rollos, que, según afirmaban, contenían información importante acerca de las próximas carreras, las características de las aves, sus jinetes, los tiempos registrados en carreras anteriores, y datos por el estilo; imaginé que traían poco más que lo que se conocía públicamente, gracias a los tableros públicos; por otra parte, los vendedores siempre afirmaban que ofrecían información importante en general desconocida.
Cuando pasaba bajo el arco principal del estadio, para entrar en la ancha calle que se abría después, la llamada Calle de los Tarns, a causa de la proximidad del estadio, oí una voz detrás.
—¿Quizá no te agradaron las carreras?
Era la voz del hombre que estaba sentado detrás de mí en las gradas, antes de que yo cambiase de asiento para evitar que el pequeño Hup me reconociese; el mismo que había hablado mal del Hinrabian que ocupaba el trono de Ar, y que había comprado una golosina al pobre tonto.
Me pareció que la voz tenía un acento conocido.
Me volví.
Frente a mí, el rostro afeitado, pero la cara ancha y soberana disimulada por la capucha de un campesino, el cuerpo gigantesco, musculoso y ágil en el áspero atuendo de lo que en Gor es la casta más baja, estaba un hombre a quien no podía olvidar, aunque hubieran pasado años desde la última vez que lo había visto, aunque ahora su poblada barba hubiese desaparecido, aunque el cuerpo ahora se revistiese con la capucha y la vestidura de un campesino. En la mano derecha llevaba un pesado cayado de campesino, aproximadamente de un metro ochenta de altura, y quizá cinco centímetros de ancho.
Él me sonrió, y se volvió.
Comencé a caminar tras él, pero tropecé con el cuerpo de Hup el Loco, y le arrojé al suelo su bandeja de golosinas.
—¡Oh, oh, oh! —exclamó dolorido el Loco. Enojado, traté de esquivarle, pero otros me cerraron el paso, y el hombre corpulento con la vestidura de campesino desapareció. Corrí tras él, pero no pude encontrarlo en la multitud.
Hup se abalanzó enojado sobre mí, y me tironeó de la túnica.
—¡Paga! ¡Paga! —gimió.
Le miré, y esos ojos grandes, simples e irregulares no me reconocieron. Su mente empobrecida ni siquiera podía recordar el rostro del hombre que le había salvado la vida. Irritado le entregué una moneda de plata, mucho más de lo que era necesario para pagar las golosinas arruinadas, y me alejé.
—Gracias, amo —gimió el Loco, saltando primero sobre un pie y después sobre el otro—. ¡Gracias, amo!
La cabeza me daba vueltas. Me preguntaba qué significaba el hecho de que él se encontrara en Ar.
Me alejé del estadio, con la mente confusa, inquieto y respirando pesadamente.
No había error posible. Sabía quién era el hombre con el atuendo de campesino y el cayado.
Había visto a Marlenus, el que había sido Ubar de Ar.

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