22 - LA CORTE DEL UBAR MARLENUS

En el cilindro central de Ar, el mismo que alberga el palacio y la corte del Ubar, en una habitación que me habían destinado, vestí la túnica del Guerrero.
Era una prenda fresca y limpia, de color escarlata. Me ajusté a la cintura el cinto y la vaina de la espada. Eran de cuero nuevo, negro y reluciente, con aplicaciones de bronce. Pero el arma era mi vieja espada, el fino y conocido acero. Sentado sobre el borde del diván de piedra, me incliné para atar las sandalias. Hup estaba sentado, con las piernas cruzadas, sobre un arcón puesto contra la pared; apoyaba el mentón en las manos. El sol iluminaba la habitación.
—Soy el agente de los Reyes Sacerdotes en Ar —dijo Hup—. Desde el comienzo he seguido tus movimientos en la ciudad.
—También perteneces al partido de Marlenus —dije.
—Es mi Ubar —dijo Hup—. Me ha concedido el honor de participar en su retorno al poder.
—¿Los Reyes Sacerdotes se sienten complacidos con el sesgo de los acontecimientos?
—Son realistas.
—Con Marlenus en el trono, Ar será peligrosa.
Hup sonrió.
—Ar siempre es peligrosa —se rascó una oreja—. En todo caso, mejor Marlenus que Cernus.
—Eso es muy cierto —dije riendo.
—Marlenus ha necesitado varios años para regresar —dijo Hup—. En tiempos de Kazrak poco podía hacerse. Aunque Kazrak era un Ubar bastante mediocre, y lo que es peor, no era nativo de Ar, demostró capacidad, y era un hombre honesto e inteligente, un individuo valeroso que persiguió el bien de la ciudad.
—¿Y Marlenus? —pregunté.
—Pese a todos sus defectos, Marlenus es el representante más auténtico de la propia Ar.
Pensé en el magnífico Marlenus, brillante y obstinado, vano y orgulloso, un gran espadachín y un líder de hombres, y para los habitantes de Ar, siempre el Ubar de Ubares. Por él los hombres estaban dispuestos a luchar y morir. Yo sabía que Marlenus nunca ocuparía el segundo lugar en una ciudad. Y ahora había regresado a Ar.
—Con la partida de Kazrak y la designación de Minus Tentius Hinrabian como Administrador de la ciudad —continuó diciendo Hup—, el regreso de Marlenus se convirtió en una posibilidad. En ese momento ya teníamos en la ciudad una red de agentes, algunos que eran hombres libres y otros esclavos. Quizá conoces a varios de ellos.
—La esclava Fays —dije—, y las muchachas de la calle de las Vasijas.
—Sí —dijo Hup—. A diferencia de las mujeres libres, las esclavas pueden ir casi a cualquier parte, reunir información, llevar mensajes.
—Una joven llamada Nela, del Estanque de las Flores Azules, ¿era agente de Marlenus?
—Una de las principales.
—Me alegro que así sea.
—Ella y otras esclavas de los baños, que trabajaban para Marlenus, ya fueron liberadas —me informó Hup.
—Bien —dije—. La noticia me complace mucho. Pero, ¿qué me dices de las muchachas que no colaboraron con Marlenus?
Hup pareció desconcertado.
—Todavía usan los collares con las cadenas —dijo—, y son esclavas en los baños.
Recordé a Talena, la hija de Marlenus, la mujer a quien no veía hacía muchos años.
Nada se sabía de ella en Ar, del mismo modo que no se conocía su destino en Ko-ro-ba, ni siquiera en el Nido de los Reyes Sacerdotes.
Hup descendió del arcón.
—Ven —dijo—, vamos a la corte del Ubar.
Le miré.
—El Ubar —dije— puede atender su corte sin mi ayuda. Pronto me iré de Ar.
No deseaba compartir las glorias de Marlenus o las recompensas que en su generosidad pudiese concederme.
Me sentía muy triste.
Marlenus se había mostrado bondadoso conmigo. La víspera, un hombre se había presentado en mi habitación.
—Te traigo una joven —me había dicho el visitante—. Te atará las sandalias y te servirá vino.
Yo había despedido al hombre, sin siquiera mirar a la joven. Deseaba estar solo.
La causa de los Reyes Sacerdotes había progresado; se había obtenido la restauración de Marlenus en el trono de Ar. Pero fuera de eso, yo tenía poco de qué regocijarme.
—Por favor —dijo Hup— acompáñame a la corte de mi Ubar.
Le miré y sonreí.
—Muy bien, Pequeño Amigo —dije.
Iniciamos el largo trayecto a través de los salones y los corredores del Cilindro Central de Ar, una construcción que era casi una ciudad en sí misma.
Nos cruzamos con muchos hombres, y de acuerdo con la costumbre goreana, levantaban la mano derecha, con la palma hacia dentro, y decían: “Tal” y nosotros devolvíamos el saludo.
Ahora no había taurentianos en el Cilindro Central. Habían sido dispersados, humillados y exiliados de la ciudad. La víspera, en una ceremonia pública, les habían quitado las capas púrpuras y los yelmos; habían quebrado sus espadas, y acompañados por guerreros comunes habían sido llevados lejos de los muros de Ar.
Safrónico y otros altos oficiales, entre ellos Seremides de Tyros, quien había reemplazado a Máximo Hegesio Quintilio como jefe de las fuerzas de Ar, estaban encadenados en las mazmorras del Cilindro Central. La guardia de palacio ahora estaba formada por guerreros que habían luchado al lado de Marlenus. Según me explicó Hup, se había decidido formar la guardia de palacio con sucesivos grupos de hombres, que rotarían con el fin de que el honor de servir al Ubar se distribuyese más ampliamente; y supongo, además, para evitar así que determinado grupo de hombres con el tiempo llegase a dominar a los guardias.
La mayoría de los hombres del Cilindro Central pertenecían a castas inferiores, y estaban aquí para cumplir sus funciones. Era una excepción los numerosos Escribas. Vi a dos Médicos. De tanto en tanto me cruzaba en los corredores con una esclava.
—¿Capturaron a Filemón? —pregunté a Hup mientras recorríamos los pasillos.
Hup rió.
—Sí —dijo—. Trató de esconderse en los aposentos privados de Cernus.
—Filemón me dijo —observé— que solía tener acceso a esos aposentos para copiar documentos.
Hup sonrió nuevamente.
—Al parecer, no conocía las habitaciones de Cernus tanto como quería hacer creer.
Mientras caminábamos miré a Hup. Volvió los ojos hacia mí y me sonrió.
—Cuando trató de entrar en las habitaciones de Cernus, accionó una puerta trampa y cayó a un pozo de captura, a seis o siete metros por debajo del suelo. Le retiramos de allí cuando nos pareció apropiado.
Me reí.
—Ahora viaja encadenado a las Montañas Sardar, acompañando a los materiales retirados de la habitación de la bestia y a todo lo que trajeron las naves negras. Supongo que, interrogado por los Reyes Sacerdotes, revelará lo que sabe. Me figuro que ellos obtendrán del material bastante más información que de Filemón.
—¿Esa extraña ballesta fue llevada a las Montañas Sardar? —pregunté, aludiendo al rifle.
—Sí.
—¿Qué harán con Filemón en el Nido, después que consigan que hable?
—No lo sé. Quizá lo conserven como esclavo.
Ahora avanzábamos por un corredor alfombrado. Vi que las puertas estaban aseguradas únicamente con nudos especiales. Quizás eran las puertas de acceso a las habitaciones de los esclavos, y contenían poco más que un jergón de paja, un cuenco para lavarse, y una cajita en la cual podía guardarse una túnica de esclavo y quizás utensilios sencillos, un plato y una taza.
Al pasar, observé los nudos de las puertas.
Poco después ingresamos en la gran cámara abovedada en cuyo centro se levantaba el trono de mármol del Ubar de Ar. Cuando entré, los guerreros me saludaron con un movimiento de la espada. Alcé la mano para contestar el saludo. El salón estaba ocupado por hombres con las vestiduras de muchas castas, altas y bajas. Marlenus, Ubar de Ar y Ubar de Ubares, ocupaba el trono, y vestía la túnica púrpura de su cargo. A su alrededor, muchos de los guerreros que le habían acompañado desde el comienzo de su exilio y que habían huido con él a las Voltai y compartido sus padecimientos, ahora compartían también la gloria de su restauración. Advertí que no había Iniciados en la sala. Supuse que su influencia en Ar había terminado; por lo menos, era el caso en la corte del Ubar. Marlenus alzó la mano para saludarme.
—Tal —dijo.
—Tal —repliqué—, Marlenus de Ar.
Marlenus había dispensado muchos honores y otorgado recompensas a sus fieles. Había muchas designaciones en cargos de importancia.
Recuerdo ciertas cosas más claramente que otras. Safrónico, ex capitán de los taurentianos, y sus altos oficiales, y Seremides de Tyros, comparecieron encadenados. Arrodillados frente al Ubar, no pidieron clemencia ni tampoco la obtuvieron. Se ordenó que se les trasladara a Puerto Kar, encadenados, y fueran vendidos como esclavos con destino a las galeras.
Flaminio también estaba cerca del trono del Ubar. El Ubar le perdonó sus actos en beneficio de la Casa de Cernus, y el Médico pidió se le autorizara a continuar en la ciudad. Deseaba regresar a su investigación.
De pronto, entre los gritos complacidos de los hombres del Ubar, doscientas o trescientas muchachas fueron introducidas en el salón de la corte. Vestían la breve túnica gris de las esclavas de Ar, una prenda abierta hasta la cintura y asegurada con una cuerda gris: en el cuello, el collar de metal de las esclavas; estaban descalzas, sobre el tobillo izquierdo de cada una, la banda metálica, con las cinco campanillas grises. Tenían los cabellos muy cortos peinados hacia atrás y asegurados sobre la nuca. Las muñecas a la espalda, sujetas con brazaletes de metal. Estaban encadenadas formando largas filas, y la cadena pasaba por un orificio practicado en el collar de cada una.
—Aquí tenemos a las esclavas más bellas de la Casa de Cernus —dijo Marlenus, y con un gesto señaló a las muchachas.
Se oyeron vivas de los partidarios de Marlenus reunidos en el salón.
—Elegid a vuestra esclava —dijo el Ubar.
Entre grandes vivas, los hombres corrieron hacia las muchachas para elegir la que más les agradaba.
Se oyeron gritos de placer, exclamaciones y protestas, comentarios y risas, mientras los hombres sujetaban cada uno a la muchacha que le interesaba. Después de practicada la elección, las jóvenes fueron liberadas de la cadena general y se entregó a cada hombre las llaves del collar, los brazaletes y la tobillera de la elegida. Los escribas instalados frente a varias mesas endosaron y actualizaron los documentos de registro, de modo que la propiedad de las jóvenes pasara legalmente del Estado a los ciudadanos individuales.
Se hizo el silencio en la habitación cuando se obligó a una joven a marchar hacia el estrado del Ubar. Vestía como las demás. Tenía las muñecas atadas a la espalda.
—Esclava —dijo Marlenus.
La muchacha alzó la cabeza.
—¿Amo? —preguntó.
—¿Cómo te llamas?
—Claudia Tentius Hinrabian —murmuró la joven.
—¿Eres la última de los Hinrabian? —preguntó Marlenus.
—Sí, amo —dijo ella, la cabeza inclinada, la mirada fija en el semblante terrible de Marlenus.
—Muchas veces tu padre, que era Administrador de Ar, buscó mi destrucción. Muchas veces envió asesinos, espías y tarnsmanes con la misión de que me encontraran en la Cordillera Voltai, y me destruyeran.
La joven tembló, pero no dijo nada.
—Era mi enemigo —dijo Marlenus.
—Sí, amo —murmuró ella.
—Y tú eres su hija.
—Sí, amo —murmuró la joven. Los guerreros parecían muy altos y poderosos al lado de la frágil muchacha. De pronto ella tocó el suelo con la cabeza.
—¿Será necesario torturarte y empalarte públicamente? —preguntó Marlenus.
La esclava calló.
—O quizá sea más divertido mantenerte como esclava de placer en mis Jardines de Placer.
La muchacha no se atrevió a levantar la cabeza.
—¿O será mejor liberarte? —preguntó Marlenus.
Ella le miró, sobresaltada.
—¿Tal vez retenerte en un aposento del Cilindro Central, no como esclava, sino como prisionera, y unirte en el futuro al hombre que más me convenga?
Había lágrimas en los ojos de Claudia.
—De ese modo —dijo Marlenus—, una Hinrabian por lo menos podría servir a los intereses de Ar.
—De este modo —murmuró la esclava— sería más esclava que una esclava.
—Te libero —dijo Marlenus repentinamente—, pero te libero de tal modo que podrás ir a donde te plazca y hacer lo que desees.
Ella le miró, los ojos muy grandes, sobresaltada.
—Recibirás una pensión del estado —dijo Marlenus—, suficiente como para atender las necesidades de una mujer de la casta alta.
—¡Ubar! —gritó la joven—. ¡Ubar!
Marlenus habló a los guardias que acompañaban a Claudia:
—Cuidad de que en todas las cosas la traten como a la hija de un Administrador de Ar.
Sollozando, Claudia fue retirada del salón.
Después se atendieron otros asuntos. Recuerdo que uno de ellos fue el caso de más de cien esclavas exóticas provenientes de la Casa de Cernus, las jóvenes de túnica blanca criadas sin conocimiento de la existencia de los hombres.
—Nada saben de la esclavitud —dijo Marlenus—. Que no se enteren ahora.
Ordenó que se tratase con bondad a las jóvenes, y que se las incorporase al mundo de Gor, con toda la bondad que una sociedad de ese carácter permitía; sería necesario liberarlas y alojarlas individualmente con familias goreanas en las que no existieran esclavos.
Yo había recibido los mil discotarns dobles de oro por la victoria en la Carrera del Ubar. Vi un momento a Flaminio en el salón de la corte. Le entregué ochocientos discotarns dobles, de modo que pudiese reanudar sus investigaciones.
—Médico, libra tus propias batallas.
—Mi gratitud —dijo Flaminio—, Guerrero.
—¿Habrá otros que deseen colaborar contigo? —pregunté, porque recordaba los peligros de la investigación y la enemistad de los Iniciados.
De los doscientos discotarns dobles que restaban de la victoria en la Carrera del Ubar entregué todos menos uno a Melaine, que había servido en las cocinas de Cernus. De ese modo dispondría de los elementos necesarios para vivir. Con ese pequeño capital Melaine, que había sido miembro del grupo de los operarios textiles, podría abrir una tienda en Ar, comprar materiales y contratar a hombres de su casta que la ayudaran en la tarea.
—Algunos. Unas ocho personas, hábiles y prestigiosas, me han asegurado que colaborarán en esta empresa.
Nos estrechamos las manos.
El discotarn doble, último resto del oro de la victoria, lo puse en manos de Qualius, el Jugador ciego, que ahora estaba en la corte del Ubar, porque al igual que Hup había pertenecido al partido de Marlenus.
—¿Eres Tarl Cabot? —preguntó.
—Sí —dije—, el hombre que se llamaba Kuurus; y este discotarn doble te lo entrego ahora por tu victoria sobre el Viñatero, hace mucho, cerca de la gran puerta de Ar. Entonces no quisiste aceptar mi oro, porque creíste que era oro negro.
Qualius sonrió y aceptó la moneda.
—Conozco el oro de Tarl Cabot —dijo—, y sé que no es oro negro. Lo acepto, y me honro en hacerlo.
—Lo ganaste —le aseguré.
Vi unos minutos a Nela, que había trabajado en los baños y a varias de las restantes jóvenes. La besé, y vi que su libertad la alegraba profundamente. También vi a Fays y a varias jóvenes de la Calle de las Vasijas. Ahora todas eran mujeres libres.
Me preparé para abandonar la corte del Ubar.
—No te marches aún —dijo Hup.
—Tonterías, Pequeño Amigo —dije.
Me volví y salí del salón con el propósito de regresar a mi habitación. Tal vez en una hora o más podría alejarme de los muros de Ar, montado en el gran tarn negro. Había concluido mi trabajo en la ciudad.
Sentía el corazón oprimido mientras caminaba solo por los salones del Cilindro Central de Ar.
Había fracasado en muchas cosas.
Atravesé un corredor tras otro, realizando en sentido inverso el camino que me había llevado de mi habitación a la corte del Ubar.
Atravesé diferentes puertas, la mayoría provistas de pesadas cerraduras, y otras aseguradas simplemente con los nudos de hombres inferiores, o incluso de esclavos. En una hora más saldría de la ciudad.
Me detuve bruscamente y miré una pequeña y estrecha puerta de madera que sin duda daba acceso a la habitación de una esclava.
Permanecí de pie, aturdido y estupefacto. Me temblaba el cuerpo.
Tenía los ojos fijos en el nudo-firma que aseguraba el humilde portal.
Me arrodillé frente a la puerta. Con dedos temblorosos toqué el nudo.
Era un nudo complicado, femenino y complejo, con coquetos adornos y lazos aquí y allá.
No podía respirar. Durante un instante me pareció que el mundo daba vueltas.
Era un hermoso nudo.
Lo toqué, y temblando, casi sin respirar, con mucho cuidado comencé a desatarlo. Apenas había desatado una parte del nudo cuando me incorporé de un salto y me volví, y gritando corrí como un loco de regreso a la corte del Ubar. Las esclavas con quienes me cruzaba me miraron como si hubiese perdido el juicio. Los hombres se apartaban. Se oyeron gritos. Pero yo continué corriendo y llegué al fin a la corte del Ubar.
Allí, frente al trono del Ubar, estaban de pie dos jóvenes ataviadas con la breve túnica de las esclavas de Ar.
Me detuve.
Hup me aferró la mano e impidió que continuara avanzando.
Ahora quitaban los brazaletes de las muñecas de las jóvenes; el propósito era entregarlas a dos Guerreros.
Ambas eran bellas. Una era una joven esbelta y frágil, de profundos ojos grises. La otra tenía ojos y cabellos oscuros, y un cuerpo que hubiera podido ser el de una esclava de pasión.
Los dos Guerreros que se adelantaron para reclamar a las jóvenes eran Relio y Ho-Sorl.
Aturdido, miré a Hup.
Hup me sonrió.
—Por supuesto —dijo—. Los Reyes Sacerdotes y sus aliados no son tan tontos como otros creen.
—Pero Samos de Puerto Kar —conseguí decir— compró a las muchachas.
—Es natural. Samos de Puerto Kar es representante de los Reyes Sacerdotes, su agente en Puerto Kar.
No pude decir palabra.
—Hace meses comprendimos claramente que Cernus intentaría vender a las jóvenes durante la Fiesta del Amor, en el Curúleo —dijo Hup—. Por eso se resolvió comprar a Vella y a estas dos muchachas.
—Filemón —dije— nos explicó que Vella sería comprada por un representante de los Reyes Sacerdotes.
—No sabía cuánta verdad había en sus palabras —sonrió Hup.
—¿Dónde está Elizabeth?
—¿Elizabeth?
—Vella —dije.
—No está aquí —afirmó Hup.
Hubiera apremiado al hombrecillo, pero en este instante Ho-Sorl con Phyllis y Relio con Virginia abandonaron la corte del Ubar. Iban abrazados. Se sentían felices. Se había cumplido su destino.
Me adelanté hacia el trono. Y Marlenus, Ubar de Ubares, me miró.
—Ar te debe mucho —dijo—, y yo, Marlenus, Ubar de Ar, también.
Asentí, para confirmar la verdad del asunto.
—Sería difícil determinar el pago adecuado por los grandes servicios prestados por Gladius de Cos a mi causa.
Nada dije.
—O por los grandes servicios prestados por Tarl de Ko-ro-ba, llamado Tarl de Bristol en las canciones.
Era cierto. Marlenus y Ar me debían mucho aunque yo deseaba poco.
—Por lo tanto —dijo Marlenus— prepárate para recibir tu premio.
Miré a los ojos a Marlenus, ahora Ubar de Ar y Ubar de Ubares.
Observé asombrado que traían pan y sal, y una pequeña antorcha encendida.
Los que allí estaban reunidos prorrumpieron en exclamaciones de desaliento.
Yo no podía creer lo que veía.
Marlenus tomó el pan y lo partió con sus grandes manos.
—Se te rehusa el pan —dijo Marlenus, y devolvió el pan a la bandeja.
Gritos de asombro en la corte.
Marlenus tomó la sal, y volvió a dejarla sobre la bandeja.
—Se te rehusa la sal —dijo.
—¡No! —gritaron centenares de voces—. ¡No!
Sin apartar los ojos de mi rostro, Marlenus alzó la pequeña antorcha encendida. La aplicó a la sal de modo que la llama se extinguió.
—Se te rehusa el fuego —dijo.
Se hizo el silencio en la corte del Ubar.
—En adelante, por decreto del Ubar —dijo Marlenus— dictado en la ciudad de Ar, debes prepararte para partir antes de la caída del sol, y no regresarás si no quieres sufrir el castigo de la tortura y la muerte.
Los que allí estaban reunidos no podían creer lo que oían y veían.
—¿Dónde está la joven Vella? —pregunté.
—Retírate de aquí —ordenó Marlenus.
Llevé la mano a la empuñadura de mi espada. No la desenfundé, pero bastó el gesto y un centenar de espadas abandonaron sus vainas.
Me volví. Parecía que el salón giraba mi alrededor, y casi sin sentir el suelo bajo los pies me retiré de la corte del Ubar.
Dominado por la cólera, caminé por los corredores, y el corazón me latía aceleradamente.
¿Por qué me habían hecho esto? ¿Ésa era la recompensa por mis servicios? ¿Y qué había ocurrido con Elizabeth? ¿Quizá Marlenus había decidido reservarla para sus propios Jardines de Placer? Los hombres como Marlenus tienden a apoderarse de lo que les agrada, y a conservarlo a punta de espada si así lo desean. Mi odio al Ubar de Ar, a cuya restauración yo mismo había contribuido, me envolvía e impregnaba, volcánico y sombrío. Mi mano aferraba la empuñadura de la espada.
Abrí bruscamente la puerta de mi habitación.
La joven se volvió y me miró. Vestía la breve túnica de las esclavas de Ar, y tenía puesto el collar de metal, y las campanillas colgaban de su tobillo izquierdo. Oí las campanillas cuando se volvió para mirarme. En sus ojos había lágrimas.
Estreché entre mis brazos a Elizabeth Cardwell. Pensé que jamás permitiría que se alejara de mí. Lloramos, y nuestras lágrimas mojaron sus cabellos y mis mejillas, mientras nos besábamos y tocábamos. De su nariz colgaba el minúsculo y fino anillo de oro de la mujer tuchuk.
—Te amo, Tarl —dijo.
—Te amo —exclamé—. ¡Te amo, Elizabeth!
Sin ser advertido, Hup, el Pequeño Tonto, había entrado en la habitación. Traía consigo algunos papeles. También en sus ojos había lágrimas.
Después de un momento habló.
—Sólo resta una hora —dijo— hasta la puesta del sol.
Siempre abrazando a Elizabeth, le miré.
—Dale las gracias por mí a Marlenus, Ubar de Ar —dije.
Hup asintió.
—Ayer por la noche —dijo— Marlenus te la envió, de modo que te atara las sandalias y te sirviera el vino; pero tú ni siquiera la miraste.
Elizabeth rió y apretó la mejilla contra mi hombro izquierdo.
—Me negaron el pan, el fuego y la sal —dije a Elizabeth.
Ella asintió.
—Sí —dijo. Me miró, desconcertada— Hup me dijo ayer que así se haría.
Miré a Hup.
—Pero ¿por qué? —pregunté—. Parece indigno de un Ubar.
—¿Olvidaste —preguntó el hombrecito— la ley de la Piedra del Hogar?
Contuve una exclamación.
—Sin duda, es mejor el destierro que la tortura y la muerte.
—No comprendo —dijo Elizabeth.
—En el año 10.110, hace más de ocho años, un tarnsman de Ko-ro-ba robó la Piedra del Hogar de la ciudad.
—Fui yo —dije a Elizabeth.
Ella se estremeció, porque conocía el castigo que se infligía por un hecho de esa naturaleza.
—En su carácter de Ubar —dijo Hup— Marlenus no puede traicionar la ley de la Piedra del Hogar de Ar.
—Pero no me ofreció ninguna explicación —protesté.
—Un Ubar no da explicaciones.
—Luchamos unidos —dije—, espalda contra espalda. Le ayudé a recuperar su trono. Antaño fui el compañero de su hija.
—Lo sé porque le conozco —dijo Hup—, y aunque esto me cueste la vida te diré que Marlenus está dolido. Muy dolido. Pero es Ubar. Es Ubar. Más que un hombre, más que Marlenus, es el Ubar de mi ciudad, de la propia Ar.
Le miré.
—¿Estarías dispuesto —preguntó Hup— a traicionar la Piedra del Hogar de Ko-ro-ba?
Llevé la mano a la empuñadura de la espada.
Hup sonrió.
—En ese caso —dijo—, no pienses que Marlenus, sea cual fuere el precio o el coste, el dolor y la angustia, pueda traicionar a la Piedra del Hogar de Ar.
—Entiendo —dije.
—Si un Ubar no respeta la ley de la Piedra del Hogar, ¿quién lo hará?
—Nadie. Es duro ser Ubar.
—Falta menos de una hora hasta la caída del sol.
Apreté contra mi cuerpo a Elizabeth.
—He traído documentos —dijo Hup—. Han sido endosados a tu nombre. La esclava es tuya.
Elizabeth miró a Hup. Él era goreano. Para Hup, Elizabeth era eso, nada más que una esclava.
A mis ojos era el mundo entero.
—Escribe en los documentos —ordené— que el primer día de la restauración de Marlenus de Ar, el dueño de la esclava Vella, Tarl de Ko-ro-ba, le otorga la libertad.
Hup se encogió de hombros y anotó lo que yo había ordenado. Firmé los papeles, escribiendo mi nombre con la grafía goreana, y agregué el signo de la ciudad de Ko-ro-ba.
Hup me entregó la llave del collar y la tobillera de Elizabeth, y yo retiré el acero que la caracterizaba como esclava.
—Archivaré los documentos en el cilindro correspondiente —dijo Hup.
Abracé a la mujer libre, Vella de Gor, Elizabeth Cardwell de la Tierra.
Ambos subimos la escalera que llevaba al techo del cilindro central de Ar y contemplamos las muchas torres de la ciudad, las nubes luminosas, el cielo azul, el perfil escarlata de la Cordillera Voltai a lo lejos.
Las alforjas del tarn ya estaban llenas. Pero sólo yo podía montar al terrible monstruo.
Deposité a Elizabeth en la montura, y aseguré su cuerpo al alto pomo.
Hup permaneció de pie sobre el techo del cilindro, el viento agitándole los cabellos, mientras los ojos de tamaño y color desiguales nos miraban.
Entonces vimos aparecer a Relio y a Virginia, y también a Ho-Sorl seguido por Phyllis. Nos despedimos afectuosamente de ellos.
—Os deseo suerte —dijo Hup, y alzó una mano.
—Te deseo lo mismo a ti, Pequeño Amigo —dije. Alcé la mano para saludar a los otros—. A todos mucha suerte.
Moví las riendas y el tarn, batiendo las alas, se elevó con elegancia del cilindro. Describimos un círculo alrededor de la construcción.
—¡Mira! —gritó Elizabeth.
Miré hacia abajo y vi otra figura de pie en el techo del cilindro central de Ar. Una figura gigantesca, ataviada con el púrpura del Ubar.
Marlenus alzó una mano para despedirse.
Yo le imité, y le saludé, y al fin enfilé el tarn hacia las afueras de Ar.
El sol desaparecía tras la gran puerta de Ar cuando el tarn dejó atrás los muros, y comenzó a distanciarse de la ciudad.

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