16 - FIN DE LA KAJURALIA

Salté sobre el cuadrado de seda, dispersando los frascos y las cuentas que eran las piezas de nuestro juego, y derribando a Sura. Me apreté contra su cuerpo con el fin de protegerla. En el mismo instante, el cuchillo de Ho-Tu se clavó en un armario que estaba detrás, y yo rodé encogiendo las piernas y tratando de desenvainar la espada. Cuchillo en mano, Ho-Tu saltó sobre mí, y la hoja curva buscó mi cuello; puse la mano izquierda entre el cuchillo y mi cuello y sentí el relámpago caliente del dolor en el brazo, y la súbita salpicadura de la sangre en los ojos; pero un instante después aferraba la muñeca de Ho-Tu y trataba de apartar el cuchillo.
—¡Basta! —gritó Sura—. ¡Ho-Tu, basta!
Cedí repentinamente, y rodé sobre el suelo para apartarme de mi antagonista. Ho-Tu cayó pesadamente, y un instante después yo estaba de pie y había desenvainado la espada.
Ho-Tu se incorporó, y su rostro era una máscara de odio. Miró alrededor, vio la barra, corrió hacia ella y la retiró de la pared.
No fui tras él porque no quería matarlo.
Se volvió y yo vi que su dedo movía el dial, fijándolo en el Punto de Matar. Después, agazapado, la barra candente en la mano, comenzó a acercarse.
Pero Sura se interpuso.
—No le hieras —dijo.
—Apártate —dijo Ho-Tu.
—¡No! —gritó Sura.
Ho-Tu avanzó la barra, y hubo una lluvia de chispas luminosas, y Sura lanzó un alarido de dolor y cayó a un costado, gimiendo y llorando.
Durante un momento el rostro de Ho-Tu expresó un profundo sufrimiento, y después se volvió de nuevo hacia mí.
Yo había retrocedido hasta el armario, y después de envainar la espada me apoderé del cuchillo que Ho-Tu había arrojado un momento antes. Con un grito de cólera y rabia, Ho-Tu me arrojó la barra. Pasó rozándome la cabeza, golpeó la pared con una explosión de chispas y cayó sobre el suelo, donde comenzó a quemar las losas.
—¡Arroja tu cuchillo! —ordenó Ho-Tu.
Miré el cuchillo, y después al hombre.
—Con un cuchillo como éste —dije— mataste a un Guerrero de Thentis en un puente de Ko-ro-ba: fue por En´Var, cerca de la torre de los Guerreros.
Ho-Tu me miró desconcertado.
—Le atacaste por la espalda —dije—, como un cobarde.
—No maté a nadie —dijo Ho-Tu—. Estás loco.
Sentí que me dominaba una fría furia.
—Vuélvete —le dije—, muéstrame la espalda.
Ho-Tu obedeció.
Ahora Sura había conseguido pasar lo peor, y se había incorporado apoyándose de las manos y las rodillas.
—¡No lo mates! —murmuró.
—¿Dónde te hiero, Ho-Tu? —pregunté.
No dijo nada.
—Por favor, ¡no lo mates! —gritó Sura.
—¡Arroja el cuchillo! —gritó Ho-Tu.
Sura saltó entre nosotros, de espaldas a Ho-Tu.
—¡Mata primero a Sura! —gritó.
—¡Apártate! —exclamó Ho-Tu sin volverse, los puños cerrados—. ¡Apártate, esclava!
—¡No! —gritó Sura—. ¡No!
—No temas —dije—. No te mataré por la espalda.
Ho-Tu se volvió para mirarme, y con el brazo apartó a Sura.
—Recoge tu cuchillo curvo —ordené.
Sin quitarme los ojos de encima Ho-Tu encontró el cuchillo curvo y lo levantó.
—¡No peleéis! —gritó Sura.
Ho-Tu y yo comenzamos a describir círculos uno alrededor del otro.
—¡Basta! —gritó Sura. Después corrió hacia la barra y la levantó; aún estaba encendida y era imposible mirarla sin dolor.
—La barra —dijo Sura— está en el Punto de Matar. ¡Dejad las armas! —tenía los ojos cerrados, y estaba sollozando. Sostenía la barra con ambas manos, y estaba acercándola a su propio cuello.
—¡Alto! —grité.
Ho-Tu arrojó su cuchillo curvo y corrió hacia Sura, y le arrancó la barra. Vi que la apagaba y después la arrojaba a un rincón de la habitación. Abrazó a Sura, que sollozaba.
Después se volvió hacia mí.
—Mátame —dijo.
Yo no deseaba matar a un hombre desarmado.
—Pero —agregó Ho-Tu— yo no maté a nadie… ni en Ko-ro-ba ni en otra ciudad.
—Mátanos a ambos —pidió Sura—, pero te aseguro que él es inocente.
—Él mató —insistí.
—No fui yo —dijo Ho-Tu—. No soy el hombre a quien buscas.
—Hace un momento —le acusé— intentaste matarme.
—Sí —dijo Ho-Tu—. Es cierto. Y lo haría de nuevo.
—Pobre tonto —dijo Sura, sollozando, y al mismo tiempo besando a Ho-Tu—. ¿Matarías por una esclava?
—Te amo —exclamó Ho-Tu—. ¡Te amo!
—Yo también te amo, Ho-Tu.
Ho-Tu permaneció un momento como aturdido. Le temblaban las manos. En sus ojos negros vi lágrimas.
—¿Amas a Ho-Tu que es menos que un hombre?
—Eres mi amor —dijo Sura—, y lo fuiste muchos años.
Él la miró, sin atreverse a decir palabra.
—Sí —dijo ella.
—Ni siquiera soy un hombre —dijo Ho-Tu.
—En ti encontré el corazón de un larl y la suavidad de las flores. Para mí fuiste la bondad, la dulzura y la fuerza, y me amaste. En Gor no hay nadie que sea más hombre que tú.
—No maté a nadie —dijo él.
—Lo sé —afirmó Sura—. No podrías haberlo hecho.
—Pero cuando pensé que él estaba contigo —sollozó el maestro guardián— quise matar… matar.
—Ni siquiera me tocó. ¿No comprendes? Quiso protegerme, y me trajo aquí y me liberó.
—¿Es verdad? —preguntó Ho-Tu.
No contesté.
—Matador —dijo Ho-Tu—, perdóname.
—Usa la túnica negra —dijo Sura— y no sé quién es, pero no pertenece a la casta negra.
—No hablemos de eso —dije con expresión sombría.
Ho-Tu me miró.
—Quienquiera que seas —dijo—, debes saber que no maté a nadie.
Ho-Tu miró el cuadrado de seda, y los frasquitos y las cuentas.
—¿Qué estabais haciendo aquí? —preguntó.
—Me enseñó a jugar el juego —dijo Sura, riendo— con estas cosas.
Ho-Tu hizo una mueca.
—¿Te agradó? —preguntó.
—No, Ho-Tu —dijo Sura. Lo besó—. Es demasiado difícil para mí.
—Jugaré contigo, si lo deseas.
—No, Ho-Tu. No lo deseo.
Después se separó de él y fue a buscar la kalika. Ho-Tu se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, y ella hizo lo mismo frente al hombre. Los dedos de Sura tocaron las seis cuerdas una nota por vez, y después insinuaron una melodía… una canción de amor.
Ni siquiera supieron que yo había salido del aposento. Encontré en sus habitaciones a Flaminio el Médico, y aunque estaba borracho me vendó el brazo que Ho-Tu había herido con el cuchillo curvo. La herida no era grande.
—Los juegos de Kajuralia pueden ser peligrosos —observó Flaminio mientras ajustaba un lienzo blanco sobre la herida.
—Muy cierto —dije.
—Es la sexta herida de cuchillo curvo que he tratado hoy —dijo Flaminio.
—¿Sí?
—Imagino que tu antagonista está muerto.
—No —repliqué.
—¿Cómo?
—Recibí esta herida en las habitaciones del ama Sura.
—¡Ah! ¡Qué hembra! —después me miró y sonrió—. Confío en que el ama Sura habrá aprendido algo esta noche.
Recordé que le había enseñado el juego.
—Sí —dije con gesto agrio—, esta noche el ama Sura aprendió mucho.
Flaminio rió, muy complacido.
—Es una esclava arrogante —dijo—. No me desagradaría ponerle la mano encima, pero Ho-Tu no lo permitiría. Es un hombre muy celoso, a pesar de que ella no es más que una esclava. A propósito, esta noche Ho-Tu estuvo buscándote.
—Lo sé.
—Cuídate de él.
—No creo que Ho-Tu moleste a Kuurus, de la casta negra —dije, y me puse de pie.
Flaminio me miró con cierta aprensión. Después se puso de pie y se acercó a un armario de donde retiró una gran botella de Paga. La abrió, y vi sorprendido que servía dos copas. Bebió un buen sorbo de una de las copas, y después exhaló satisfecho.
—Por lo que he visto y oído, creo que eres buen médico —dije.
Me entregó la segunda copa, pese a que yo vestía la túnica negra.
—Durante los años cuarto y quinto del reinado de Marlenus —dijo Flaminio, sus ojos fijos en los míos— fui el primero de mi casta en Ar.
—Entonces —sugerí—, ¿descubriste el Paga?
—No.
—¿Fue una muchacha?
—No —repitió Flaminio—. No. —Bebió otro sorbo—. Yo deseaba encontrar una sustancia que inmunizara contra la Dar-Kosis.
—La Dar-Kosis es incurable.
—Antaño —dijo Flaminio—, hace siglos, hombres de mi casta decían que la vejez era incurable. Otros no aceptaron esta afirmación y continuaron trabajando. El resultado fue el suero de estabilización.
La Dar-Kosis o enfermedad sagrada es una dolencia virulenta y grave de Gor. Los enfermos no pueden participar de la sociedad normal. Recorren el campo cubiertos de harapos amarillos, golpeando un triángulo de madera para advertir de su presencia a los hombres; algunos aceptan ser arrojados a los pozos de la Dar-Kosis, varios de los cuales están en las proximidades de Ar; allí los alimentan, y por supuesto, viven aislados; la enfermedad es sumamente contagiosa. Para la ley, los enfermos prácticamente son seres muertos.
—La Dar-Kosis —afirmé— es sagrada para los Reyes Sacerdotes, y los que la padecen se consagran a los Reyes Sacerdotes.
—Es un dogma de los Iniciados —dijo Flaminio amargamente—. La enfermedad, el dolor y la muerte nada tienen de sagrado.
—Se cree que la Dar-Kosis —afirmé— es un instrumento de los Reyes Sacerdotes, utilizado para castigar a quienes les desagradan.
—Otro mito de Iniciados —insistió Flaminio.
—¿Cómo lo sabes?
—No me importa si es verdad o no. Soy médico.
—¿Qué ocurrió? —pregunté.
—Durante muchos años —explicó Flaminio—, y esto ocurrió antes de 10.110, el año de Pa-Kur y su horda, yo y otros trabajamos en secreto en el Cilindro de los Médicos. Consagramos nuestro tiempo al trabajo, el estudio, la investigación, las pruebas y los experimentos. Lamentablemente, un médico sin importancia a quien habíamos expulsado por incompetencia comunicó nuestro trabajo al Supremo Iniciado. El Cilindro de los Iniciados exigió que el Consejo Supremo de la Casta de los Médicos interrumpiera nuestra labor; y además, que se destruyesen los datos reunidos. Me agrada poder afirmar que los Médicos nos respaldaron. No hay mucha amistad entre los Médicos y los Iniciados, lo mismo que entre los Escribas y los Iniciados. Después el Cilindro del Supremo Iniciado solicitó al Consejo de la ciudad que interrumpiese nuestra labor, pero Marlenus, que era Ubar, permitió que continuáramos trabajando —Flaminio rió—. Recuerdo la vez que Marlenus habló al Supremo Iniciado. Le dijo que los Reyes Sacerdotes o bien aprobaban nuestra labor, o no la aprobaban; en el primer caso, debíamos continuarla; y en el segundo, como ellos eran los Amos de Gor, tenían el poder suficiente como para suspenderla.
Me eché a reír.
Flaminio me miró con curiosidad.
—Rara vez —dijo— los miembros de la casta negra ríen.
—¿Qué ocurrió después?
—Antes de la siguiente Mano de Pasaje, hombres armados irrumpieron en el Cilindro de los Médicos; quemaron los lugares donde trabajábamos; destruyeron nuestra labor, nuestros registros y los animales que utilizábamos; mataron a varios miembros del personal, y expulsaron a otros —se quitó la túnica, y vi que la mitad de su cuerpo era una inmensa cicatriz—. El efecto del fuego, cuando traté de salvar nuestro trabajo. En definitiva, nos castigaron y destruyeron nuestros papiros.
—Lo siento —dije.
Flaminio me miró. Estaba borracho, y quizá por eso me hablaba, Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Antes de que el fuego se propagase, yo había obtenido ciertos cultivos resistentes al organismo de la Dar-Kosis; un suero se inyectó a otros animales, que después se mostraron inmunes a la infección. No era más que un comienzo, pero yo abrigaba la esperanza… sí, esperaba mucho.
—¿Quiénes fueron los hombres que atacaron el Cilindro?
—Secuaces de los Iniciados —dijo Flaminio—. En efecto, los códigos de las castas no permiten que los Iniciados porten armas; tampoco se les permite herir o matar; por lo tanto, para cumplir esos propósitos necesitan contratar a otros.
—¿No intentasteis reanudar el trabajo?
—Todo había desaparecido —explicó Flaminio—, los archivos, el equipo y los animales; los médicos que sobrevivimos no deseábamos continuar trabajando; además, si hubiéramos reanudado nuestra labor los cómplices de los Iniciados habrían necesitado únicamente apelar otra vez a las antorchas y el acero.
—¿Y qué hiciste?
—Qué tonto fue Flaminio —dijo—. Una noche regresé a los lugares donde habíamos trabajado. Permanecí allí, de pie entre los equipos destruidos, las paredes quemadas. Y me reí. Comprendí que no podía combatir a los Iniciados. En definitiva, triunfarían ellos.
—No lo creo.
—La superstición —dijo Flaminio— proclamada como verdad, siempre se impondrá a la verdad, ridiculizada como superstición.
—No debes creer eso.
—Y me reí —continúo diciendo Flaminio—, y comprendí que el principal motor de los hombres es la codicia, el placer, el poder y el oro, y que yo, Flaminio, que sin éxito había intentado curar una enfermedad, era un tonto.
—No eres un tonto.
—Ya no lo soy. Abandoné el Cilindro de los Médicos, y al día siguiente entré a servir en la Casa de Cernus, donde estoy desde hace muchos años. Aquí me siento satisfecho. Me pagan bien. Tengo mucho oro, y gozo de cierto poder, y puedo elegir a las jóvenes Seda Roja. ¿Quién podría pedir mas?
—Flaminio.
Me miró sobresaltado. Después se rió y meneó la cabeza.
—No —dijo—, aprendí a despreciar a los hombres. Por eso esta casa me conviene —me miró, con el odio del borracho—. ¡Desprecio a los hombres! Por eso bebo contigo.
Asentí brevemente, y me volví para salir.
—Un detalle más de esta pequeña historia —dijo Flaminio. Alzó la botella hacia mí.
—¿De qué se trata? —pregunté.
—Durante los juegos de En´Kara, en el Estadio de los Filos, vi al Supremo Iniciado, Complicius Serenus.
—¿Y?
—No lo sabe —afirmó Flaminio—, no lo sabrá quizá durante un año.
—¿Qué?
Flaminio rió, y se sirvió otra copa.
—Que se está muriendo de Dar-Kosis —dijo.

Recorrí la casa. Había pasado la Vigésima hora, la medianoche del día goreano, pero aquí y allá aún se oían los festejos de la Kajuralia, celebrada a menudo hasta el alba.
Absorto en mis pensamientos, de pronto me encontré en el salón de Cernus, donde habíamos cenado. Movido por la curiosidad, abrí la puerta por donde había salido el esclavo arrojado a la bestia. Encontré una larga escalera, y la seguí. Llegué a un descansillo, de donde partía un largo corredor. Al final, dos guardias. Apenas me vieron se incorporaron. Ninguno estaba borracho. Al parecer, ambos estaban bien descansados y se mostraban alertas.
—Kajuralia —dije.
Los dos hombres extrajeron sus armas.
—No pases de aquí, matador.
—Muy bien —contesté. Miré la gruesa puerta detrás de los dos hombres. No estaba cerrada de nuestro lado, y el hecho atrajo mi atención. Sin embargo, había medios de atrancarla a mano: dos grandes trancas que podían ajustarse sobre soportes de hierro.
De pronto oí un rugido colérico detrás de la puerta.
—Me hirieron —le expliqué a los guardias— en el deporte del cuchillo curvo.
—¡Márchate! —gritó uno de los guardias.
—Os lo mostraré —dije, y aparté un poco la venda para revelar la herida.
De pronto, se oyó un grito salvaje detrás de la puerta, un grito de intensidad casi maníaca, y me pareció que algo se movía detrás de las piedras, un ser incontrolable dotado de garras.
—¡Vete! —gritó el segundo guardia—. ¡Vete!
—Pero no es una herida grave —dije, y la apreté un poco para que brotara sangre.
Horrorizado oí que detrás de la puerta algo manipulaba un cerrojo. Me pareció que lo corría, y después con un movimiento brusco volvía a cerrarlo. Comprendí entonces, definitivamente, que la puerta estaba cerrada por dentro, y podía ser abierta por dentro.
Hubo otro grito salvaje, un rugido pavoroso y casi enloquecedor, y de nuevo se corrió el cerrojo interior dejando abierta la puerta, y con un grito de temor los dos guardias pusieron las vigas en los soportes, de modo que no fuese posible abrir la puerta. Los dos guardias se apoyaron contra ella. Detrás, se oyó un rugido colérico, frustrado y terrible. Dos garras arañaron la madera; vi cómo temblaba y se movía la pesada puerta, golpeada contra las trancas.
—¡Vete! —gritó el primer guardia—. ¡Vete!
—Muy bien —dije, y me volví y caminé por el corredor.
Oí las maldiciones de los guardias, y las sacudidas de la puerta. Cuando ya me había alejado, devolví a su lugar el vendaje, me bajé la manga y miré hacia atrás. La cosa que estaba detrás de la puerta ya no emitía sonidos, y la puerta misma ya no presionaba contra las vigas; desde el lugar en que me encontraba oí el ruido del cerrojo que se corría y volvía a ocupar su lugar. Un minuto o dos después vi que los guardias quitaban las trancas. Al parecer, lo que estaba ahí dentro se había tranquilizado.

Continué explorando la casa, y aquí y allá tropecé con guardias embriagados o miembros del personal en la misma condición; y todos me saludaban con el grito “¡Kajuralia!” a lo cual yo respondía del mismo modo.
Mi memoria evocaba insistente un pensamiento. Era Cernus que me decía frente a la celda de los prisioneros especiales: “Matador, no serías buen Jugador”
Volví a pensar en Caprus, Caprus el bueno y valeroso. El hombre que merecía la confianza de los Reyes Sacerdotes. Había arreglado personalmente que un agente de los Reyes Sacerdotes comprara a las muchachas. Caprus, que rara vez salía de la casa. El valeroso Caprus. Matador, no serías buen Jugador. El valeroso Caprus.
De pronto, entré en la cocina donde se preparaban alimentos para el salón de Cernus. Algunas esclavas sobresaltadas se pusieron de pie; todas estaban encadenadas a los anillos, pero la mayoría dormía borracha.
—¿Dónde está el Paga? —pregunté a una de las jóvenes. Sobresaltado, vi que la muchacha no tenía nariz.
—¡Allí, amo! —dijo, y señaló un canasto de botellas, bajo la larga mesa de trinchar.
Me acerqué al canasto y retiré una botella grande.
Miré alrededor.
Retiré otra botella de Paga del canasto y la entregué a la joven sin nariz.
—Gracias, amo —dijo la muchacha, sonriente, y volvió junto a sus amigas.
—Kajuralia —dije.
—Kajuralia —repitió.
De nuevo, el mismo pensamiento: Matador, no serías buen jugador. Matador, no serías buen Jugador. Con gesto sombrío, la botella en la mano, regresé al corredor y hallé la escalera que descendía a los pisos inferiores del cilindro, y en definitiva a los sótanos.
Continué descendiendo hacia las entrañas del cilindro, y el pensamiento se repetía en mi cerebro: Matador, no serías buen Jugador.
Comencé a sentir que el miedo me dominaba, y también la cólera. Comenzaba a entender algo que al mismo tiempo me horrorizaba. Matador, jamas serás buen Jugador.
Así, con la botella en la mano, pasé frente a los guardias y me encontré caminando por los estrechos corredores de hierro que circundaban las mazmorras; ahora estaban atestados de esclavos borrachos, algunos dormidos y otros absortos en sus propios pensamientos; algunos cantaban desordenadamente, y otros trataban de continuar bebiendo de las botellas.
Pasé por el nivel donde se realizaban interrogatorios, y continué descendiendo hacia las profundidades del cilindro dejando atrás otras mazmorras y nuevos niveles. Cuando pasaba frente a un guardia, lo saludaba con la palabra “Kajuralia” y continuaba camino.
El mismo pensamiento me asaltaba una y otra vez: Matador, jamás serás buen jugador; y parecía que me envolvía ese horrible miedo que no se manifestaba con palabras, pero cuya presencia podía percibir claramente.
Después de descender una última espiral de escalones de hierro llegué al nivel más bajo del cilindro.
—¿Quién va? —gritó un guardia sobresaltado.
—Yo, Kuurus, de la casta negra —dije—, que por orden de Cernus trae Paga a los prisioneros en Kajuralia.
—Pero aquí hay un solo prisionero —dijo, desconcertado.
—En ese caso, todos tendremos más —contesté.
Sonrió y extendió la mano, y yo mordí el corcho de la botella, que era muy grande, y se la entregué.
—Pasé la Kajuralia —gruñó— sentado aquí, sin Paga… ni siquiera me envían una muchacha.
De sus palabras deduje que el guardia debía conservarse sobrio; por lo tanto, vigilaba a un prisionero importante, pero el propio guardia ignoraba el valor de su presa. Aunque también era posible que simplemente le hubiesen olvidado en el desorden general de la Kajuralia.
Después de beber un rato, el guardia se sentó en el suelo; ya no deseaba permanecer de pie.
—Es un buen Paga —dijo. Bebió dos o tres tragos más, y después se limitó a mirar la botella, absorto en su embriaguez.
Le dejé y miré alrededor. Descubrí varios corredores y a los costados pequeñas celdas con puertas de hierro, en cada una un panel de observación. Los corredores estaban húmedos. Reinaba la oscuridad, salvo el hecho que a intervalos de unos veinte metros había una pequeña lámpara de aceite de tharlarión. Tomé una antorcha y la encendí con la llama de una lámpara cercana.
El guardia bebió otro largo trago de Paga. Exploré uno o dos corredores. Las celdas estaban cerradas con llaves, pero deslizando el panel y acercando la antorcha al orificio podía ver el interior. En todas había muchas cajas; reconocí las cajas, idénticas a las que había visto descargar de la nave con esclavos en las Voltai. Llegué a la conclusión de que la mayoría de las celdas en este nivel estaban ocupadas por dicha mercancía.
Oí la voz del guardia que llamaba desde la escalera.
—El prisionero está en el corredor nueve. La celda cuarenta.
—¿Dónde está la llave? —pregunté. Las restantes celdas estaban todas cerradas con llave.
—Cerca de la puerta.
—Gracias.
Comencé a avanzar por el corredor nueve. Poco después llegué a la celda que mostraba el número cuarenta en la minúscula placa metálica a un lado de la puerta.
Moví el panel de observación. Como los restantes, tenía unos quince centímetros de ancho y aproximadamente tres centímetros de altura. A lo sumo uno podía pasar los dedos. Entreví una figura oscura y acurrucada, encadenada a la pared.
Inserté la llave en la cerradura y abrí la puerta. Con la antorcha en alto entré en la celda.
Sobresaltado por la luz, un urt se cruzó en mi camino, y desapareció en una pequeña grieta de la pared. Había estado mordisqueando los restos de potaje seco adheridos a un plato de estaño, cerca de los pies del prisionero.
Pude oler la paja húmeda, el excremento de los urts y el olor de un cuerpo humano.
La figura acurrucada pertenecía a un hombre pequeño; estaba desnudo y tenía los cabellos blancos. Olía mal. El rostro estaba demacrado y cubierto de llagas. Al despertar, gemía de dolor. Se arrastró sobre las rodillas, entrecerrando los ojos para evitar la luz de la antorcha.
—¿Quién eres? —murmuró.
Vi que en realidad no era un anciano, pese a que tenía los cabellos blancos. Tenía una oreja parcialmente destrozada. Los cabellos muy largos, de un blanco amarillento.
—Me llamo Kuurus —dije, hablándole a la luz de la antorcha.
De los cuatro miembros y el cuello partían cadenas que los sujetaban a la pared; cualquiera de las cadenas hubiera bastado para retener a un hombre. Llegué a la conclusión de que, en efecto, era un prisionero especial. Además observé que las cadenas le permitían cierta libertad de movimiento, aunque no demasiada; la necesaria para permitir que se alimentara, se rascase el cuerpo y hasta cierto punto se defendiese de los ataques de los urts. Pensé que el propósito era permitir que el prisionero sobreviviera por lo menos un tiempo. Al parecer, hacía mucho que vivía en condiciones tan miserables.
Volví los ojos hacia el prisionero.
—Perteneces a la casta negra —murmuró—. Al fin han decidido matarme.
—Quizá no —dije.
—¿Me torturarán otra vez? —preguntó con voz desfalleciente.
—No lo sé.
—Mátame —murmuró.
—No.
Miré el cuerpo pequeño, tembloroso y esquelético, los cabellos desordenados, la oreja mutilada, las llagas; irritado me incorporé y busqué alrededor, y encontré algunas piedras sueltas, y con el pie las hundí en las diferentes grietas por donde salían los urts.
Me acerqué nuevamente al prisionero; tenía escaras en todos los lugares donde lo aferraba el hierro. Se necesitaban meses para formar dichas escaras.
—¿Por qué viniste? —preguntó.
—Es Kajuralia —contesté.
Le acerqué la botella.
—¿Kajuralia?
—Sí.
Comenzó a reír con voz ronca.
—Tenía razón —dijo—. Tenía razón.
—No comprendo.
Comenzó a beber de la botella. Le quedaban pocos dientes en la boca; la mayoría estaban rotos o podridos.
Le arranqué la botella de la boca. No deseaba que se matase bebiendo. No sabía de qué modo el Paga podía afectar su sistema, después de meses de tortura, encierro, miedo, mala alimentación, agua descompuesta y urts.
—Tenía razón —dijo, asintiendo.
—¿Acerca de qué? —pregunté.
—Hoy es Kajuralia.
Señaló una larga serie de minúsculas marcas en la pared; quizá las había hecho con el borde del plato de estaño. Indicó la última de las marcas.
—Ésta es Kajuralia.
—En efecto, acertaste —confirmé, los ojos fijos en las rayas trazadas cuidadosamente. Las hileras tachadas con método, los meses, las semanas de cinco días, las Manos de Pasaje.
—Algunas veces —dijo— no estaba seguro de haber marcado la pared, y después olvidaba el asunto; otras, temía haberla marcado.
—Sin embargo, llevaste bien la cuenta —dije. Comencé a contar hasta llegar a la primera raya—. Éste es el primer día de En´Kara anterior al último En´Kara.
—Sí —replicó—, el primer día de En´Kara, del año 10. 118; hace más de un año.
—Eso fue antes de que yo llegara a la Casa de Cernus. Tu calendario está bien llevado. Digno de un Escriba.
—Soy un Escriba —afirmó el hombre. Me mostró un harapo de lienzo azul, los restos de lo que en tiempos habían sido sus ropas.
—Ya lo sé —dije.
—Me llamo Caprus.
—También eso lo sé.
Oí detrás una risa, y me volví bruscamente.
En la puerta había cuatro guardias armados con arcos, y con ellos estaba Cernus. También estaba el guardia a quien yo había dado la bebida. Detrás, estaba el delgado Escriba que todos esos meses había personificado a Caprus. Sonreía. Los hombres entraron en la celda.
—No desenvaines tu espada —dijo Cernus.
Sonreí. Hubiera sido absurdo resistirse. Los cuatro arqueros me apuntaron con sus armas.
El guardia a quien yo había dado la bebida se acercó a Caprus y le arrancó la botella. Después, con la manga de la túnica, limpió desdeñosamente el gollete.
—Debiste devolverme este Paga —dijo el guardia—, ¿no es así?
—Es tuyo —dije—, te lo ganaste.
El hombre rió y bebió.
—Y tú, matador —dijo burlonamente Cernus—, jamás serás buen Jugador.
—Parece que tu observación es cierta —dije.
—Aplicadle cadenas —ordenó Cernus.
Uno de los guardias apoyó el arco contra la pared, y trajo gruesas manillas de acero. Me aseguraron las manos a la espalda. Sentí el pesado acero aferrarse sobre mis muñecas.
—Caprus, te presento a Tarl Cabot de Ko-ro-ba —siguió Cernus.
Quedé atónito.
—Tarl Cabot —dije con voz sorda— fue muerto en Ko-ro-ba.
—No —me corrigió Cernus—, en Ko-ro-ba fue muerto el guerrero Sandros de Thentis.
Le miré.
—Sandros creyó que sería tu Asesino —dijo Cernus—. Él creyó que se le enviaba con ese fin a Ko-ro-ba. En realidad, lo enviaron para que muriese abatido por el cuchillo de un matador. Su parecido con cierto guerrero llamado Tarl Cabot sugeriría que, en la oscuridad de la noche, el arma homicida estaba destinada a ese Guerrero; y una pista muy apropiada, un pedazo de lienzo verde apuntaría a Ar, y precisamente a la Casa de Cernus.
—¿Seguramente había razones para desear mi presencia aquí?
—Basta de bromas, Tarl Cabot —dijo Cernus—. Sabíamos que los Reyes Sacerdotes sospechaban de nuestra casa; un recurso tan sencillo y provechoso como vender jóvenes de la Tierra bajo los auspicios de la casa, garantizaba que ellos investigarían. Y si era posible, desearían elegir a un Guerrero como Tarl Cabot.
—Bien jugado —dije.
Cernus sonrió.
—Y para garantizar que fuese Tarl Cabot, a quien conocíamos y con quien teníamos que arreglar una vieja cuenta, el asunto del huevo de los Reyes Sacerdotes, arreglamos que Sandros de Thentis fuese a Ko-ro-ba para que lo matasen como resultado de una supuesta confusión.
—Una maniobra brillante —comenté.
Cernus rió.
—Y así, todos esos meses, mientras promovíamos nuestra causa, tú esperabas, paciente y disciplinado, juguete de nuestra maniobra, la garantía de que los Reyes Sacerdotes no enviarían a otro hombre.
—Hablas de Nosotros y Nuestra causa —dije.
Cernus me miró con expresión hostil.
—Guerrero —dijo—, no te burles de mí. Sirvo a quienes no son Reyes Sacerdotes.
Asentí.
—Es la guerra, Tarl Cabot —dijo—. Y no daremos cuartel. Ni ahora ni nunca.
Asentí de nuevo. Había luchado y perdido.
—¿Me matarás? —pregunté.
—Te reservo un destino divertido, lo he venido preparando todos estos meses.
—¿De qué se trata?
—Pero ante todo —dijo Cernus—, no debemos olvidar a la pequeña belleza.
Sentí que se me ponían rígidos los músculos del cuerpo.
—Sura informa que es una excelente alumna, y que ahora puede ofrecer a su amo los placeres más exquisitos.
Me debatí tratando de aflojar las manillas de acero.
—Creo que ella espera, al igual que las dos bárbaras restantes, ser comprada por un agente de los Reyes Sacerdotes, y llevada a la libertad y la seguridad.
Le miré con expresión colérica.
—Supongo —agregó Cernus— que tendrán un desempeño excelente. Valdrá la pena verlo, y me ocuparé de que tengas oportunidad de presenciar el espectáculo.
Sentí que la cólera me sofocaba.
—¿Qué ocurre? —preguntó Cernus con fingida inquietud—. ¿No deseas ver a la pequeña belleza en el momento en que la vendan? Creo que ella y las otras aportarán mucho oro a la Casa de Cernus; y después invertiremos ese oro en nuestra causa. Ya dispondrá de tiempo de sobra para comprender que la vendieron realmente.
—¡Eslín! —grité. Me arrojé sobre Cernus, pero dos hombres se apoderaron de mí y me sostuvieron los brazos.
—Tarl Cabot —dijo Cernus—, nunca serás buen jugador.
—¡Eslín! ¡Eslín! —grité.
—Kajuralia —dijo Cernus sonriendo, y salió de la celda.
Le vi alejarse. Luché contra las manillas de acero. Dos de los guardias rieron.
—Kajuralia —dije amargamente—. Kajuralia.

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