9- LAS MAZMORRAS

Después de atravesar varias puertas de hierro, cada una de las cuales tenía una ventanilla de observación, y descender una rampa en espiral que se hundía bajo el nivel del suelo, al fin pude oler el hedor de las mazmorras.
En el cilindro hay diferentes tipos de lugares de detención, desde el lujo de la celda que anteriormente me había mostrado Ho-Tu, donde Cernus solía mantener a sus prisioneras especiales, hasta las jaulas de hierro. Algunos lugares eran sencillamente celdas bastante limpias, a veces con ventanas y otras con un lavatorio y algo parecido a una estera para dormir. Otras hileras de celdas parecían más complicadas, tenían intrincados enrejados en lugar de barrotes, y estaban revestidas de seda roja, el suelo cubierto de pieles, quizá una lámpara de aceite en una depresión de la pared. Pero las mazmorras, de las cuales había varios tipos, no mostraban tales lujos. Ho-Tu marchaba delante, pasando de una escalera a otra. A los costados y debajo, hilera tras hilera de jaulas de hierro, que albergaban esclavos de sexo masculino, amontonados unos sobre otros, desnudos y sujetos por gruesos collares. Los hombres nos miraban con expresiones hoscas.
—No sería muy saludable perder pie en este lugar —aconsejó Ho-Tu.
A la entrada de cada jaula vi una delgada placa de metal cubierta por números. Algunos números se referían a los ocupantes de la jaula, pero otros estaban codificados e incluían instrucciones a los guardianes acerca de asuntos como la dieta, las precauciones especiales, la fecha de compra del grupo, y el destino que se les había asignado. Ciertos números parecían dibujados con un punzón, y otros grabados en las placas, que cambiaban de tanto en tanto. Los calabozos parecían húmedos, y aunque estábamos bajo tierra hacía mucho calor a causa de los cuerpos amontonados. La única instalación sanitaria era un agujero de metal, conectado a un tubo que descargaba en el piso de más abajo, a un metro y medio de distancia; el suelo era de cemento, y los esclavos lo lavaban una vez por día. Había un comedero al costado de cada jaula y un recipiente con agua del lado opuesto; ambos se llenaban mediante tubos que llegaban desde el corredor. Las jaulas de las esclavas alternaban con las de los varones, quizá porque se las llenaba al azar, sin un plan determinado. Lo mismo que los hombres, las mujeres estaban desnudas, y llevaban collar; pero los collares no eran los artefactos típicos que yo había visto antes, sino sencillamente una angosta banda de hierro con un número.
Observé que las mujeres tendían a permanecer cerca del centro de su propia jaula. Imaginé que una muchacha podía acercarse demasiado a los barrotes que la separaban de los hombres, y que éstos intentarían aferrarla; pero a causa de los barrotes de hierro poco podrían hacer con ella. Se supervisaba cuidadosamente la unión entre esclavos, y había un par de muchachas tendidas sobre el suelo, la cabeza cerca de los barrotes que la separaban de los varones, los cabellos cruelmente atados a las barras de hierro. Habían sido descuidadas.
Encontramos dos niveles más, ocupados del mismo modo. Nos detuvimos en el cuarto nivel subterráneo, y se me informó que debajo había tres niveles más, en general análogos a los que ya habíamos visto. El cuarto nivel contiene muchos calabozos, pero se lo utiliza para procesar, distribuir, examinar e interrogar a los esclavos; puede llegarse a él por una rampa en espiral y un túnel que no atraviesa el sector de las jaulas de hierro. En este nivel están la cocina de los calabozos y la enfermería, así como instalaciones para los Herreros; Ho-Tu tenía su oficina en este nivel; también aquí se administraba disciplina. Lo deduje de la presencia de cadenas, mesas de piedra con correas e instrumentos.
—Te mostraré las muchachas que trajimos de las Voltai —dijo Ho-Tu.
Entramos en una espaciosa habitación con una gruesa puerta de hierro.
Ardía un fuego cerca del centro de la habitación. El lugar aparecía en bastante desorden, y había pedazos de cadena aquí y allá. Vimos a dos Herreros. Un guardia conversaba con ellos. También un hombre ataviado con el verde de la Casta de los Médicos, que redactaba notas sobre un pedazo de papel. Era un hombre alto, de rostro afeitado. Vi instrumentos para marcar y hierros sobre el fuego. También un yunque, depositado sobre un gran bloque de madera. Contra la pared del fondo, cinco filas de seis cubículos cada una, con escalerillas de hierro que permitían subir desde el suelo. A un costado, calabozos para esclavos, ahora vacíos. Del techo colgaba una cadena, y unida a ésta un par de brazaletes para esclavos. Contra una pared, diferentes látigos, de distintos pesos y formas.
El Médico nos miró.
—Salud, Ho-Tu —dijo.
—Salud, Flaminio —dijo Ho-Tu—. Te presentaré a Kuurus, de la casta negra, pero ahora a nuestro servicio.
Flaminio asintió fríamente, y yo hice lo mismo.
Después el Médico miró a Ho-Tu.
—Un buen lote —dijo.
—Tenía que serlo —contestó Ho-Tu—, fueron seleccionadas con mucho cuidado.
Comprendí entonces por primera vez que los traficantes goreanos no capturan muchachas al azar, y que el secuestro de cada una sin duda había sido planeado con la misma diligencia y cuidado con que se realiza una incursión en el mismo territorio de Gor. Sin que ellas lo supieran, se las había vigilado, estudiado e investigado, tomando notas de sus costumbres, sus movimientos y sus rutinas, muchas veces antes del ataque, desencadenado a determinada hora y en cierto lugar. Imaginaba que cada una de las jóvenes era un ser vital atractivo. Todas las que yo había visto eran hermosas. Sospechaba que también debían ser inteligentes, pues a diferencia de los hombres de la Tierra, los goreanos desean en una joven una mente vivaz y alerta. Y ahora esas muchachas estaban encerradas en los cubículos.
—Vamos a verlas —dijo Ho-Tu, y recogió una pequeña antorcha metálica con un manojo de paja retorcida, y la acercó al fuego.
Ho-Tu y el Médico, el guardia y yo, subimos por la rampa de hierro hasta el segundo nivel.
Una joven rubia, que tenía el tobillo sujeto por una banda de acero, se acercó a la puerta de rejas y extendió las manos.
—Meine Herren —exclamó. El guardia armado con un pesado bastón descargó éste sobre los barrotes, y ella lanzó un grito, retrocedió y se agazapó al fondo de la jaula.
—Las dos siguientes —dijo Flaminio, y señaló dos jaulas separadas, un poco más lejos— rehúsan comer.
Ho-Tu acercó la antorcha, primero a una jaula y después a la otra. Las dos jóvenes eran orientales… imaginé que eran japonesas.
Comenzamos a subir al tercer nivel.
—Aquí parecen muy silenciosas —observé.
—Les permitimos —dijo Flaminio, que se dignó ofrecer una explicación— cinco ahns de diferentes reacciones, después que pasan los efectos de la inyección. En general, hay llantos histéricos, amenazas, pedidos o explicaciones, gritos y cosas por el estilo.
—Para ellas es importante —agregó Ho-Tu— poder llorar y gritar de tanto en tanto.
—Pero parece que ahora estamos en un período de silencio —dije.
—Sí —aclaró Ho-Tu—, hasta mañana por la mañana, a la hora del quinto toque.
—Pero, ¿qué ocurre si no guardan silencio? —pregunté.
—Se las castiga con látigos —dijo Ho-Tu.
—Ha sido necesario únicamente mostrar el látigo —dijo el guardia—. No hablan nuestro idioma, pero no son tontas. Entienden.
—Durante la preparación —dijo Ho-Tu—, después de tomarles las impresiones digitales, se aplican cinco latigazos a cada muchacha, de modo que sienta el látigo y sepa lo que significa. Después, cuando uno necesita pronta obediencia, en general es suficiente acercar la mano a la correa.
—Imagino que entienden muy poco de lo que les ha ocurrido.
—Así es —confirmó—. Ahora mismo varias de ellas sin duda creen que han enloquecido.
—¿Muchas jóvenes enloquecen?
—Cosa extraña —dijo Flaminio—, es muy reducido el número de jóvenes que enloquecen.
—¿Por qué?
—Probablemente se relaciona con la selección de las jóvenes, que tienden a ser fuertes, inteligentes e imaginativas. La imaginación es importante porque les permite comprender la enormidad de lo que les ocurrió.
—¿Cómo podéis convencerlas de que no están locas?
Flaminio se echó a reír.
—Les explicamos lo que les ocurrió. Son inteligentes y tienen imaginación, seguramente pensaban antes en esa posibilidad, aunque no le atribuyeron importancia. Así, con el tiempo, aceptan la realidad.
—¿Cómo se lo podéis explicar? —pregunté—. No hablan goreano.
—En nuestro personal —explicó Flaminio— siempre hay un miembro u otro que habla el idioma de estas jóvenes.
Le miré, desconcertado.
—No creerás —continuó Flaminio— que carecemos de hombres familiarizados con el mundo del cual vienen estas esclavas. Tenemos hombres de su mundo en la casa, y hombres de nuestro mundo en su planeta.
No dije nada.
—Yo mismo —dijo Flaminio— he visitado su mundo y hablo uno de sus lenguajes, el así llamado idioma inglés.
—¡Oh! —exclamé con el mayor asombro.
Ahora continuamos caminando frente a las últimas jaulas del tercer piso, hasta que llegamos a la tercera celda, a la izquierda de la hilera.
—¿Por qué esta joven tiene las manos atadas a los barrotes? —preguntó Ho-Tu.
—El guardia —dijo Flaminio— desea verle la cara. Le gusta.
Ho-Tu sostuvo la antorcha, y alzó la cabeza de la muchacha. Ella le miró con los ojos vidriosos. Una joven muy hermosa; me pareció que era italiana.
Después subimos al cuarto nivel.
Cuando Ho-Tu acercó la antorcha a la tercera celda, la joven que la ocupaba lanzó un grito y retrocedió hacia el fondo del cubículo. Era una muchacha de corta estatura y cabellos oscuros. Imaginé que era francesa o belga.
—Ésta —dijo Flaminio— comenzó a sufrir los efectos de shock. Pero logramos que recuperase la conciencia.
Miré hacia el interior del cubículo. La muchacha estaba aterrorizada y sin duda sufría; pero ciertamente no padecía del shock.
—Bien —dijo Ho-Tu. El Maestro Guardián se volvió hacia mí—. Las dos últimas jóvenes —dijo, y con un gesto de la cabeza señaló los dos cubículos finales del cuarto nivel— te interesarán.
—¿Por qué? —pregunté.
—Se las eligió para instruirlas con la joven Vella, la que te atiende.
Nos acercamos a los dos últimos cubículos de la hilera. Flaminio se volvió hacia nosotros.
—Puedo comunicarme con estas dos —dijo.
Ho-Tu acercó la antorcha a los dos cubículos.
—Esclavas —dijo Flaminio, hablando en inglés.
Las dos muchachas le miraron sobresaltadas.
—Habla nuestro idioma —dijo una de ellas, y lo miró atónita. La otra se acercó a los barrotes y pasó la mano entre ellos.
—¡Ayúdennos! —gritó—. ¡Ayúdennos!
Y después la primera joven también se arrodilló frente a los barrotes y trató de deslizar las manos.
—¡Por favor! —gimió—. ¡Por favor! ¡Por favor!
Flaminio retrocedió, con el rostro convertido en una máscara inexpresiva.
—Las dos sois esclavas —dijo Flaminio, siempre en inglés.
Menearon la cabeza. Advertí que, al igual que Elizabeth, ambas tenían cabellos oscuros. Sospeché que las habían elegido para instruirlas con mi amiga, por lo menos en parte, de modo que formaran un conjunto armónico. La joven de la izquierda tenía los cabellos cortos; era muy probable que los traficantes de esclavos no le permitieran continuar usando el cabello tal como lo tenía ahora; el rostro era delicado y frágil, más bien fino e intelectual; el cuerpo delgado. La segunda joven era quizá un par de centímetros más baja, aunque en la postura que ahora había adoptado era difícil decirlo; los cabellos le llegaban a los hombros. Como los de Elizabeth, los ojos eran castaños. Ambas eran muchachas muy atractivas.
Flaminio se volvió hacia nosotros.
—Acabo de decirles —explicó en goreano— que son esclavas.
—No soy esclava —dijo la joven de la izquierda, la del cuerpo más delgado.
—Acaba de negar que es esclava —tradujo Flaminio.
El guardia que nos acompañaba se echó a reír.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Flaminio a la primera joven.
—Virginia… Virginia Kent.
—¿Dónde estamos? —preguntó la segunda joven—. ¡Exijo que nos liberen! ¡Exijo una explicación! ¡Ahora mismo, ahora mismo!
Flaminio no prestó atención a la segunda joven.
—Come tu potaje, Virginia —dijo amablemente a la primera joven.
—¿Qué harán con nosotras? —preguntó ella.
—Come —dijo amablemente Flaminio.
—¡Dejadme salir! —gritó la segunda joven, y trató de sacudir los barrotes—. ¡Dejadnos salir!
Virginia Kent recogió el cuenco con potaje, lo llevó a los labios y comió un poco.
—¡Dejadnos salir! —gritó la otra.
—Ahora bebe —dijo Flaminio.
Virginia alzó el cuenco de agua, y bebió un sorbo. El cuenco era un recipiente maltratado y lleno de óxido.
—¡Dejadnos salir! —gritó de nuevo la segunda joven.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Flaminio a la que gritaba.
—¡Estáis locos! —gritó la joven—. ¡Dejadnos salir! —Sacudió los barrotes.
—¿Cómo te llamas? —repitió Flaminio.
—Phyllis Robertson —dijo irritada la muchacha.
—Come tu potaje, Phyllis —dijo Flaminio—. Te sentirás mejor.
—¡Dejadme salir! —gritó la joven.
Flaminio dio una orden al guardia y éste, con el garrote descargó un golpe sobre los barrotes frente al rostro de Phyllis Robertson; la muchacha lanzó un grito, retrocedió en la jaula y se agazapó lejos de la entrada, los ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué haréis con nosotras? —preguntó la primera joven.
—Como probablemente ya has sospechado, en vista de la diferencia de la gravedad —dijo Flaminio— esto no es la Tierra —la miró serenamente—. Esto es la Contratierra. Estamos en el planeta Gor.
—¡Ese lugar no existe! —gritó Phyllis.
Flaminio sonrió.
—¿Oíste hablar de él? —preguntó.
—¡Está sólo en los libros! —gritó Phyllis—. ¡Es una invención!
—Esto es Gor —dijo Flaminio.
—Leí acerca de Gor —dijo Virginia—. Y me pareció muy real.
Flaminio sonrió.
—En los libros de Tarl Cabot habrás leído acerca de este mundo.
—No son más que historias —dijo hoscamente Phyllis.
—Ya no habrá más historias de ese estilo —dijo Flaminio. Virginia lo miró, los ojos muy abiertos.
—Tarl Cabot —explicó Flaminio— fue muerto en Ko-ro-ba —Flaminio me señaló con un gesto—. Éste es Kuurus, que a cambio de oro busca al asesino de Tarl Cabot.
—Viste de negro —dijo Virginia.
—Por supuesto —contestó Flaminio.
—¡Estáis todos locos! —dijo Phyllis.
—Pertenece a la Casta de los Asesinos —dijo Flaminio. Phyllis gritó y se llevó las manos a la cabeza.
—Esto es Gor —dijo Virginia—. Gor.
—¿Por qué nos trajisteis aquí? —preguntó Phyllis.
—En la historia de tu propio planeta —explicó Flaminio—, los hombres fuertes siempre esclavizaron a las mujeres de los hombres más débiles.
—No somos esclavas —dijo con voz sorda Virginia.
—Sois las mujeres de hombres más débiles —dijo Flaminio—, los hombres de la Tierra. Nosotros somos más fuertes. Tenemos poder. Naves que pueden atravesar el espacio y llegar a la Tierra. Conquistaremos la Tierra. Nos pertenece. Cuando lo deseamos, traemos terrestres a Gor, como esclavos; que es exactamente lo que hicimos con vosotras. La Tierra es un mundo esclavo. Vosotras sois esclavas naturales. Es importante que lo entendáis, que comprendáis que sois inferiores, y que es natural y justo que seáis esclavas de los hombres de Gor.
—No somos esclavas —dijo Phyllis.
—Virginia —dijo Flaminio—, ¿no es cierto lo que digo? ¿No es cierto que las mujeres de los hombres más débiles, cuando se les concedía la vida, servían como esclavas de los conquistadores y se les otorgaba la vida sólo para que atendiesen al placer de los amos victoriosos?
—Es cierto que durante gran parte de la historia de la Tierra se hizo lo que tú dices —dijo Virginia, casi en un murmullo.
—Estás conmovida —dijo Flaminio—, porque te creías superior. Ahora te encuentras en la posición de mujer de hombres más débiles, que ha sido reducida a la esclavitud —rió—. ¿Qué se siente cuando una comprende de pronto que es una esclava natural?
—Por favor —dijo Virginia.
—¡No la tortures así! —gritó Phyllis.
Flaminio se volvió hacia Phyllis.
—¿Qué significa la banda de acero que llevas en el tobillo izquierdo? —preguntó.
—No lo sé —murmuró Phyllis.
—Es la tobillera de una esclava —explicó Flaminio. Después, se volvió de nuevo hacia Virginia y acercó el rostro a los barrotes como si deseara hablar confidencialmente.
—Eres inteligente —dijo—. Seguramente conoces dos de los antiguos lenguajes de la Tierra. Tienes cultura. Estudiaste la historia de tu mundo. Asististe a escuelas importantes. Quizá incluso eres muy inteligente.
Virginia le miró sin comprender.
—¿Has visto cómo son los hombres de este mundo? —preguntó Flaminio—. ¿Se parecen a los de la Tierra? —señaló al guardia, un hombre alto y fuerte, de expresión dura—. ¿Te parece semejante a un hombre de la Tierra?
—No —murmuró la joven.
—¿Qué siente tu femineidad frente a los hombres de este mundo? —preguntó Flaminio.
—Son hombres —dijo ella en un murmullo.
—¿Diferentes de los hombres de la Tierra? —preguntó Flaminio.
—Sí —dijo Virginia—. Son diferentes.
—Son auténticos hombres, ¿verdad? —preguntó Flaminio.
—Sí —dijo ella, los ojos bajos, confundida—. Son auténticos hombres.
Comencé a sospechar que las diferencias principales ante las cuales Virginia Kent comenzaba a reaccionar, eran sutiles y psicológicas. El varón terrestre está condicionado para mostrarse más tímido, vacilante y reprimido que los varones de Gor; está condicionado para subordinarse, aceptar controles sociales, y afrontar culpas y sentimientos de ansiedad que son incomprensibles para el varón goreano. Más aún, para bien o para mal la cultura goreana tiende a orientarse hacia el varón y a aceptar su dominio, y es natural que en un contexto de ese género los hombres miren a las mujeres con ojos diferentes que en una cultura orientada hacia el consumo y dominada por la mujer, es decir una cultura afirmada en una ética de valores esencialmente femeninos; de ahí que al llegar a Gor las mujeres sienten naturalmente que se las mira de otro modo, y que no fuese improbable que en ellas algo sumergido y primitivo tendiese a responder a esa actitud.
—En presencia de un hombre así —dijo Flaminio, e indicó con un gesto al guardia—, ¿qué sientes?
—Siento que soy mujer —dijo Virginia, y trató de desviar los ojos.
Flaminio deslizó la mano entre los barrotes, y sus dedos tocaron suavemente el mentón y el cuello de la joven, que desvió la cara. El cuerpo femenino se puso tenso, pero Virginia no trató de alejarse. Tenía la mejilla apretada contra los barrotes.
—Pero, ¿para qué estamos aquí? —preguntó finalmente.
—Recibirás la instrucción propia de una esclava —explicó Flaminio—. Te enseñarán el modo de arrodillarte, ponerte de pie, bailar, caminar, cantar, y atender a los mil placeres de los hombres —rió—. Y cuando haya terminado tu instrucción, serás vendida.
Las jóvenes le miraron aterradas.
Flaminio retrocedió un paso y las miró. De nuevo se había convertido en el Médico frío y profesional. Miró a Ho-Tu y habló en goreano.
—Ambas son muchachas interesantes —dijo—. Se parecen en varias cosas, y sin embargo cada una es diferente. Los resultados de las pruebas que realicé son positivos, decididamente prometedores.
—¿Cómo soportarán la instrucción? —preguntó Ho-Tu.
—Es imposible saberlo —dijo Flaminio—, pero creo que cada una a su propio modo se desempeñará bastante bien. No creo que sea necesario apelar a las drogas, y espero que bastará un uso moderado del látigo y la barra. En general, mi pronóstico es sumamente favorable. Excelente mercadería, un poco de riesgo, pero muchas probabilidades de alcanzar un nivel considerable. En resumen, creo que ambas merecen el esfuerzo y que serán una inversión muy provechosa.
—Sin embargo, son bárbaras —señaló Ho-Tu.
—Es cierto —dijo Flaminio—, y sin duda siempre lo serán… Pero algunos compradores aprecian esa condición.
—Es lo que Cernus espera —dijo Ho-Tu.
Flaminio sonrió.
—Pocas veces Cernus se equivoca —dijo.

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