14 -EL TARN

Menos de un mes después de la caída de la Casa de Portus, Cernus se había convertido en amo indiscutible del comercio de esclavos de Ar. Había comprado al estado las instalaciones y los locales de la Casa de Portus por un precio relativamente bajo. Los hombres de la Casa de Portus que habían sido traficantes de esclavos y mercenarios tan importantes como los servidores de la Casa de Cernus, ahora se habían dispersado, y algunos habían abandonado la ciudad, y otros recibían oro de nuevos amos.
Yo supuse que el precio de los esclavos se elevaría en Ar, pero Cernus no lo permitió. Esa actitud fue considerada generosa por los habitantes de Ar, que estaban familiarizados con el efecto de una serie de monopolios, sobre todo los de la sal y el aceite de tharlarión.
Además, en premio a sus servicios al estado, y de su patrocinio de los juegos y las carreras, por pedido de Safrónico, Capitán de los Taurentianos, Cernus recibió la insignia escarlata del Guerrero, que le convertía en miembro de la casta alta. No creo que el Administrador Hinrabian viese con buenos ojos la elevación de Cernus; pero careció de coraje para oponerse a los deseos de los taurentianos, y de la ciudad en general. Casi sin murmurar, el Supremo Consejo aceptó la investidura. Por supuesto, que ahora fuese miembro de la Casta de los Guerreros no modificaba mucho la situación de Cernus, salvo el hecho de que ahora tenía en la manga izquierda un pedazo de seda roja, que se sumaba a los distintivos azul y amarillo. Quizá sea suficiente agregar que en vista de que ahora era Guerrero, y por lo tanto miembro de la casta superior, Cernus podía ser elegido para ocupar un asiento en el Supremo Consejo de la Ciudad e incluso podía aspirar al trono, en la condición de Administrador o de Ubar.
Cernus festejó su investidura patrocinando los primeros juegos y carreras de la nueva estación, que comenzó en En´Kara.
El primer día de En´Kara ya todos habían olvidado gran parte del viejo año, pero había tres personas que jamás lo olvidarían. Portus, que yacía encadenado en las mazmorras del Cilindro Central; Claudia Tentius Hinrabian, ahora libre, pero que había soportado la vergüenza de la esclavitud y quizás jamás se atrevería a pasearse nuevamente por los altos puentes de la ciudad; y Tarl Cabot, que parecía ahora tan lejos como siempre de su meta en los últimos meses, a partir del día que había llegado a la Casa de Cernus.
Durante el período de la Mano que Espera, yo había arrinconado a Caprus, y le había exigido furibundo que entregase de una vez las copias obtenidas, a fin de que pudiéramos alejarnos de la ciudad durante los días de En´Kara. Pero él me había asegurado que poco antes Cernus había recibido un nutrido lote de documentos y mapas nuevos, que quizás eran fundamentales; y que los Reyes Sacerdotes seguramente se enojarían si él no obtenía copias del material. Además, me recordó que había rehusado permitir la salida de documentos si al mismo tiempo no partíamos los tres. Yo estaba furioso, pero me pareció que no podía hacer nada. Después de un áspero intercambio de palabras, me volví y salí del despacho.
Los juegos y las carreras comenzaron con mucho entusiasmo y excitación. En los juegos, Murmillius actúo con más brillo que nunca, y al segundo día de En´Kara derribó a dos contrincantes, hiriéndolos muchas veces, hasta que incluso la turba creyó que ya no valía la pena matarlos.
Los Amarillos vencieron el primer día de las carreras; los dirigía Menicio de Puerto Kar, quien afirmaba haber ganado seis mil competiciones; era el jinete más famoso, que incluso estando vivo era una leyenda, y que según se afirmaba había obtenido ocho mil triunfos. Los Verdes llegaron segundos, y se impusieron en tres de las once carreras. Los Amarillos habían ganado siete, y cinco de ellas gracias a Menicio.
Recuerdo bien el primer día de las carreras.
También las muchachas tuvieron razones especiales para recordarlo. Por primera vez desde el comienzo de la instrucción se les permitió abandonar la casa. Normalmente, hacia el final de la instrucción se permite a las esclavas conocer los rincones de la ciudad, con el fin de que se sientan estimuladas y renovadas; pero no había sido el caso con Elizabeth, Virginia y Phyllis. De acuerdo con Ho-Tu, a quien cierta vez pregunté acerca de este asunto, había dos razones principales que justificaban esa actitud: primero, se las sometía a una instrucción particularmente intensa y completa; segundo, la perspectiva de abandonar la casa, sobre todo en Virginia y Phyllis, que de Gor sólo conocían la Casa de Cernus, era un factor importante que fomentaba la diligencia en el estudio de las lecciones. Además, como señaló Ho-Tu, la venta se realizaría a fines del verano; por lo tanto, había tiempo sobrado para conocer los panoramas de Ar; dichos paseos, juiciosamente mezclados con la dieta y el descanso, debían acentuar la vitalidad, el interés y la excitación de las jóvenes, antes de que se las pusiera en venta. De acuerdo con Ho-Tu, en esas cosas la sincronización de las actividades es muy importante. Una joven hastiada, gastada o excesivamente estimulada no se desempeña con la misma eficacia que la mujer cuyos apetitos han alcanzado la culminación.
Sea como fuere, lo cierto es que Elizabeth, Virginia y Phyllis podían asistir al primer día de las carreras, por supuesto bajo la vigilancia de una guardia apropiada.
Nos reunimos en la sala de instrucción de Sura, y yo, que debía estar a cargo de la expedición, porque no permitía que otro hombre se ocupase de Elizabeth, recibí un saquito de cuero con monedas de plata y cobre para pagar los gastos del día. Elizabeth vestía una túnica roja, y Virginia y Phyllis túnicas blancas. También se entregó a cada joven una liviana capa de esclava, con capucha. La de Elizabeth era roja con rayas blancas, las de Virginia y Phyllis, blancas con rayas rojas. Antes de que se les permitiera salir de la sala de instrucción, Virginia y Phyllis vieron consternadas que Sura les aplicaba al cuerpo, bajo la túnica, el cinturón de hierro. Los dos guardias que llegaron, trayendo brazaletes de esclava y traíllas, fueron Relio y Ho-Sorl. Cuando vio a Relio, Virginia se limitó a bajar la cabeza; cuando vio a Ho-Sorl, Phyllis se encolerizó intensamente.
—Por favor —dijo a Sura—, no quiero.
—Silencio, esclava —dijo Sura.
—Ven aquí, esclava —dijo Ho-Sorl a Phyllis. Ella le miró irritada y obedeció.
Relio, que se había acercado a Virginia, apoyó sus grandes manos sobre las caderas de la joven. Ella no levantó la cabeza.
—Lleva el cinturón de hierro —dijo Sura.
Relio asintió.
—Yo guardaré la llave —agregó Sura.
—Por supuesto —dijo Relio. Virginia no levantó la cabeza.
—Ésta también —dijo Ho-Sorl, un tanto irritado.
—Por supuesto, llevo encima el cinturón de hierro —dijo Phyllis, con expresión aún más irritada—. ¿Qué esperabais?
—También guardaré su llave —afirmó Sura.
—Dame la llave —propuso Ho-Sorl, y el rostro de Phyllis tomó un color púrpura.
Sura rió.
—No —contestó—. Yo la guardaré.
—¡Brazalete! —dijo bruscamente Ho-Sorl, y Phyllis unió las muñecas tras la espalda, echó hacia atrás la cabeza y se volvió de lado; era la respuesta instantánea de una muchacha bien entrenada.
Ho-Sorl rió.
Los ojos de Phyllis se llenaron de lágrimas. Su respuesta, automática e irreflexiva, había sido la de un animal entrenado. Antes de que pudiese reaccionar, Ho-Sorl le había aplicado los brazaletes. Después, dijo:
—Correa —y ella lo miró enojada y levantó el mentón. Ho-Sorl ajustó la correa al collar.
Entre tanto, Virginia había vuelto la espalda a Relio, ofreciéndole las muñecas, y él le había puesto los brazaletes; después, la joven se volvió, siempre con la cabeza inclinada.
—Correa —dijo Relio con voz neutra.
La joven alzó la cabeza. Se oyó un sonido metálico y Virginia Kent, la esclava, quedó sujeta por la correa de Relio, guardia de la Casa de Cernus, traficante de esclavos de Ar.
—¿Deseas correa y brazaletes para ella? —preguntó Sura, señalando a Elizabeth.
—Oh, sí —dije—. Sí, por supuesto.
Me los trajeron. Elizabeth me miró hostil mientras yo le aplicaba los brazaletes y la correa. Después todos salimos de la Casa de Cernus, acompañados por nuestras muchachas.
En la primera esquina retiré de Elizabeth los brazaletes y la correa.
—¿Por que lo haces? —preguntó Ho-Sorl.
—Estará más cómoda —contesté—. Además, no es más que Seda Roja.
—Probablemente no le teme —observó Phyllis.
—No entiendo —dijo Ho-Sorl.
—Puedes quitarme los brazaletes —dijo Phyllis—. No te atacaré.
Phyllis se volvió y ofreció a Ho-Sorl las manos con los brazaletes.
—Por cierto —dijo Ho-Sorl—, no me gustaría soportar un ataque.
Phyllis golpeó el suelo con los pies.
Relio miraba a Virginia, y con la mano le alzó el mentón, y por primera vez fijó sus ojos en los de la joven, esos ojos grises y tímidos.
—Si te quito los brazaletes —dijo Relio—, no intentarás huir, ¿verdad?
—No —dijo ella en voz baja—, amo.
Un instante después le había quitado los brazaletes.
—Gracias —dijo ella—, amo.
Relio la miró a los ojos, y ella bajó la cabeza.
—Bonita esclava —dijo el Guerrero.
Sin mirarlo, ella sonrió.
—Apuesto amo —dijo.
Me sobresalté. Parecía una expresión bastante audaz para la tímida Virginia Kent.
Relio rió y comenzó a caminar por la calle, no sin antes aplicar a Virginia un empujón afectuoso que casi la derriba; y la joven trastabilló y se puso a la par del Guerrero, pero luego recordó su posición y lo siguió, la cabeza inclinada, dos pasos detrás; pero él le dio otro empujón, y aferró mejor la correa, de modo que ella caminase al lado.
Ho-Sorl hablaba a Phyllis.
—Te quitaré los brazaletes con el fin de que me ataques si lo deseas. Será divertido.
Quitó los brazaletes a Phyllis. Ella se frotó las muñecas y estiró los brazos.
—Creo que le arrancaré el cinturón de hierro —comento Ho-Sorl.
Phyllis dejó de estirarse. Miró irritada a Ho-Sorl.
—¿Quizá deseas que te prometa que no intentaré huir? —preguntó.
—No es necesario —replicó Ho-Sorl, que echó a andar detrás de Relio—. No huirás.
—¡Oh! —exclamó Phyllis. Un momento después caminaba irritada al lado de Ho-Sorl. Después él se detuvo, se volvió y la miró. Sin hablar, pero mordiéndose el labio, Phyllis retrocedió los dos pasos, y así, sujeta por la correa y furiosa, le siguió.
—Ojalá no lleguemos tarde a las carreras —dijo Elizabeth.
Le pasé el brazo sobre los hombros y juntos seguimos a los guardias y sus prisioneras.
En las carreras, Relio y Ho-Sorl retiraron las correas de sus respectivas esclavas, y así, aunque rodeadas por millares de personas, Virginia y Phyllis quedaron libres. Virginia parecía bastante agradecida, y se arrodilló muy cerca de Relio, que había ocupado una grada; un momento después, la joven sintió el brazo del Guerrero sobre los hombros, y así presenciaron una carrera tras otra, o pareció que las presenciaban, porque observé a menudo que se miraban uno al otro en lugar de atender al desarrollo del espectáculo. Después de varias carreras, Ho-Sorl dio una moneda a Phyllis y le ordenó que encontrase a un vendedor y le comprara un poco de pan Sa-Tarna untado con miel. Una mirada astuta se dibujó en el rostro de la joven, y después de decir “Sí, amo”, desapareció.
Miré a Ho-Sorl.
—Intentará huir —dije.
El hombre de cabellos negros y cicatriz en la mejilla me miró, y sonrió.
—Por supuesto —dijo.
—Si huye —dije—, Cernus ordenará que te maten.
—Sin duda —dijo Ho-Sorl—. Pero no escapará.
Ho-Sorl y yo observamos disimuladamente a Phyllis que pasaba al lado de dos vendedores que ofrecían pan y miel. Ho-Sorl me dirigió una sonrisa.
—Mira —dijo.
—Sí —contesté—. Ya veo.
De pronto, después de mirar alrededor, Phyllis se volvió y corrió por una de las rampas oscuras que partían del estadio.
Ho-Sorl se incorporó de un salto y corrió tras ella.
Esperé un momento, y después me puse de pie.
—Espérame aquí —dije a Elizabeth.
—No permitas que la lastime —dijo Elizabeth.
—Es su prisionera —expliqué a mi amiga.
—Por favor —dijo Elizabeth.
—Mira —dije—, Cernus no se sentirá muy complacido si la matan o la desfiguran. A lo sumo, Ho-Sorl le dará unos cuantos golpes.
—Ella no sabe lo que hace —explicó Elizabeth.
—Y esos golpes —continué— probablemente le harán bien.
Me separé de Elizabeth, Relio y Virginia, y corrí en pos de Ho-Sorl y Phyllis, abriéndome paso a través de la multitud. El juez llamó tres veces para indicar que los tarns se acercaban a la pista y se preparaban para correr la carrera siguiente.
Apenas había andado cuarenta metros cuando oí un grito de terror; era el grito de una muchacha, y venía de la rampa oscura por donde Phyllis había desaparecido. Me abrí paso entre nombres y mujeres, derribé a un vendedor y corrí hacia la salida.
Ahora podía oír las exclamaciones encolerizadas de algunos hombres, y los golpes de una lucha.
Descendí a la carrera la rampa, conseguí atrapar del cuello a un individuo y lo arrojé a varios metros de distancia. Entre tanto, Ho-Sorl alzaba a otro hombre y lo arrojaba con violencia contra el suelo. A ambos lados de Ho-Sorl estaban dos hombres desmayados. Phyllis, los ojos desorbitados, la túnica desgarrada, el cinturón de hierro al descubierto, temblaba arrodillada junto a la baranda de hierro de la rampa; tenía la muñeca izquierda sujeta a la baranda de hierro y su respiración era un jadeo espasmódico. El individuo a quien Ho-Sorl había arrojado al suelo rodó varios metros, golpeó contra la pared, consiguió incorporarse y extrajo un cuchillo. Ho-Sorl avanzó un paso hacia él y el individuo gritó, arrojó el cuchillo y huyó.
Ho-Sorl se acercó a Phyllis. El brazalete que la aseguraba a la baranda pertenecía al guerrero. Supuse que se había acercado a los hombres, los mismos que al parecer tenían prisionera a la muchacha, los había obligado a dispersarse, y después había aplicado el brazalete a Phyllis para evitar que continuase huyendo. Finalmente, se había vuelto para enfrentarse a los hombres, que lograron reagruparse para atacarle.
Miró a Phyllis enojado, que esta vez no se atrevió a sostener la mirada de Ho-Sorl.
—¿De modo —dijo Ho-Sorl— que la bonita esclava quiere huir?
Phyllis tragó saliva, pero no habló.
—¿Adónde pensaba ir la bonita esclava? —preguntó Ho-Sorl.
—No lo sé —dijo ella con voz sorda.
—Las esclavas bonitas son tontas, ¿verdad? —preguntó Ho-Sorl.
—No lo sé —dijo ella—. No lo sé.
—No hay adónde ir —dijo Ho—Sorl.
Phyllis le miró, y creo que en ese instante comprendió la gravedad de su situación.
—Sí —repitió con voz sorda—. No hay adónde ir.
Ho-Sorl no la castigó, y después de quitarle los brazaletes de esclava y apartarla de la rampa, la ayudó a incorporarse. Encontró la capa desgarrada y la capucha que los hombres habían arrancado de la cabeza de Phyllis, y ayudó a la joven a reparar lo mejor posible las distintas partes de la túnica. Cuando ella estuvo preparada para regresar a las gradas, dio la espalda a Ho-Sorl y ofreció sus muñecas. Pero él no le puso los brazaletes ni la aseguró con la correa. Revisó el terreno hasta que encontró la moneda que le había entregado a la muchacha para comprar pan con miel; ella había dejado caer la moneda cuando los cuatro hombres la agredieron. Con gran asombro de Phyllis, Ho-Sorl le entregó la moneda.
—Cómprame pan con miel —le dijo. Después, volviéndose a mí—: Nos perdimos la sexta carrera.
Así, dimos media vuelta y regresamos a las gradas, y volvimos a ocupar nuestros asientos. Unos minutos después llegó Phyllis, y entregó el pan con miel a Ho-Sorl. Él estaba absorto en el desarrollo de las carreras. Quizá no vio que ella se arrodillaba en la grada inferior, la cabeza inclinada, el rostro cubierto por las manos, sollozando. Virginia y Elizabeth se arrodillaron a derecha e izquierda de Phyllis, y la abrazaron.
—Lamento —me dijo Ho-Sorl— no haber visto jamás a Melipolo de Cos.
Al final oímos los tres toques del juez, que indicaban que pronto comenzaría la undécima y última carrera del día.
—¿Qué opinas de los Aceros? —preguntó Relio, inclinándose hacia mí.
Los Aceros eran una nueva facción de Ar, y su distintivo ostentaba un color gris azulado. Pero no tenía partidarios. Más aún, nunca se había visto a un Acero en una carrera de Ar. Sin embargo, yo había oído decir que el primer Tarn de los Aceros correría precisamente en esta carrera, la undécima, que comenzaría poco después. Sabía también que los Aceros habían organizado una jaula, y que habían contratado a varios jinetes. Nadie sabía de dónde venía el oro que respaldaba a los Aceros. De todos modos, debe señalarse que la creación de una facción implica una inversión importante. A menudo surgen intentos para crear facciones nuevas, pero generalmente fracasan. Si durante las primeras dos temporadas una facción no gana un número importante de competiciones, la ley del Estadio de los Tarns exige que se suspenda a dicho grupo. Más aún, la creación de una facción nueva es algo muy costoso e implica riesgos financieros considerables. No sólo es costoso comprar o alquilar jaulas, adquirir aves de carrera, contratar jinetes y Criadores, así como el personal necesario para mantener la organización, sino que se aplica un elevado impuesto a las nuevas facciones, por lo menos durante los dos primeros años, que son los de prueba. Digamos de pasada que el mismo impuesto puede cobrarse a las facciones más antiguas si durante la última temporada se desempeñaron mal; si una facción conocida se desempeña mediocremente en una serie de temporadas, pierde sus derechos definitivamente o durante un período de diez años. Por otra parte, la aparición de nuevas facciones es una amenaza para las antiguas, porque cada prueba que la nueva gana representa una pérdida para las antiguas. Para todas las facciones es ventajoso que el número total sea reducido, y así los jinetes de las facciones más antiguas, si no pueden ganar la carrera, a menudo intentan impedir que conquisten el triunfo los jinetes de la nueva entidad.
—¿Qué piensas de los Aceros? —volvió a preguntar Relio.
—No lo sé —dije—. No los conozco.
En su voz había algo que me desconcertaba. Casi al mismo tiempo Ho-Sorl me miró. Digamos de pasada que ninguno de ellos parecía muy impresionado por el hecho de que yo usara habitualmente el negro de los Asesinos. Por supuesto, como solía ocurrir cuando estaba fuera de la casa, ahora yo vestía el rojo de los Guerreros. No podía afirmar que habían intentado ser mis amigos, pero en todo caso no me evitaban; y a menudo se acercaban a conversar.
—¡Mira qué ave! —exclamó Ho-Sorl, cuando comenzaron a aparecer en la pista las plataformas bajas sobre ruedas.
Varios sectores de la multitud prorrumpieron en gritos asombrados.
Miré hacia la pista y no pude hablar. En realidad, ni siquiera pude respirar.
Sorprendiendo a la multitud e inquietando a las restantes aves traídas en los carros, resonó el grito agudo, el chillido de desafío de un gigantesco tarn negro; era el salvaje grito montañés de uno de los más fieros y bellos depredadores de Gor, el mismo grito que hubiera podido oírse en los empinados riscos de las montañas de Thentis, famosas por sus bandadas de tarns, o incluso entre los picos rojos de los altos y grandiosos Montes Voltai, o quizá en la batalla, cuando los tarnsmanes se enfrentan en duelos a muerte.
—Ni siquiera es un tarn de carreras —dijo un hombre que estaba cerca.
Ahora me puse de pie, atónito, y contemplé la hilera de carros con sus aves.
—Dicen —afirmó Relio— que este pájaro viene de la ciudad de Ko-ro-ba.
Permanecí inmóvil, sin hablar, flojas las piernas. Detrás, oí las exclamaciones de dolor de Virginia y Phyllis. Me volví y vi a Ho-Sorl que les sujetaba los cabellos y los retorcía, de modo que las obligaba a mirarlas.
—Esclavas —dijo—, no hablaréis de lo que vais a ver.
—¡No, amo! —dijo Virginia.
—¡No, no! —gritó Phyllis. La mano de Ho-Sorl le retorció cruelmente los cabellos—. ¡No, amo! —exclamó Phyllis—. ¡No, amo! ¡Phyllis no hablará!
Me volví hacia la izquierda y comencé a seguir la línea de las gradas, hasta que llegué a una escalera más angosta, que llevaba a los sectores inferiores del estadio; continué descendiendo por ella.
Oí detrás la voz de Relio.
—Toma esto —dijo.
Me puso algo en la mano; parecía una lámina de cuero plegada. Apenas le presté atención. Después quedó solo sobre la grada y continué descendiendo; cerca de la baranda, a un lado del estadio, me detuve.
Ahora estaba a unos treinta metros de las aves, pero permanecí inmóvil.
De pronto, como si me buscaran en esa multitud, en esa turbulencia de rostros y vestiduras, de sonidos y gritos, vi los ojos relucientes del tarn que cesaban de buscar y se fijaban en mí. Los ojos perversos y negros, redondos y chispeantes, no me abandonaron. Pareció que se le alzaba la cresta y que cada músculo y cada fibra de su gran cuerpo, se hinchaba de sangre y vida. Las anchas y largas alas negras, bien formadas y poderosas, se abrieron y batieron el aire, y proyectaron a ambos lados una tormenta de polvo y arena, derribando casi al pequeño y encapuchado Criador de tarns. Después el tarn echó hacia atrás la cabeza y de nuevo gritó, un grito salvaje, fiero y sobrecogedor que hubiera aterrorizado el corazón del larl, aunque yo no le temí. Vi que las garras del tarn estaban revestidas de acero. Por supuesto, era un tarn de guerra.
Miré la bolsa de cuero que tenía en la mano. La abrí y extraje la capucha que podía disimular mis rasgos. Después de ponérmela, salté la baranda y avancé hacia el ave.
—Salud, Mip —dije, ascendí a la plataforma y me acerqué al pequeño Criador de tarns.
—Eres Gladius de Cos —dijo.
Asentí.
—¿Qué significa esto? —pregunté.
—Correrás por los Aceros —dijo.
Alcé una mano y toqué el fiero pico curvo del ave poderosa. Lo sostuve, y apreté la mejilla contra la superficie rugosa. El ave bajó suavemente la cabeza, la apoyó contra la mía y, protegido por la capucha de cuero, lloré.
—Ha pasado mucho tiempo, Ubar de los Cielos —dije—. Ha pasado mucho tiempo.
Sentí cerca la presencia de Mip.
—No olvides lo que te enseñé en el Estadio de los Tarns —dijo Mip—, pues hemos cabalgado juntos tantas noches.
—No lo olvidaré —dije.
—Monta —ordenó Mip. Trepé a la montura del tarn, y cuando Mip desató la cadena que aseguraba la pata derecha del animal, lo llevé hacia la percha de salida.






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