5-A LA MESA CON CERNUS

Observé a los dos esclavos, cada uno con su collar midiéndose en la arena. Estaban con el cuerpo desnudo hasta la cintura y los cabellos atados sobre la nuca con una cinta de lienzo. Cada uno llevaba un cuchillo curvo, cuyas vainas estaban embadurnadas en los bordes con un pigmento azulado.
—Estos esclavos son campeones en la lucha del cuchillo curvo —dijo Cernus, casi sin apartar la vista del tablero de juego; junto a él estaba sentado Caprus, de la Casta de los Escribas y contable principal de su casa.
Oí el chasquido del látigo y la orden: “¡A pelear!”, y vi cómo los dos hombres comenzaban a acercarse el uno al otro.
Volví los ojos hacia el tablero de juego. Como no había visto la apertura, a juzgar por las piezas y las posiciones que ocupaban me pareció que el juego estaba ya avanzado. Cernus ganaba. Probablemente era diestro en ese entretenimiento.
Una línea azul cruzó el pecho de uno de los esclavos que luchaban en un cuadrado de arena. La línea valía un punto. Después se volvieron a los extremos opuestos del cuadrado y se agazaparon, esperando la orden de reanudar la lucha.
Sin haber sido invitado, me senté en la mesa del propio Cernus. Nadie opuso objeción, al menos explícitamente, aunque percibía que mi gesto suscitaba cierto descontento. Llegué a la conclusión de que todos habían esperado que yo me sentara a una de las dos largas mesas laterales, y quizá incluso más allá de los cuencos de sal roja y amarilla que separaban estas dos mesas. Por supuesto, la mesa misma de Cernus estaba por encima de los cuencos. Ho-Tu estaba sentado a mi izquierda Los guerreros y los miembros de la casa que estaban sentados a las mesas prorrumpieron en gritos cuando el segundo esclavo, el que había obtenido el primer punto, consiguió trazar una larga línea sobre la cara interior del brazo derecho del primer esclavo.
—¡Punto! —gritó el árbitro, y los dos esclavos volvieron a separarse, cada uno fue a su rincón y se agazapó allí, jadeante. El hombre marcado en el brazo tuvo que sostener con la izquierda el cuchillo curvo. Las apuestas alrededor de las mesas variaron rápidamente.
Oí decir a Cernus:
—Captura de la Piedra del Hogar. —Y vi a Caprus que se recostaba en el asiento, y miraba el tablero con expresión deprimida. Cernus comenzó a disponer nuevamente las piezas sobre el tablero.
—Podrías haber sido Jugador —dijo Caprus.
Cernus rió complacido y me miró.
—¿Juegas? —preguntó.
—No —dije.
Se volvió para mirar el tablero y comenzar una nueva partida.
Se oyó un grito y volví los ojos hacia el cuadrado de arena; el primer esclavo, con el cuchillo curvo en la mano izquierda, había amagado y recibido una herida en el pecho, pero a su vez había alcanzado a su antagonista.
—Punto para ambos —anunció el árbitro.
La comida servida a la mesa de Cernus era buena, pero se trataba de platos sencillos, un tanto severos, como el amo de la casa. Me sirvieron carne de tark y pan amarillo con miel, arvejas goreanas y un jarro de Ka-la-na diluido, es decir agua tibia mezclada con vino. Aunque no comenté el hecho, observe que Ho-Tu bebía únicamente agua, y comía sólo un potaje de granos mezclado con leche de bosko.
—¡A muerte! —gritó el árbitro esgrimiendo el látigo. Vi que el segundo esclavo, que sin duda era el más eficaz, se había puesto detrás del primero, y aferrándole la cabeza con el antebrazo musculoso, sostenía el cuchillo curvo en el cuello del primero.
El primer hombre pareció desconcertarse, una línea azul apareció en su garganta, y se le doblaron las rodillas. Dos guerreros se adelantaron rápidamente y aseguraron con grilletes al herido. No sé por qué, el hombre del látigo se apoderó del cuchillo curvo del esclavo, y lo pasó sobre el pecho de su víctima, dejando un rastro de sangre. No era una herida grave, pero me pareció un gesto inútil. El esclavo derrotado fue sacado de allí con los grilletes. Por su parte, el vencedor se volvió y alzó las manos. Lo saludaron con gritos y fue llevado inmediatamente a la mesa que estaba a mi izquierda, a cuya cabecera lo sentaron frente a un plato colmado de carne.
Ahora que el deporte había concluido, entraron varios músicos, y ocuparon posiciones en un extremo de la sala. Aparecieron un tocador de czehar, dos de kalika, cuatro flautines y un par de tamboriles.
Servían la comida varias esclavas jóvenes ataviadas con túnicas blancas, y cada una tenía un collar de esmalte blanco. Seguramente eran jóvenes que seguían el curso de instrucción; algunas quizá eran jóvenes de la Seda Blanca, acostumbradas a las rutinas y las técnicas del servicio de mesa.
Una llevaba un gran jarro de vino Ka-la-na diluido; se acercó por detrás, subió los dos peldaños que conducían al ancho estrado de madera donde estaban nuestras mesas. Se inclinó sobre mi hombro izquierdo, el cuerpo tieso y el rostro serio.
—¿Vino, amo? —preguntó.
—Perra —silbó Ho-Tu—. ¿Por qué sirves primero a un extraño en la mesa de tu amo?
—Perdona a Lana —dijo la joven, los ojos llenos de lágrimas.
—Deberías estar en las mazmorras —dijo Ho-Tu.
—Él me atemoriza —gimió la joven—. Pertenece a la casta negra.
—Sírvele vino —dijo Ho-Tu—, o te desnudaremos y te arrojaremos a una mazmorra de esclavos.
La joven se volvió y se retiró; después se acercó de nuevo y ascendió los peldaños, con gestos delicados, casi con timidez, la cabeza gacha. Después se inclinó hacia delante, dobló apenas las rodillas, el cuerpo elegante. Cuando habló su voz era apenas un murmullo en mi oído: “¿Vino, amo?” Como si no estuviera ofreciendo vino, sino su propia persona. En una residencia grande donde hay varias esclavas, es sencillamente un acto de cortesía de parte del dueño de la casa permitir que el huésped use durante la noche a una de las jóvenes. Cada una de las muchachas consideradas elegibles para ese servicio más tarde o más temprano durante la noche se aproximan al huésped y le ofrecen vino, y si él acepta la bebida, con ese acto está indicando que también está interesado en la joven.
Miré a la joven. Sus ojos dulces se encontraron con los míos. Tenía los labios entreabiertos.
—¿Vino, amo? —preguntó.
—Sí —dije—, beberé vino.
Vertió en mi copa el vino diluido, inclinó la cabeza y con una sonrisa tímida se retiró con movimientos elegantes, descendió los peldaños, se volvió y se alejó deprisa.
—Por supuesto —dijo Ho-Tu—, no puedes tenerla esta noche porque es Seda Blanca.
—Entiendo —dije.
Ahora los músicos habían comenzado a tocar. Siempre me agradaron las melodías de Gor, aunque en general tienden a exhibir ciertos rasgos bárbaros. Sabía que también a Elizabeth le habrían agradado. Sonreí para mis adentros. Pensé: pobre Elizabeth. Esta noche tendría apetito y por la mañana iría a los comederos de las esclavas, probablemente para obtener un poco de agua y un potaje de granos y verduras. Al salir de mi habitación precedido por Ho-Tu, me volví y le envié un beso. Estaba muy irritada, porque yo la dejaba atada de pies y manos, asegurada por cadena y collar al anillo de esclavos, y porque me dirigí a cenar con el amo de la casa. Probablemente se mostraría bastante difícil por la mañana, la hora a la cual, según presumía, podría volver al aposento. No es agradable pasar la noche entera maniatado. En efecto, es el castigo usual que en Gor se aplica a las esclavas. Es menos usual atar durante el día a una joven, porque entonces hay mucho que hacer. Llegué a la conclusión de que la mayoría de mis problemas en este asunto podía resolverse si rehusaba liberar a Elizabeth mientras no diese su palabra de que se mostraría por lo menos medianamente cortés.
Pero olvidé a Elizabeth porque de una puerta lateral llegó el rumor de las campanillas de las esclavas; y, complacido, vi que entraban siete jóvenes que caminaban con los pasos cortos de las esclavas, los brazos a los costados, las palmas hacia fuera, la cabeza vuelta hacia la izquierda, y que se arrodillaban ante las mesas, frente a los hombres, la cabeza inclinada en la posición de las esclavas de placer.
—Captura de la Piedra del Hogar —anunció Cernus, que movió su Primer Tarnsman hacia el Constructor de Ubara Uno, el casillero donde en ese momento Caprus había intentado proteger a su Piedra del Hogar. Digamos de pasada que la Piedra del Hogar oficialmente no es una pieza del juego, porque no se puede capturar, aunque puede moverse un casillero por vez; además, quizá sea interesante observar que no está en el tablero al comienzo del juego, sino que debe agregársela durante el séptimo movimiento o antes, y que cuenta como un movimiento.
Cernus se puso de pie y se estiró, dejando que Caprus reuniese las piezas.
—Que sirvan Paga y Ka-la-na —ordenó Cernus, se volvió y abandonó la mesa. Desapareció por una puerta lateral, la misma por donde había salido el esclavo de los grilletes. Poco después, Caprus se retiró también, llevando consigo las piezas del juego y el tablero; pero desapareció por una puerta distinta de la que habían usado el esclavo y sus guardias, y Cernus.
Ahora las jóvenes de túnica blanca comenzaron a servir las bebidas fuertes de Gor, y comenzaron las festividades de la velada. Los músicos empezaron a tocar, y las jóvenes ataviadas con la Seda del Placer, las manos sobre las cabezas, comenzaron a seguir el movimiento de la melodía.
—Estas jóvenes todavía no son muy buenas —dijo Ho-Tu—. Se encuentran apenas en el cuarto mes de instrucción. Las beneficia practicar un poco, oír y ver cómo los hombres reaccionan ante ellas. De ese modo sabemos qué complace realmente a los hombres. Yo diría que en definitiva los hombres son quienes enseñan a bailar a las mujeres.
Yo habría hablado de las jóvenes más elogiosamente que Ho-Tu, que quizá adoptaba una actitud excesivamente crítica, pero era cierto que había diferencias entre estas jóvenes y las más expertas. Un hecho interesante es que algunas de estas jóvenes no son muy bellas, aunque cuando danzan lo parecen. Imagino que mucho tiene que ver con la sensibilidad de la joven frente al público, con su experiencia en la interacción con diferentes públicos, a los que complacen de distintos modos. Inducen a los hombres a pensar que se sentirían decepcionados, o que la propia bailarina es una artista mediocre, y de pronto, por contraste, sorprenden a todos, los asombran y avivan locamente el deseo de poseerlas. Después de la danza, es posible que la joven reciba docenas de piezas de oro arrojadas a la arena; las guardará entre los pliegues de su ropa y después regresará deprisa adonde está su amo.
De pronto, las jóvenes detuvieron su baile y los músicos dejaron de tocar, incluso los que estaban sentados a la mesa dejaron de reír y hablar. Se oyó un grito prolongado, espantoso e increíblemente sobrecogedor, un grito lejano que sin embargo parecía penetrar las piedras de los muros entre los cuales estábamos festejando
—Tocad —ordenó Ho-Tu a los músicos.
Obedientes, los músicos reanudaron la ejecución, y de nuevo las muchachas bailaron al compás, aunque era evidente que ahora lo hacían mucho peor, y que tenían miedo.
Algunos hombres rieron. El esclavo que había triunfado en el encuentro a cuchillo estaba muy pálido.
—¿Qué fue eso? —pregunté a Ho-Tu.
—El esclavo que perdió en el encuentro a cuchillo —dijo Ho-Tu, y se metió en la boca una gran cucharada de potaje.
—¿Qué le ha ocurrido? —pregunté.
—Se lo dieron a la bestia —dijo Ho-Tu.
—¿Qué bestia?
—No lo sé. Jamás la he visto.

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