21 - TERMINO MIS ASUNTOS EN LA CASA DE CERNUS

Esperé en el salón de Cernus, ocupando su propia silla. Frente a mí, sobre la mesa de madera, estaba mi espada.
No había sido difícil llegar antes que él a su propia casa. Había venido en el tarn negro. Nadie me había cerrado el paso, y en efecto casi todas las habitaciones de la casa ahora estaban vacías. Al parecer, ya se conocía lo ocurrido en el Estadio de los Filos.
En su habitación encontré a Sura.
Yacía sobre el jergón de una esclava, pero se había envuelto el cuerpo con el atavío de una mujer libre. Por supuesto, todavía tenía el collar. Sus ojos estaban cerrados y se la veía muy pálida.
Corrí hacia ella y la tomé en mis brazos.
Abrió los ojos y pareció que no me reconocía.
—Era un hermoso muchacho —dijo—. Un hermoso muchacho.
La deposité en el suelo y desgarré un lienzo para vendarle las muñecas ensangrentadas.
—Llamaré a un miembro de la Casta de los Médicos —murmuré. Seguramente Flaminio, borracho, aún estaría en la casa.
—No —dijo, y buscó mi mano.
—¿Por qué hiciste esto? —exclamé con enojo.
Me miró un tanto sorprendida.
—Kuurus —dijo, llamándome por el nombre con el cual me había conocido en la casa—. Eres tú, Kuurus.
—Sí —dije—. Sí.
—No deseaba continuar viviendo como esclava.
Lloré.
—Dile a Ho-Tu —murmuró— que le amo.
Me incorporé de un salto y corrí hacia la puerta.
—¡Flaminio! —grité—. ¡Flaminio!
Un esclavo acudió al oír mis gritos.
—¡Trae a Flaminio! —grité—. ¡Y que consiga sangre! ¡Sura debe vivir!
El esclavo corrió para cumplir la orden.
Regresé al lado de Sura. De nuevo tenía cerrados los ojos. Estaba muy pálida. Apenas se oían los latidos de su corazón.
Miré alrededor y vi algunas de las cosas con las cuales habíamos jugado, la seda marcada con los cuadriláteros del juego, las botellitas, los frasquitos.
Sura abrió por última vez los ojos, me miró y sonrió. —Un hermoso muchacho, ¿verdad, Kuurus? —preguntó.
—Sí —dije—, un hermoso muchacho.
—Es un hermoso muchacho —dijo, con una sonrisa de reproche en los ojos.
—Sí —dije—. Sí.
Después Sura cerró los ojos. En sus labios se dibujó una sonrisa.
Flaminio llegó casi enseguida. Traía los elementos de su oficio y un frasco de fluido. Había alcohol en su aliento, pero tenía los ojos serenos. Se detuvo en la puerta, en el rostro una expresión de dolor.
—¡Deprisa! —grité.
Dejó las cosas que había traído consigo.
—¡Deprisa!
—¿No lo ves? —dijo—. Ha muerto.
Con lágrimas en los ojos, Flaminio se arrodilló al lado de Sura. Se llevó las manos a la cabeza.

Ahora, me encontraba esperando en el salón de Cernus. Estaba vacío. Miré las mesas, el suelo de mosaicos, los anillos para los esclavos empotrados en la pared, el cuadrilátero de arena entre las mesas. Había ocupado el sillón de Cernus; tenía desenvainada la espada y la deposité sobre la mesa de madera, frente a mí.
Oí los gritos que venían de la calle pero, a causa de las gruesas paredes de la Casa de Cernus, parecían lejanos. Aquí y allá se oían fragmentos de la canción de Ar.
El salón estaba oscuro y fresco. Reinaba el silencio. Esperé pacientemente. Ya llegaría.
La puerta se abrió bruscamente y entraron cinco hombres, entre ellos Cernus, los ojos desorbitados, el rostro demacrado; y detrás Filemón, de la Casta de los Escribas. Luego, el hombre que había mandado a los cincuenta tarnsmanes que me atacaron en el Estadio de los Tarns, y cerrando la marcha dos guardias taurentianos.
Cuando los hombres irrumpieron en la sala me puse de pie detrás de la mesa, en la semioscuridad, apoyé la punta de la espada en la madera y sostuve con ambas manos el pomo.
—Vine a buscarte, Cernus —dije.
—¡Mátale! —gritó Cernus al hombre que había luchado conmigo, un taurentiano, y a los dos guardias restantes.
El hombre que había combatido contra mí me dirigió una mirada de odio y desenvainó la espada, pero con un gesto irritado la arrojó al suelo.
Cernus lanzó una exclamación de cólera.
Los dos restantes taurentianos hicieron lo mismo con sus espadas.
—¡Eslines! —gritó Cernus—. ¡Eslines!
Los tres taurentianos se volvieron y salieron de la habitación.
—¡Regresad! —gritó Cernus.
Filemón, de la Casta de los Escribas, los ojos agrandados por el miedo, dirigió una mirada a los guardias y después también él se volvió y huyó.
—¡Regresa! —gritó Cernus—. ¡Regresa!
Al fin, se volvió para mirarme.
Le contemplé, sin hablar. Mi rostro tenía seguramente una expresión terrible.
—¿Quién eres? —balbuceó Cernus.
—Soy Kuurus —dije.
En el trayecto de la habitación de Sura al Salón de Cernus, me había detenido en las estancias donde había residido todos esos meses. Allí me había vestido de nuevo con el negro del Asesino. Allí, de nuevo, me había aplicado en la frente la marca de la daga.
—¡Eres Tarl Cabot! —gritó—. ¡Tarl Cabot, de Ko-ro-ba!
—Soy Kuurus —le dije.
—Llevas en la frente la marca de la daga negra —murmuró Cernus.
—Para ti —le dije.
—¡Soy inocente!
No contesté.
—¡Menicio! —gritó—. ¡Él mató al Guerrero de Thentis! ¡No fui yo!
—He recibido oro —le dije. Aún no deseaba hablarle de Sura.
—¡Fue Menicio! —gimió.
—Tú diste la orden —afirmé.
—¡Te daré oro!
—Nada tienes, Cernus, Lo has perdido todo.
—No me hieras —rogó—. ¡No me hieras!
—Pero —continué, riendo— eres la primera espada de la Casa de Cernus. Creo que incluso eres miembro de la Casta de los Guerreros.
—¡No me hieras! —gimió.
—Defiéndete.
—No. No. No.
—Muy bien. Entrega tus armas y ríndete. Me ocuparé de que comparezcas ante los tribunales del Ubar, donde se hará justicia.
—Sí —gimió Cernus—. Sí. —Comenzó a rebuscar entre sus ropas y al fin extrajo una ancha daga. De pronto gritó—: ¡Muere! —y me arrojó la daga. Yo había previsto el movimiento y me aparté. El cuchillo se clavó en el respaldo de la silla que ocupaba momentos antes.
—Excelente —comenté.
Me miró, su espada en la mano, los ojos brillantes.
Lancé un grito de combate y salté sobre la mesa, acercándome a él.
Un instante después nuestras espadas se habían encontrado y el acero arrancaba chispas al acero.
Era un excelente espadachín, veloz y astuto.
—Excelente —le dije.
Nos desplazamos a través de la habitación, sobre las mesas y detrás de ellas, cruzando el cuadrilátero de arena.
Cernus, que retrocedía, tropezó con el tablero y cayó, y mi espada le tocó el cuello.
—Bien —dije—, será mi acero o la lanza de la justicia de Ar.
—Que sea tu acero —me dijo.
Retrocedí un paso y le permití incorporarse. Volvimos a combatir.
Le herí en el hombro izquierdo. Retrocedí dos pasos, Cernus se quitó la túnica y vistió únicamente el pantalón corto. Tenía en el hombro izquierdo una marca de sangre.
—Ríndete —le dije.
—¡Muere! —gritó, y corrió hacia mí.
Fue un ataque soberbio, pero lo paré y dos veces más le herí, una en el costado izquierdo y otra en el pecho.
Cernus retrocedió, los ojos vidriosos. Tosió y escupió sangre.
No le seguí.
Me miró, jadeante. Se pasó sobre el rostro el antebrazo ensangrentado.
—Sura ha muerto —le dije.
Me miró, sobresaltado.
—Yo no la maté —afirmó.
—Sí, la mataste —dije—. Un hombre puede matar de muchas maneras.
Me miró, el rostro espectral, el cuerpo ensangrentado. Avancé un paso. Miró por encima del hombro, y vio la puerta que comunicaba al salón con la escalera y el corredor que llevaba a la guarida de la bestia. Vi que su rostro expresaba una satisfacción súbita y salvaje. Se preparó como si quisiera afrontar mi ataque. De pronto dio media vuelta y corrió hacia la puerta.
Le permití llegar hasta ella, abrirla bruscamente, subir deprisa la escalera y entrar por el corredor.
Al final de la escalera y cuando yo comenzaba a subir el primer peldaño, se volvió.
—¡Me protegerá! —gritó—. ¡Eres un estúpido, Tarl Cabot!
Me arrojó la espada, pero yo me aparté y el arma cayó al suelo. Después se volvió y huyó por el corredor.
Ascendí lentamente los peldaños.
Cuando llegué al final, vi que la habitación que estaba al extremo del corredor se hallaba abierta. Como yo había previsto, ahora no había guardias apostados.
Vi el rastro de sangre en el suelo; señalaba el camino seguido por Cernus.
—Cernus, jamás serás Jugador —me dije.
Oí el grito horroroso que partía de la habitación que estaba al fondo del corredor, y un rugido terrorífico, y ruidos extraños, ruidos humanos; y gruñidos y mandíbulas que masticaban.
Cuando llegué a la habitación, la espada pronta, la bestia había desaparecido.
Atravesé la habitación. Comunicaba con una sala más espaciosa. En la segunda sala percibí el olor de un tarn, mezclado con otro olor. No podía identificarlo, pero pertenecía a un animal. Fuera del cuarto, emergiendo de la pared del cilindro de Cernus, vi una percha para un tarn. Vi a lo lejos un gran bulto cubierto de pelos sobre el lomo de un tarn que remontaba el vuelo con dificultad.
Me volví y examiné la habitación. Vi el rifle traído de la Tierra. Por todas partes había muchos y complicados aparatos, que me recordaban un panel de instrumentos que yo había visto en el Nido hacía mucho tiempo; cables y discos que, según observé, estaban destinados a un organismo orientado visualmente: agujas que se movían sobre una escala graduada, un cono que resplandecía en otro instrumento. Descolgué un cono pegado a un panel horizontal, me lo llevé al oído y oí una serie de señales de variable intensidad; eran cada vez más frecuentes, y la intensidad se elevaba paulatinamente; después, con gran asombro de mi parte, las señales se interrumpieron. Hubo una pausa; después, un sonido extraño, que no podía corresponder a una garganta humana; sin embargo, era un sonido articulado, que se repetía una y otra vez.
Deposité el cono. El sonido continuó.
Cuchillo curvo en mano, Ho-Tu entró en la habitación.
—¿Y Cernus? —preguntó.
Señalé los harapos y una parte del cadáver arrojada a un rincón de la habitación, todo mezclado con restos y huesos.
—¿Podrías haber hecho más? —pregunté.
Ho-Tu me miró.
—Sura —afirmé— me pidió que te dijese que te amaba. Ho-Tu asintió. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Soy feliz —dijo. Después se volvió y abandonó la habitación.
Vi parte de un cuerpo, y la cadena y el medallón de Cernus, ahora manchados de sangre.
Miré alrededor. La habitación estaba impregnada del denso olor del animal. Vi el lugar donde la cosa aparentemente había dormido, y aprecié su fuerza, su volumen. También encontré las pequeñas cajas traídas en las naves negras. Había cajones con discos metálicos, quizá discos mnemónicos o registros. Imaginaba que los Reyes Sacerdotes podían utilizar el contenido de este cuarto. Tal vez podrían aprender mucho si utilizaban este material.
Me acerqué al panel horizontal, y descolgué el cono por donde se transmitía la voz; vi una llave y la moví; la voz se interrumpió inmediatamente.
Hablé al cono. Lo hice en goreano. No sabía a quién hablaba. Estaba seguro de que mi transmisión, como tantas otras, sería grabada. Ahora o quizá más tarde el destinatario comprendería.
—Cernus ha muerto —dije—. La bestia huyó. No habrá respuesta.
Volví a mover la llave. Esta vez reinó el silencio.
Me volví y abandoné la habitación, atrancándola por fuera, de modo que otros no pudiesen entrar.
Cuando regresé al salón de Cernus vi a Flaminio.
—Ho-Tu —dijo.
Le seguí a la habitación de Sura.
Allí encontré a Ho-Tu. Con su cuchillo curvo se había cortado el cuello y había caído sobre el cuerpo de Sura. Vi que primero había quitado del cuello de Sura el collar de Cernus.
Flaminio parecía conmovido. Me miró y yo le miré a él.
Flaminio bajó los ojos.
—Tienes que vivir —le dije.
—No —contestó.
—Tienes cosas que hacer —insistí—. Hay un nuevo Ubar en Ar. Tienes que regresar a tu trabajo, a tu investigación.
—La vida es poca cosa —afirmó.
—¿Qué es la muerte?
Me miró.
—Nada —dijo.
—Si la muerte es nada —observé—, lo poco que es la vida sin duda es mucho.
Desvió la vista.
—Eres Guerrero —dijo—. Tienes tus guerras, tus batallas.
—Tú también las tienes, Médico.
Nos miramos a los ojos.
—La Dar-Kosis —dije— aún no ha sido derrotada.
Desvió el rostro.
—Tienes que regresar a tu trabajo —afirmé—. Los hombres te necesitan.
Rió amargamente.
—Lo poco que los hombres tienen —dije— merece tu amor.
—¿Quién soy yo para cuidar de otros? —preguntó.
—Eres Flaminio, el mismo que hace mucho amó a los hombres y decidió vestir la túnica verde de la Casta de los Médicos.
—Hace mucho —dijo, con los ojos bajos— yo conocí a Flaminio.
—Y yo le conozco ahora.
Me miró a los ojos. Había lágrimas en sus ojos, y también en los míos.
—Yo amaba a Sura —dijo Flaminio.
—También la amaba Ho-Tu —dije— y también yo, a mi modo.
—No moriré —dijo Flaminio—. Trabajaré.
Regresé a mis propias habitaciones en la Casa de Cernus. Fuera pude oír la canción de la gloria de Ar. Lavé de mi frente la marca de la daga negra.

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