19 - EL ESTADIO DE LOS FILOS

Oí el clamor lejano de la multitud que ocupaba las gradas del Estadio de los Filos.
—Parece que Murmillius ha vuelto a triunfar —dijo Vancius, de la Casa de Cernus, mientras alzaba un yelmo hermético y me lo ponía en la cabeza.
Vancius, oficial de los guardias, cerró con llave la cerradura del yelmo que me cubría la cabeza.
Ahora yo no podía ver nada.
—Será divertido —dijo— verte tropezar en la arena, espada en mano, dando golpes de ciego.
No contesté.
—Seguramente, el famoso Tarl Cabot, gran espada de Gor —dijo Vancius—, preferirá morir con el arma en la mano.
—¿Qué ocurrirá si me niego a pelear? —pregunté.
—Los látigos y los hierros candentes te convencerán —dijo.
—Quizá no —respondí.
—Te alentará saber —dijo riendo— que tus antagonistas serán los mejores espadachines de los taurentianos.
—¿Con yelmos herméticos?
—Así parecerá. En realidad, tendrán yelmos perforados. Podrán verte, pero tú no los verás.
—En efecto, será divertido —dije.
—En efecto —dijo Vancius riendo.
—¿Cernus estará en el palco para gozar del espectáculo?
—No.
—¿Por qué?
—Hoy ocupa el palco del Ubar en las carreras de tarns. Como en Ar las carreras son más populares que los juegos, es justo que Cernus las presida.
Medité un momento.
—Imagino que a Cernus —dije— le inquieta el hecho de que este año los Amarillos ocupen el primer lugar.
—La gente cree —dijo Vancius— que Cernus apoya a los Verdes.
—No entiendo.
—En realidad —agregó Vancius—, Cernus apoya a los Amarillos.
—¿Cómo es posible?
—El hecho mismo de que Cernus parezca apoyar a los Verdes influye sobre miles de ciudadanos; de ahí que la mayoría apueste por los Verdes. Pero si uno examina la lista completa de carreras, comprueba que los Amarillos no sólo ganaron más carreras, sino en general aquellas en las cuales se apostaba más.
Vancius sonrió.
—Como apuesta en secreto a los Amarillos, a quienes controla —dijo Vancius—, Cernus ha acumulado grandes fortunas en las carreras. Menicio, de Puerto Kar, el jinete de los Amarillos, el mejor tarnsman, corre en las carreras por la facción de Cernus.
—Cernus es un hombre astuto —dije—. Pero, ¿qué ocurrirá si los aficionados a las carreras se enteran de la verdadera situación?
—No lo sabrán —dijo Vancius.
—Los Aceros amenazan a los Amarillos.
—No ganarán la gran carrera, la Carrera del Ubar.
—¿Por qué no?
—Menicio, de Puerto Kar, corre por los Amarillos.
—Lo respetas mucho —comenté.
—Menicio tiene órdenes de ganar la gran carrera —continuó Vancius—. Y lo logrará, aunque para eso sea necesario matar.
—¿Y qué me dices de Gladius de Cos?
—Le advertirán que no corra —afirmó Vancius.
—¿Y si lo hace?
—En ese caso, morirá.
—¿Quién es Gladius de Cos? —pregunté.
—No lo sé —dijo Vancius.
Sonreí. Por lo menos ese secreto había sido bien guardado. De pronto, se oyó el clamor distante de la multitud que ocupaba las gradas.
—¡De nuevo Murmillius! —exclamó Vancius—. ¡Qué hombre! ¡Es el quinto antagonista a quien derrota esta tarde!
Oí una trompeta lejana y movimientos a pocos metros de distancia; la voz de una joven primero, y después la de otra.
—No podéis entrar aquí —gritó un guardia.
—¡Necesito ver a Vancius! —dijo la voz de una muchacha.
—¿Quién es? —preguntó Vancius un tanto desconcertado. La voz me pareció conocida, como si la hubiera oído antes.
—¡Querido Vancius! —oí decir.
—¿Quién eres? —preguntó Vancius.
El yelmo me impedía ver. Traté de quitarme las manillas. Oí el movimiento de pies descalzos. Era evidente que la joven corría hacia Vancius, y se arrojaba en sus brazos, lo cual sorprendía pero no desagradaba al soldado. Hubo palabras de saludo y pasión. Pensé que era una esclava que le conocía y que ahora le pedía desesperadamente una entrevista.
—¡Vancius, soy tuya! —oí decir.
—¡Sí, sí! —respondió el soldado.
Después un golpe sordo, y una voz que decía:
—Ahora, Vancius, eres mío.
Traté de quitarme el yelmo de acero, pero las manillas que me aseguraban las manos me lo impidieron.
—¿Quién está ahí? —murmuré.
De nuevo la voz de la joven.
—Llevaos al simpático Vancius —decía—, aseguradle las muñecas y los tobillos, y aplicadle un capuchón con mordaza. Tal vez después le utilice para mi placer.
—¿Quién está ahí? —pregunté.
—¿Y el otro guardia? —preguntó la voz femenina.
—Atadlo también —dijo la primera joven.
—¿Puedo llevármelo? —preguntó la segunda.
—Sí —dijo la primera que había hablado—. Atadlo al lado de Vancius.
Sentí las manos de un hombre que manipulaba la capucha de acero.
—¿Quién eres? —pregunté.
Oí la llave que se movía en la cerradura, y sentí el aire fresco cuando me quitaron el yelmo.
—¡Ho-Tu! —exclamé.
—Silencio —dijo Ho-Tu—. Hay hombres de Cernus por todas partes.
—Me dijeron que habías ido a Tor a comprar esclavos —observé.
—No es momento de ir a Tor a comprar esclavos —sonrió Ho-Tu.
—¿No fuiste?
—Claro que no.
—¿Qué haces aquí? —pregunté.
Ho-Tu sonrió.
—Tu vida corre peligro —le dije.
—Todos corremos peligro —afirmó Ho-Tu—. Grave peligro.
Vi detrás de Ho-Tu a una joven de cabellos negros y piernas largas, las manos en las caderas, que me miraba.
—¡Eres tú! —dijo riendo.
—¡Y eres tú! —dije.
Era la jefa de las jóvenes de la calle de las Vasijas. Dos de sus amigas la acompañaban.
—¿Qué hacéis aquí? —pregunté.
—Hoy —explicó la joven— Ar será libre o esclava.
—No comprendo —murmuré.
Se oyó el sonido de otra trompeta.
—¡No hay tiempo! —dijo Ho-Tu—. ¡Traedme el yelmo!
Una de las muchachas entregó el yelmo a Ho-Tu; parecía idéntico al que yo había usado. De pronto advertí que estaba perforado.
—Es del mismo tipo —explicó Ho-Tu— que usarán tus antagonistas, los mejores espadachines de los taurentianos.
Me lo puse inmediatamente.
—Lo prefiero —dije con expresión sombría— en lugar del otro.
Una de las muchachas había encontrado la llave de la cadena que aseguraba mi cintura a la mesa de piedra. Otra halló la llave de mis manillas entre las ropas de Vancius, que yacía inconsciente. La entregó a Ho-Tu. Éste vestía el único uniforme de uno de los guardias de la Casa de Cernus. Se apoderó del yelmo de Vancius y se lo puso. Desabrochó el cinturón que sostenía su espada, y me lo entregó. Sonreí al ver la espada. Era la mía, la que había usado incluso en el sitio de Ar, muchos años antes.
—Gracias, Ho-Tu.
Ahora Ho-Tu estaba asegurándose a la cintura la espada y el cinto de Vancius.
Oímos la tercera llamada de la trompeta, que señalaba el comienzo de los juegos.
—Guerrero —dijo Ho-Tu sonriendo—, te esperan.
—No te pongas todavía el yelmo —dijo la jefa de las muchachas de la calle de las Vasijas.
Se elevó sobre las puntas de los pies y me besó.
—¡Deprisa! —dijo Ho-Tu.
Le retribuí el beso.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
—Fays —dijo.
—Un bello nombre.
—Si lo deseas —dijo la joven—, vuelve a la calle de las Vasijas.
—El día que te visite —aclaré— creo que llevaré conmigo un ejército.
Sonrió.
—Eso nos agradará mucho —dijo.
—¡Deprisa! ¡Deprisa! —exclamó Ho-Tu.
Me puso el yelmo, Fays lo aseguró, y guardó la llave en mi cinturón.
Oí el clamor lejano de la multitud.
Oí el ruido de un latigazo. Era Ho-Tu.
—¡Deprisa! ¡Deprisa! —dijo.
Después, fingiendo que me debatía con las manos aseguradas por las manillas, salí tropezando intencionadamente. Ho-Tu venía detrás, y descargaba fieramente el látigo y gritaba.
—¡Deprisa, esclavo perezoso! ¡Deprisa!
A la entrada del Estadio de los Filos el resplandor del sol sobre la arena blanca me cegó un instante. Sentí que Ho-Tu abría las manillas con la llave que le quitó a Vancius.
—¡Deprisa! —gritó un ayudante del estadio. No miré directamente al hombre temeroso de que descubriese el tipo de yelmo que yo usaba. La multitud gritaba y aullaba.
Ho-Tu me empujó con el látigo, haciéndolo restallar de tanto en tanto. Me dejé llevar hasta un lugar que estaba frente al palco del Ubar. El Ubar no había venido, pero vi a uno de sus representantes, Filemón, de la Casta de los Escribas. Un grupo de hombres, al parecer desechos humanos con yelmos que les impedían ver, fueron llevados a un lugar delante del palco. No les miré de frente. Sabía que eran taurentianos. Y usaban yelmos que les permitían ver.
Uno o dos fingían desesperación y gemían. Otro había caído de rodillas y pedía compasión a la multitud.
Finalmente nos pusieron frente a frente, delante del palco..
—¡Alzad las espadas! —ordenó un hombre.
Obedecimos, y la multitud festejó el espectáculo.
—¡Saludad! —ordenó el mismo hombre.
—Otro rugido de risa de la turba.
El saludo era antiguo; yo estaba seguro de que había llegado a Gor varios siglos atrás, traído quizá por hombres familiarizados con los deportes romanos. Recordé que los Viajes de Adquisición eran muy antiguos y habían sido organizados antaño por los Reyes Sacerdotes.
—¡Salve Cernus, Ubar de Ar!
—¡Nosotros que estamos a punto de morir, te saludamos!
Yo no dije las palabras del saludo.
Sonaron cuatro trompetas, y nos preparamos para iniciar la lucha.
Observé a mi antagonista que caminaba primero en una dirección y después en otra, como si no me pudiese ver, y de tanto en tanto tropezaba, mientras un guardia armado de látigo le empujaba hacia mí. Otro que sostenía en la mano un hierro candente se mantenía cerca e impartía órdenes a los restantes hombres. Yo sabía que aunque fingían combatir, los guerreros estaban dispuestos a herirse.
—Lo tienes frente a ti —gritó el guardia al hombre que estaba acercándose. El guerrero descargó varias estocadas con su espada. Yo hice lo mismo, y la multitud gritó complacida. Sin embargo, advertí que mi enemigo en definitiva se acercaba cada vez más. Gritaba, como si le dominaran la cólera y el miedo. En cierto modo, admiré su desempeño.
De pronto la espada del hombre golpeó la mía, pero conseguí esquivar el filo. El taurentiano retrocedió, y yo advertí que estaba sorprendido. Empuñé más fuertemente la espada, el arma que me había dado Ho-Tu y que yo había usado en el sitio de Ar, muchos años antes, el arma que yo había llevado a Tharna, la espada que había esgrimido en las dilatadas praderas meridionales de Gor, y que había usado algunos meses antes frente a las puertas de la Gloriosa Ar.
El taurentiano volvió a atacar, y yo desvié su espada a un costado.
Después retrocedió asombrado, y se preparó para un nuevo intento.
La multitud gritó, confusa y sorprendida, y después irritada.
Experimenté un sentimiento de profundo placer. Ya no me agobiaba el sentimiento de culpa. Había oído el golpe del acero contra el acero. El Médico debía curar, el Constructor construir, el Mercader comprar y vender, y el Guerrero luchar.
—Soy Tarl Cabot —dije riendo—. Sábelo. Sabe también que entiendo que puedes ver. Sabe también que puedo verte. Abandona la arena o te mataré.
Con un grito de cólera se arrojó sobre mí, y el grito murió en su garganta, y su cuerpo y la sangre de su herida tocaron la arena casi al mismo tiempo.
Me acerqué al siguiente Guerrero, y él se volvió y me miró.
—No estoy jugando —le dije—. Eres un taurentiano. Yo soy Tarl Cabot. Soy tu enemigo. Abandona la arena o muere ahora mismo.
El hombre se volvió y se abalanzó sobre mí, y yo emití una risa sonora, porque me alegraba profundamente el brillo y el ruido del acero, el fulgor del hierro contra el hierro.
Lanzó un grito y cayó frente a mí, retorciéndose sobre la arena.
—¡Puede ver! —exclamó uno de los taurentianos.
El público guardaba silencio. Después algunos comenzaron a gritar, coléricos.
Los restantes Guerreros y también los guardias se volvieron para mirarme. Uno o dos guardias huyeron de la arena. Seguramente no deseaban quedar atrapados entre los Guerreros que combatían.
—Salid de aquí —dije a los taurentianos—. En este sitio los hombres mueren.
—¡Todos al mismo tiempo! —gritó el jefe—. ¡Atacad!
Fue el primero en morir, porque fue el primero que se me acercó.
Un instante después yo combatía rodeado por taurentianos, los mejores hombres de la guardia.
Ahora la multitud comenzó a proferir gritos irritados. Los aficionados a los juegos de Ar habían sido engañados. No les agradaba asistir a la broma pesada de un alto personaje, sin duda el propio Ubar. En su condición de aficionados, reaccionaban ante el engaño de que eran objeto; como hombres, les enfurecía la desventaja en que me habían puesto.
Me desplacé rápidamente atrayendo primero a un Guerrero y después a otro, y el más veloz de mis antagonistas era quien moría primero. Volvía y giraba, aceptando o rechazando el ataque para aislar a un hombre; oí los gritos lejanos de Filemón que estaba en el palco del Ubar, y los gritos de los taurentianos. En una pausa vi cómo un taurentiano mataba a un ciudadano que quería saltar a la arena para ayudarme; otros taurentianos contenían a la multitud, cada vez más encolerizada.
—¡Matadle! ¡Matadle! —se oyó cómo Filemón vociferaba.
Otro taurentiano cayó, abatido por mi espada.
Un guardia descargó el látigo sobre mi cuerpo. Me volví, y él arrojó el látigo a la arena y huyó. Otro se acercó con su hierro candente.
—Márchate —dije.
Miró alrededor, dejó caer el hierro y huyó. Los restantes servidores le siguieron.
Ahora me enfrentaba a seis taurentianos, que se habían organizado en una formación defensiva: tres hombres delante, y cerrando la figura otros tres. Un sistema muy móvil, porque los espacios entre los primeros tres hombres permiten que los espadachines manejen sus armas y se defiendan. Yo suponía que el hombre que ocupaba el centro trataría de atraerme, y los hombres de los flancos me atacarían; si uno de éstos caía, ocupaba su lugar uno de los hombres que estaba en la reserva.
El grupo avanzó lentamente. Retrocedí sobre los cuerpos caídos. Es difícil romper o atacar una formación de este tipo. Fingí tropezar, y el hombre del centro se adelantó para aprovechar la ventaja.
—¡Espera! —gritó el jefe, que estaba detrás.
Pero el hombre que se había adelantado ya estaba muerto.
Otro taurentiano quiso aprovechar la presunta ventaja, y también murió.
Los cuatro hombres restantes trataron de mantener la formación. Continué retrocediendo, con la esperanza de atraer a otro Guerrero. Pero se mantuvieron unidos.
Es difícil mantener una formación cerrada en terreno accidentado. Yo no esperaba que otro Guerrero se atreviese a atacar solo. Retrocedí entre los cadáveres de los taurentianos caídos. Con pasos lentos, los hombres del grupo trataron de reducir la distancia, los ojos fijos en mi persona. De pronto, el grupo atacó, pero tal como yo había previsto, tuvo que saltar encima de los cadáveres de sus compañeros. Me desvié hacia un lado. El último tropezó cuando quiso volverse contra mí, y de un brinco yo me puse detrás. Los tres hombres restantes giraron sobre sí mismos sin cambiar de lugar. Un Guerrero intentó atacarme, pero tropezó con otro taurentiano caído, y su compañero, que venía detrás, tropezó con el primero; en lugar de abalanzarme sobre los caídos, ataqué al jefe, y le derribé. Los dos taurentianos restantes se incorporaron rápidamente, y retrocedieron hacia la salida.
El más veterano dijo al otro:
—Retírate. —Ya no deseaban continuar la batalla. Ya no contaban con la misma ventaja que les favorecía un momento antes.
Los dos hombres se retiraron.
La multitud aullaba de placer, porque le agradaba el espectáculo que había presenciado.
De pronto todos comenzaron a gritar de cólera. Unos doscientos taurentianos comenzaban a descender a la arena, con las armas preparadas.
Me dije: “De modo que así moriré”
El jefe de los hombres emitió una risa sonora.
—¿Qué te parece —preguntó— el momento antes de la muerte?
Pero la risa se le murió en la garganta, porque cayó con el pecho atravesado por una pesada lanza goreana.
Me volví y vi a poca distancia, a la derecha, espada en mano, la cabeza cubierta por el pesado yelmo del gladiador, en otra mano el pequeño escudo redondo, nada menos que a Murmillius.
—¡Adelante! —gritó el nuevo jefe de los taurentianos, que ya había descendido a la arena.
La multitud comenzó a presionar más fuertemente contra las lanzas de los taurentianos, y los soldados realizaron denodados esfuerzos para contenerla.
Los taurentianos atacaron, y con la ayuda del maravilloso y gigantesco Murmillius me preparé a recibirlos.
El acero chocó con el acero y así combatimos, espalda contra espalda. Muchos enemigos cayeron, abatidos por nuestras espadas.
Y de pronto vino a unírsenos un tercero, ataviado con el uniforme de los gladiadores.
—¡Ho-Sorl! —grité.
—Tardaste en llegar —comentó Murmillius.
Ho-Sorl rió, mientras descargaba mandobles a derecha y a izquierda.
—Cernus había dispuesto que también yo usara el yelmo ciego —dijo—. Pero Ho-Tu no miró con buenos ojos ese plan.
Otro se unió a nosotros, y los cuatro continuamos el combate.
—¡Relio! —exclamé.
—También yo —dijo, mientras blandía la espada— estaba destinado al yelmo ciego. Felizmente, me encontré con Ho-Tu.
Advertí que un taurentiano tras otro, de una línea que se aproximaba, iban cayendo de bruces sobre la arena.
Ahora Ho-Tu se había reunido con nosotros, en una mano el cuchillo curvo, en la otra un escudo.
Aparté una hoja que apuntaba a su corazón.
—Creo que observarás —dijo Murmillius— que una espada es aquí más útil que tu cuchillito.
Ho-Tu desenvainó su espada y continuó luchando.
—¡Matadles! —oí el grito de Filemón.
Otro grupo de taurentianos, quizá un centenar, descendió a la arena y se abalanzó sobre nuestro grupo.
Oí el grito de Relio a Ho-Tu:
—¡Maté a diecisiete!
—¡Silencio! —rugió Murmillius, y obedientes combatimos en un silencio interrumpido únicamente por los gritos de los hombres, nuestro jadeo, el centelleo de las hojas.
—¡Son muchos! —grité.
Murmillius no contestó. Pero continuó luchando.
Me volví durante un momento de respiro. No podía distinguir los rasgos del magnífico combatiente que tenía al lado.
—¿Quién eres? —pregunté.
—Soy Murmillius —dijo riendo.
—¿Por qué Murmillius combate al lado de Tarl Cabot? —pregunté.
—Digamos más bien —afirmó— que Tarl Cabot combate al lado de Murmillius.
—No comprendo —dije.
—Murmillius —afirmó orgullosamente— está en guerra.
—También yo estoy en guerra —dije. De nuevo se acercaron los taurentianos, y nosotros salimos al encuentro de los guerreros—. Pero mi guerra no es la de Murmillius.
—Libras guerras de las que nada sabes.
De pronto vi sorprendido que venía a ayudarnos un guerrero común, no un taurentiano; era un hombre cuyo yelmo no estaba adornado con oro ni el escudo revestido de plata, ni los hombros cubiertos con el púrpura de la guardia del Ubar.
No le pregunté quién era y acepté agradecido su presencia.
Más taurentianos, quizá unos doscientos, franquearon el muro que separaba la arena de las gradas.
Ahora vi que se iniciaban combates entre el público que ocupaba las gradas; algunos entre taurentianos y ciudadanos, y otros entre los propios ciudadanos. En ciertos lugares, los guerreros comunes armados comenzaban a combatir contra los taurentianos vestidos de púrpura.
Los taurentianos ya no pudieron contener al público, y millares de ciudadanos saltaron a la arena, y otros avanzaron hacia el palco del Ubar. Vi a Hup que saltaba y brincaba sobre las gradas, y a ciudadanos que, espada en mano, corrían hacia los taurentianos.
Filemón, el rostro pálido y los ojos agrandados por el miedo, huyó seguido por siete u ocho taurentianos.
—¡El pueblo se levanta! —gritó Ho-Sorl.
Los taurentianos comenzaron a dispersarse y huyeron hacia las salidas. En medio del público había docenas de hombres impartiendo órdenes, al parecer miembros de diferentes castas que llevaban un pañuelo de seda púrpura atado al brazo izquierdo.
Entregué a Ho-Tu la llave de mi yelmo, la misma que Fays había puesto en mi cinturón. Ho-Tu me quitó el yelmo.
—¿Puedo mirar ahora el rostro de Murmillius? —pregunté.
—No ha llegado el momento —afirmó Murmillius mirándome.
—En esta tu guerra —dije—, ¿cuál es el paso siguiente?
—Es tu paso, Tarl Cabot, guerrero de Ko-ro-ba.
Le miré.
Señaló la grada más alta. Vi allí a un hombre que sostenía las riendas de un tarn pardo.
—Seguramente —dijo Murmillius—, Gladius de Cos corre esta tarde en el Estadio de Tarns.
—¿Le conoces? —pregunté.
—¡Deprisa! —ordenó Murmillius—. ¡Los Aceros deben conquistar la victoria!
—¿Y tú? —pregunté.
—Iremos por las calles, hacia el Estadio de los Tarns.
Me apoderé de una capa de la guardia imperial, y pasé de la arena a las gradas. Cuando llegué al nivel más alto, me acerqué al hombre que sostenía las riendas de un tarn común. Volví los ojos hacia la arena y vi, empequeñecidos por la distancia, a Murmillius, Ho-Sorl, Relio, Ho-Tu y la multitud inquieta y vociferante. Murmillius alzó la espada para saludarme. Sí, era el saludo de un Guerrero. Devolví el saludo.
—¡Deprisa! —dijo el hombre que sostenía las riendas.
Salté sobre la silla. El ave remontó el vuelo desde el Estadio de los Filos, y un momento después se desplazaba entre los cilindros de Ar dejando atrás a los hombres con quienes yo había luchado, la arena sucia de sangre, y la empresa que allí habíamos iniciado.