4-EN LA CASA DE CERNUS

En cuclillas, ya en mis habitaciones, en la postura tradicional de las mujeres goreanas, Elizabeth rió alegremente y se palmeó las rodillas. También yo me sentía muy complacido.
—¡Qué bien salió todo! —reía la joven—. ¡Y pobre Vella, que debe compartir las habitaciones del Asesino! ¡Pobre, pobre Vella!
—No te rías tan ruidosamente —le advertí sonriendo, mientras examinaba la habitación.
Yo había cerrado la puerta, de gruesa madera, y la había atrancado con la doble viga. Cuando no estaba atrancada, podría abrírsela desde fuera, si se corría el cerrojo. De lo contrario, uno tenía que cortar la madera. Recordé que debía correr el cerrojo cuando saliera de la habitación. Por supuesto, la desventaja de una puerta como ésa consiste en que si no hay nadie en la habitación y el cerrojo no está corrido, cualquiera puede entrar, y revisar la habitación o esperar dentro. En una habitación de este tipo los objetos de valor se guardan en un pesado armario revestido de hierro, adherido a la pared y cerrado con llave.
Pensé que no era sensato insistir en el asunto de la cerradura. Podían llegar a sospechar que yo no era lo que pretendía ser. Además, estaba convencido de que Cernus insistiría en que uno de sus cerrajeros colocara la cerradura; y sabía que el jefe de la casa recibiría un duplicado, pese a sus protestas de lo contrario. Por otra parte, yo no carecía de recursos, pues un breve examen me demostró que, además del orificio correspondiente al cordel del cerrojo, la puerta tenía otro pequeño orificio.
—Esto nos permite confeccionar el nudo complejo.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Espera —le dije.
Me puse de pie y examiné la habitación. Había varios arcones, incluso uno asegurado por una faja de hierro con una gruesa cerradura. También varios estantes contra una pared; guardaban vasos y platos, algunas botellas de Paga y Ka-la-na.
—¿Qué buscas? —preguntó Elizabeth.
—Un cordel —contesté—, o algo parecido.
Comenzamos a revisar las cosas del lugar, y casi de inmediato Elizabeth descubrió cinco pares de cordeles de sandalias.
—¿Servirán? —preguntó.
—Excelente —respondí, y tomé uno de los pares.
Ella se arrodilló y me miró mientras yo me sentaba al lado de la puerta, y con el filo de la espada cortaba cuidadosamente los cordeles. Ahora tenía un trozo de cuerda de piel de bosko. Después enrollé el cordel alrededor del cerrojo y pasé los dos extremos por el pequeño orificio, de modo que colgaran hacia fuera. Empujé hacia dentro la puerta.
—Imagina —dije— que ahora con estos dos extremos del cordel formo un nudo bastante grande.
Elizabeth miró un momento los cordeles.
—En ese caso —dijo— habrás asegurado el cerrojo, y no será posible levantarlo como se hace normalmente. Pero alguien podría desatar el nudo —señaló— y entrar en la habitación.
—Por supuesto —dije, mirándola.
Me miró un momento, desconcertada. De pronto se le iluminó el rostro y batió palmas.
—¡Sí! —exclamó—. ¡Maravilloso! —Elizabeth era una de las jóvenes más inteligentes que yo había conocido.
—Observa —dije. Tomé las dos cuerdas colgantes y comencé a formar lo que a ella debió parecerle un nudo increíble. En realidad —le expliqué mientras continuaba anudando los cordeles de un modo cada vez más complejo—, éste es un nudo de cincuenta y siete vueltas. Hace años que me lo enseñó a hacer Andreas de Tor de la Casta de los Poetas.
—¿Haces siempre el mismo nudo? —preguntó Elizabeth.
—Sí —dije—, cada hombre tiene su nudo propio, tan particular como una firma; y el nudo es su secreto. Sólo él puede atarlo, y lo que es más importante sólo él sabe desatarlo… por supuesto, si nadie lo tocó.
—Pero cualquiera puede desatar el nudo.
—En efecto. El problema es rehacer el nudo después de desatarlo.
—El ocupante de la habitación —dijo Elizabeth— cuando vuelve a ella y desata el nudo puede decir inmediatamente si es o no su propio nudo.
—Exactamente —confirmé.
—Y por lo tanto sabe —continuó Elizabeth— si alguien entró mientras él estaba ausente.
Elizabeth miró en silencio mientras yo trataba de recordar las complicaciones de mi propio nudo-firma.
Finalmente, con un suspiro concluí la tarea.
—Es un verdadero nudo gordiano —dijo—. Alejandro lo cortó con la espada.
—Y al hacerlo —contesté— informó al mundo entero que alguien había entrado en la habitación, o donde fuera.
Desaté el nudo, pasé los cordeles por el agujero, cerré la puerta y devolví a su lugar las dos trancas.
Me volví hacia Elizabeth.
—Te enseñaré a hacer el nudo —le dije.
—Bien —contestó Elizabeth, poco impresionada por la complejidad de la tarea. Me miró—. Yo debería tener mi propio nudo —dijo.
—Creo —dije con cierta aprensión— que podríamos usar el mismo nudo.
Después de todo, no es muy divertido aprender un nudo-firma.
—Si he de aprender tu nudo —dijo la joven— nada impide que tú conozcas el mío.
—¡Elizabeth! —dije.
—Vella —me corrigió.
—Vella, a pesar de todas las experiencias que pasaste, todavía conservas ciertos rasgos de las mujeres de la Tierra.
—Bien —contestó—, me parece natural —sonrió perversamente—. Mi nudo será tan complejo como el tuyo.
—No lo dudo —repliqué con desaliento.
—Me gustará mucho inventar un nudo —continuó diciendo—, pero tiene que ser un nudo femenino, y debe reflejar mi personalidad.
Emití un quejido.
Me rodeó el cuello con los brazos y me miró a los ojos.
—Quizá —dijo—, después que Vella haya sido instruida, el amo llegará a la conclusión de que Vella es más agradable.
—Quizá —dije.
Me besó la nariz y yo la abracé.
Unos meses atrás Elizabeth y yo, que llevábamos el huevo de los Reyes Sacerdotes en la alforja de mi tarn, habíamos regresado al norte desde las Llanuras de Turia, el País de los Pueblos del Carro. Cerca de las Montañas Sardar obligué al tarn a descender sobre la superficie de la nave, una especie de disco de metal gris, a unos tres kilómetros sobre la superficie de Gor. La nave no se movía, y parecía sujeta por una columna o plataforma invisible.
A lo lejos, hacia la derecha, a través del colchón de nubes podía ver los picos oscuros y nevados de las Montañas Sardar.
Sobre la superficie de la nave, alto y delgado, como el filo de un cuchillo de oro, las patas delanteras elevadas delicadamente delante del cuerpo, las antenas doradas agitadas por el viento, estaba un Rey Sacerdote.
Descendí del tarn, y puse el pie en la nave.
El Rey Sacerdote caminó hacia mí, moviendo sus cuatro apéndices posteriores, y de pronto se detuvo.
Nos miramos.
Observé esa cabeza gigantesca, parecida a un globo de oro, coronada por las delicadas antenas sensoriales.
Me latía aceleradamente el corazón, pero preferí no decir ni hacer nada. Respiré hondo, el corazón henchido de alegría.
Los ganchos ocultos tras la tercera articulación de las patas delanteras de los Reyes Sacerdotes emergieron delicadamente, y se extendieron hacia mí. Finalmente hablé.
—Misk, no permanezcas demasiado tiempo al sol —dije.
Luchando contra el viento, las antenas fijas en mí, Misk avanzó un paso sobre la superficie metálica del disco. Después se detuvo, y su cuerpo de seis metros de altura se balanceó sobre los cuatro apéndices posteriores: los dos anteriores con sus cuatro delicados ganchos se movieron apenas frente al cuerpo, en actitud característica de los Reyes Sacerdotes. Sobre el conducto que unía la cabeza al tórax, colgado de una fina cadena, estaba el traductor redondo y compacto.
—No permanezcas mucho tiempo al sol —repetí.
—¿Encontraste el huevo? —preguntó Misk. En realidad, las grandes mandíbulas laterales no se habían movido. El lenguaje era apenas un conjunto de olores, secretados por ciertas glándulas, recogidos por el traductor y convertidos en palabras goreanas reproducidas mecánicamente.
—Sí, Misk —dije—. Encontré el huevo. Está a salvo. Lo tengo en la alforja de mi tarn.
Durante un instante pareció que la criatura no podría mantenerse en pie; después, como respondiendo a un acto de voluntad, consiguió erguir el cuerpo.
Con movimientos lentos y delicados, la gigantesca criatura se aproximó. Yo alcé las manos sobre la cabeza, y Misk inclinó suavemente el cuerpo y la cabeza, y con los extremos de las antenas, cubiertas de sensible y reluciente vello dorado, tocó las palmas de mis manos.
Había lágrimas en mis ojos.
—Gracias —dijo Misk.
Elizabeth y yo permanecimos varias semanas con Misk en el Nido de los Reyes Sacerdotes, ese increíble complejo que está detrás de las Montañas Sardar.
A Misk le había complacido profundamente la obtención del huevo, y lo había entregado inmediatamente a un grupo de entusiastas servidores, que debían ocuparse de incubarlo y llevarlo a buen término. Dudo que los médicos y los científicos del Nido jamás demostraran más diligencia; y era justo que así fuera, porque ese huevo representaba la continuación de la especie.
—¿Qué me dices de Ko-ro-ba y de Talena? —pregunté a Misk cuando todavía estábamos en la nave. Necesitaba recibir noticias de mi ciudad y su destino, y de la mujer que había sido mi Compañera Libre y a quien no veía desde hacía tantos años.
Elizabeth guardó silencio mientras yo formulaba estas preguntas.
—Como sin duda sabes —contestó Misk—, están reconstruyendo tu ciudad. Los habitantes de Ko-ro-ba han llegado de todos los rincones de Gor, cantando, y trayendo cada uno una piedra para construir las murallas. Durante muchos meses, mientras tú trabajabas para nosotros en el País de los Pueblos del Carro, millares y millares de habitantes de Ko-ro-ba retornaron a la ciudad. Los constructores y todos los hombres libres han trabajado para levantar las murallas y las torres. Ko-ro-ba está renaciendo.
—¿Y Talena? —pregunté.
Las antenas de Misk descendieron, como expresando desaliento.
—No estaba entre los que regresaron a la ciudad.
Incliné la cabeza. Hacía ocho años o más que no la veía.
—¿Ahora es esclava? —pregunté—. ¿La mataron?
—No lo sabemos —dijo Misk—. Nada se sabe de ella.
Misk acercó la nave a las Montañas Sardar.
Elizabeth se había maravillado con las cosas del Nido, pero después de unos días, y pese a las maravillas que ahí veía, deseó regresar a la superficie, al aire libre y a la luz del sol.
Por mi parte, tenía mucho que hablar con Misk y otros amigos del Nido, y sobre todo con el Rey Sacerdote Kusk, y con Al-Ka y Ba-Ta, que eran humanos, y a quienes recordaba con profundo afecto.
En el Nido conocí también al varón de los Reyes Sacerdotes, que no tiene nombre, lo mismo que en el mundo de los Reyes Sacerdotes la madre no recibe nombre. Se entiende que están por encima de los nombres, del mismo modo que los hombres no creen necesario asignar nombre al Universo. Me pareció un individuo espléndido, pero muy serio y silencioso.
—Es bueno —dije a Misk— que el Nido tenga padre, del mismo modo que con el tiempo habrá una madre.
Misk me miró.
—En el Nido —dijo— nunca hay padre.
Interrogué a Misk acerca de esto, pero no me dio explicaciones, y llegué a la conclusión de que no deseaba mostrarse más explícito, y por lo tanto no insistí.
Un hecho interesante: Elizabeth aprendió a leer goreano en el nido, y en menos de una hora. Como supo que ella no sabía leer el idioma, Kusk ofreció enseñarle. Elizabeth aceptó, pero se sorprendió cuando la sentaron frente a una gran mesa, de proporciones adecuadas para un Rey Sacerdote, y vio que le aplicaban a los lados de la cabeza dos complicados aparatos, parecidos a las dos mitades de un cuenco. Varias abrazaderas metálicas la obligaron a poner la cabeza en la posición exacta. Además, para evitar los movimientos bruscos que podía realizar si la dominaba el terror, se agregaron varias fajas metálicas.
—Después de la Guerra del Nido —me informó Kusk—, descubrimos que muchos de nuestros ex esclavos no sabían leer, lo cual no es sorprendente, porque se habían criado en el Nido. Por lo tanto inventamos este aparato, una tarea no muy difícil en vista del cerebro único y bastante sencillo del humano.
—Para educar a un Rey Sacerdote —dije— se usaban cables… ocho cables, uno para cada cerebro.
—Ahora prescindimos de los cables —explicó Kusk— incluso en el caso de un Rey Sacerdote. Se usaban sobre todo obedeciendo a la tradición, pero los humanos del Nido propusieron perfeccionamientos técnicos, y dejaron a nuestro cargo ejecutarlos.
Kusk me examinó con sus antenas.
—Parece —dijo— que los humanos rara vez se sienten satisfechos.
—Quiero levantarme —dijo Elizabeth—. Por favor.
Kusk movió una perilla, y Elizabeth dijo: “Por favor” una vez más, y después pareció que apenas podía mantener abiertos los ojos. Finalmente, cerró los ojos y se durmió.
Kusk y yo discutimos varios asuntos durante más o menos un ahn, sobre todo acerca de la medida en que después de la Guerra del Nido se habían restablecido los sistemas de vigilancia y control del Nido, el papel cada vez más importante de los humanos en el Nido, y la dificultad de definir normas sociales mutuamente aceptables para especies tan heterogéneas.
Se oyó un leve chasquido y una pequeña señal olorosa partió del aparato fijado a la cabeza de Elizabeth. Kusk apuntó las antenas, se acercó al aparato y lo apagó. Retiró las dos placas curvas, y yo liberé a la joven de las fajas y las abrazaderas.
Elizabeth abrió los ojos.
—¿Cómo te sientes? —pregunté.
—Me dormí —dijo, mientras se frotaba los ojos—. Lo siento, no pude evitarlo.
—No te preocupes —la tranquilicé.
—Ahora estoy despierta. ¿Cuándo podemos comenzar?
—Hemos terminado —dijo Kusk y sus palabras brotaron monocordes del traductor.
Con sus ganchos prensiles, los de la pata delantera derecha, Kusk sostenía una hoja de plástico, en la cual aparecían el alfabeto goreano y varios párrafos en dicho idioma, algunos en letra impresa y otros escritos a mano.
—Lee —dijo Kusk.
—Pero es goreano —protestó Elizabeth—. No sé leer goreano.
Miró la página, desconcertada.
—¿Qué signo es éste? —pregunté.
En su rostro se dibujó una expresión de sorpresa, y después casi de temor.
—Es Al-Ka —dijo—, la primera letra del alfabeto goreano.
—Lee esta frase —propuse—, prueba.
Con voz lenta, comenzó a pronunciar sonidos, los que se le ocurrían.
—El primogénito… de la Madre… fue Sarm… —Me miró—. Pero no son más que sonidos.
¿Qué significan? —pregunté.
—De pronto ahogó una exclamación.
—¡El primogénito de la Madre fue Sarm! —dijo.
—Es una humana muy inteligente —comentó Kusk—. A veces se necesita un cuarto de ahn antes de que se realicen los ajustes iniciales, y sobre todo el reconocimiento de que los sonidos que asocian espontáneamente con los signos son en realidad las palabras de su idioma. Dentro de muy poco leerá sin dificultad los signos, entendidos como palabras, y no como meros sonidos asociados con sentidos arbitrarios. Después de unos días de práctica leerá goreano con la misma eficacia que la mayoría de los nativos; después, todo es cuestión de interés y aptitud.
Dejamos a Elizabeth en la habitación y fuimos a comer. Ella estaba demasiado excitada para acompañarnos, y leía y releía la hoja de plástico. Esa noche, después de perderse la cuarta comida, regresó tarde a las habitaciones que yo compartía con Misk; trajo una serie de rollos de plástico que había pedido prestados a varios humanos del Nido. Yo le había guardado un poco de hongos, y ella los masticó en un rincón, mientras estudiaba absorta un rollo. De tanto en tanto interrumpía y me decía “¡Oye esto!” Y leía un fragmento que le parecía muy interesante.
—Los Reyes Sacerdotes discuten —observó Kusk— si debe enseñarse o no a leer a los humanos.
—Comprendo las razones de la polémica —dije.
Pero a medida que pasaban los días, Elizabeth y yo deseábamos cada vez más abandonar el Nido.
Durante los últimos días hablé a menudo con Misk de las dificultades relacionadas con la obtención del último huevo de los Reyes Sacerdotes, y sobre todo le informé que otros habían buscado también el huevo, y casi lo habían conseguido —otros que poseían la tecnología necesaria para visitar la Tierra, apoderarse de los humanos y usarlos para sus fines, como antes había sido el caso de los Reyes Sacerdotes.
—Sí —dijo Misk—. Estamos en guerra.
Me recosté en el respaldo de la silla.
—Pero eso ya dura veinte mil años —dijo Misk.
—¿Y en tanto tiempo no pudisteis conquistar el triunfo? —pregunté.
—A diferencia de los humanos —dijo Misk—, los Reyes Sacerdotes no son un organismo agresivo. Nos basta afirmar la seguridad de nuestro propio territorio. Además, esos que tú llamas los Otros, ya no tienen territorio. Murió cuando se apagó su sol. Viven en una serie de grandes naves, cada una de las cuales es casi un planeta artificial. Mientras estas naves permanezcan fuera del quinto anillo, aquel del planeta al que los terrestres llaman Júpiter y los guerreros Herius, nosotros no combatimos.
Asentí. Sabía que la Tierra y Gor compartían el tercer anillo.
—¿No sería más seguro que los Otros fuesen expulsados del sistema? —pregunté.
—Los hemos expulsado once veces —replicó Misk—, pero siempre regresan.
—¿No intentaréis expulsarlos otra vez? —pregunté.
—Lo dudo —contestó Misk—. Esas expediciones llevan mucho tiempo, y son peligrosas y difíciles. Sus naves tienen aparatos sensoriales tal vez equivalentes a los nuestros; se dispersan y tienen armas, quizás primitivas, pero eficaces a una distancia de cien mil pasangs. Durante varios miles de años, excepto exploraciones constantes, se han mantenido fuera del quinto anillo. Pero ahora se muestran más audaces.
—Los Otros —dije— sin duda podían conquistar la Tierra.
—No lo hemos permitido —dijo Misk—. Queda dentro del quinto anillo.
Lo miré, sorprendido.
Sus antenas se enroscaron, divertidas.
—Además —continuó Misk—, los humanos no nos desagradan.
Me eché a reír.
—Y por otra parte —continuó Misk—, los Otros son una especie interesante, y hemos permitido que algunos de ellos, prisioneros retirados de naves destruidas, vivan en este mundo, exactamente como los seres humanos.
Me sobresalté.
—En general, no ocupan las mismas áreas que los seres humanos —explicó Misk—. Además, insistimos en que respeten las normas y las leyes tecnológicas de los Reyes Sacerdotes. Es la condición de la supervivencia.
—¿Limitáis sus niveles tecnológicos, como hacéis con los humanos?
—En efecto —contestó Misk.
—Pero los Otros de las naves —dije— continúan siendo peligrosos.
—Muy peligrosos —reconoció Misk. Se le enroscaron las antenas—. Los humanos y los Otros tienen muchas cosas en común. Ambos dependen sobre todo de la visión; pueden respirar la misma atmósfera; poseen sistemas circulatorios idénticos y son vertebrados; ambos tienen apéndices prensiles análogos. Además —aquí las antenas de Misk se enroscaron—, ambos son vegetativos, competitivos, egoístas, astutos, codiciosos y crueles.
—Gracias, Misk.
El abdomen de Misk se estremeció y las antenas se le curvaron de placer.
—No hay de qué, Tarl Cabot.
—Y como sabes —dije—, no todos los Reyes Sacerdotes son como Misk.
—Sin embargo —agregó Misk—, a pesar de todos sus defectos, creo que los seres humanos son superiores a los Otros.
—¿Por qué?
—En general, sufren cierta inhibición que les dificulta matar —aclaró Misk—, y además muestran, aunque de un modo infrecuente, fidelidad, espíritu comunitario y amor.
—Seguramente los Otros también exhiben dichas cualidades.
—Hay pocos indicios en ese sentido —observó Misk—, aunque en efecto existe la Fidelidad a Bordo, pues ese modo artificial de existencia exige responsabilidad y disciplina. Hemos observado que en los Otros que se instalaron en Gor se degeneran los roles y las relaciones, de modo que hay anarquía y la autoridad descansa en la fuerza superior y el miedo —Misk me miró—. Ni siquiera en las naves —dijo— se prohíbe el asesinato, salvo en combate o cuando el hecho de sangre puede perjudicar el funcionamiento de la nave. Ocurre que les gusta matar.
—Entiendo —dije— que los Otros son mucho más numerosos que los Reyes Sacerdotes.
—Por lo menos mil veces más numerosos. Pero durante veinte mil años los hemos contenido gracias a nuestra potencia superior.
—Pero creo que esa potencia ha disminuido mucho después de la Guerra del Nido.
—Cierto —confirmó Misk—. Pero ahora estamos rehaciéndola. Creo que no hay peligro inmediato, si el enemigo no se entera de nuestra debilidad actual —se le movieron lentamente las antenas, como si estuviera reflexionando—. Sin embargo, hay indicios —agregó— de que sospechan de nuestras dificultades.
—¿Cuáles son esos indicios? —pregunté.
—Los tanteos son cada vez más frecuentes. Además, en concordancia con sus planes, han traído a este mundo a algunos humanos. Ciertos movimientos de las naves de exploración parecen haber sido coordinados desde la superficie. Quizá los Otros de las naves hablaron con sus semejantes a quienes se permite vivir bajo nuestras leyes. Y durante los últimos cinco años por primera vez los Otros han establecido contactos diplomáticos con los humanos —las antenas de Misk me enfocaron—. Parece que se proponen conquistar influencia en las ciudades, convencer a humanos, equiparlos y dirigirlos en la guerra contra los Reyes Sacerdotes.
Me sobresalté.
—¿Por qué no pueden usar a los humanos para librar sus batallas? —preguntó Misk—. Los humanos, que forman grupos nutridos en Gor, son inteligentes, pueden aprender y tienden a ser criaturas belicosas.
—Pero se limitan a usar a los humanos —dije.
—Sí —confirmó Misk—. Más tarde, los humanos serán únicamente esclavos y alimento.
—¿Alimento? —pregunté.
—A diferencia de los Reyes Sacerdotes —dijo Misk—, los Otros son carnívoros.
—Pero los humanos son criaturas racionales.
—En las naves —dijo Misk— se cría a los humanos y a otras criaturas orgánicas para obtener carne, o para usarlos como instrumento.
—Es necesario detenerlos —observé.
—Si con el tiempo consiguen armar a un número suficiente de hombres, nuestro mundo está perdido.
—¿Está muy avanzado el proyecto? —pregunté.
—Por lo que sabemos gracias a nuestros agentes, todavía no.
—¿Descubrieron los puntos de contacto a partir de los cuales piensan extender su influencia en las ciudades?
—Sólo uno ha sido identificado —dijo Misk—, y no deseamos destruirlo inmediatamente. Si lo hiciéramos, comprenderían que conocemos el plan. Además, quizás perecieran criaturas racionales inocentes.
—Misk, necesitas un espía.
—Ya sabía —dijo Misk— que no debía hablar de esto contigo.
—¿Cuál es el punto de contacto ya descubierto? —pregunté.
—Regresa a Ko-ro-ba —dijo Misk—. En esa ciudad vive y trata de ser feliz. Llévate contigo a esta joven. Que otros se ocupen de los aspectos más sombríos de la guerra.
—¿No permitirás que yo decida por mí mismo este asunto? —pregunté.
—Tarl Cabot, nada te pedimos —dijo Misk. Y después apoyó suavemente las antenas en mis hombros—. Incluso Ko-ro-ba será peligroso para ti —dijo—, pues los Otros sin duda conocen lo que hiciste para obtener el huevo de los Reyes Sacerdotes. Regresa a tu ciudad, Tarl Cabot, y trata de ser feliz; pero cuídate.
—Mientras los Otros amenazan —dije—, ¿cómo es posible que un hombre descanse tranquilo?
—Te he dicho demasiado —afirmó Misk—. Lo siento.
Me volví, y comprobé sorprendido que Elizabeth había entrado en la habitación. No sabía cuánto había escuchado.
—Hola —dije sonriendo.
Elizabeth no sonrió. Parecía temerosa.
—¿Qué haremos? —preguntó.
—¿Acerca de qué? —pregunté con expresión inocente.
—Hace mucho que está aquí —dijo Misk—. ¿Fue un error hablar delante de ella?
Miré a Elizabeth.
—No —dije—, no fue un error.
—Gracias, Tarl —dijo la joven.
—¿Afirmaste que existía un único punto de contacto evidente? —dije a Misk.
—Sí, la Casa de Cernus en Ar —dijo Misk.
—Es una de las grandes casas de tráfico de esclavos —afirmé—, y es muy antigua.
Las antenas de Misk confirmaron brevemente el hecho.
—Tenemos un agente en esa casa —dijo Misk—, un Escriba, el contable principal, llamado Caprus.
—Seguramente puede averiguar lo que necesitáis saber —dije.
—No —dijo Misk—, por su condición de Escriba y contable tiene limitada libertad de movimientos.
—Entonces —dije— necesitaréis otra persona en la casa.
—Regresa a Ko-ro-ba, Tarl Cabot —dijo Misk—. Ya hiciste demasiado.
—Nadie —repliqué— habrá hecho demasiado mientras no se acabe definitivamente con los Otros.
—Yo también iré —dijo Elizabeth.
Me volví bruscamente.
—Nada de eso —dije—. Te llevo a Ko-ro-ba, y allí te quedarás. Y eso es todo.
—Vengo de la Tierra —dijo Elizabeth—. La Tierra debe su libertad a los Reyes Sacerdotes.
—Lo siento —dije—. Lo siento, Elizabeth —meneé la cabeza. Quise abrazarla, pero ella retrocedió y me miró enojada—. Es muy peligroso, muy peligroso.
—Para ti como para mí —contestó, miró a Misk, y se acercó al Rey Sacerdote—. ¡Envíame! —pidió.
Misk la miró, los ojos luminosos, las antenas inclinadas hacia ella.
—Se arreglará —dijo— que seas esclava de la Casa de Cernus, en la condición de miembro del personal de Caprus. Se prepararán documentos para ti, y te llevarán a la Casa de Clark en Thentis, de donde una caravana de tarns te transportará a Ar; allí te venderán en una transacción privada, y la compra estará a cargo de los agentes de la Casa de Cernus, que obedecerán instrucciones de Caprus.
—¡Magnífico! —dijo descaradamente Elizabeth, que se plantó frente a mí, los brazos en jarras.
—Yo la seguiré —dije—, probablemente en el papel de un tarnsman mercenario, y trataré de entrar al servicio de la Casa de Cernus.
—Ambos sois humanos —dijo Misk—, nobles humanos.
Después apoyó en nosotros sus antenas, una en mi hombro izquierdo y la otra en el hombro derecho de Elizabeth.
Pero antes de iniciar nuestro peligroso viaje, por sugerencia de Misk, Elizabeth y yo regresamos a Ko-ro-ba para descansar unos días y gozar de un interludio pacífico y afectuoso.
El retorno a la ciudad me conmovió, porque aquí mi espada se había puesto al servicio de una Piedra del Hogar goreana; aquí yo había aprendido el manejo de las armas y conocido la lengua goreana; aquí me había encontrado con mi padre, después de muchos años de separación; y había conocido a amigos muy queridos, como Tarl el Viejo, maestro de armas, y el pequeño y vivaz Torm, de la Casta de los Escribas; y aquí había comenzado, muchos años antes, la labor que conmovería al Imperio de Ar y costaría su trono a Marlenus de Ar, Ubar de Ubares; y no podía olvidar que antaño había traído aquí, no como a una esclava vencida sino como a una mujer orgullosa, bella y libre, a Talena, hija del mismo Marlenus, Ubar de Ubares. La había traído aquí, y ambos estábamos enamorados, y habíamos venido a compartir el vino embriagador del Libre Compañerismo.
Lloré.
Cruzamos los muros parcialmente reconstruidos, y nos encontramos entre cilindros, muchos en proceso de reconstrucción. Casi enseguida nos encontramos rodeados por guerreros, montados en tarns, los miembros de la guardia, y yo alcé la mano en el signo de la ciudad. Habíamos vuelto a casa.
Poco después abracé a mi padre y a mis amigos.
Fue suficiente una mirada, incluso en medio de la alegría del encuentro, para que ambos comprendiéramos que ninguno de los dos conocía el paradero de Talena, la que fuera compañera, pese a su condición de hija de un Ubar, de un sencillo guerrero de Ko-ro-ba.
Los días pasaban rápidamente y finalmente Al-Ka llegó a la ciudad, proveniente del Nido. Para cumplir esta misión se había dejado crecer el cabello. Casi no lo reconocí, porque los humanos del Nido, tanto los hombres como las mujeres, suelen afeitarse el cráneo —aunque la costumbre está cambiando— en concordancia con las prácticas sanitarias tradicionales del Nido. Los cabellos largos le molestaban bastante, y estoy seguro de que se lo lavaba varias veces al día. Elizabeth se mostró muy divertida con los documentos de esclava falsificados, que incluían una reseña detallada de su captura y, sucesivas reventas, así como endosos y copias de las notas de venta. Algunos datos, por ejemplo los certificados médicos y las medidas y las marcas de identidad, habían sido compilados en el Nido y transferidas después a los documentos. Al-Ka le tomó las impresiones digitales y las agregó a los documentos. En la columna de las características se anotó que no era analfabeta. Por supuesto, era necesario para justificar que Caprus la incorporase a su personal.
Besé una mañana a Elizabeth y después salió de la ciudad con Al-Ka, escondida en un carro.
—Ten cuidado —le recomendé antes de separarnos.
—Te veré en Ar —contestó Elizabeth mientras me besaba.
Después se acostó sobre un gran lienzo impermeable, y Al-Ka y yo la enrollamos en una alfombra, y disimulada de ese modo la llevamos al carro.
Una vez fuera de la ciudad el carro debía internarse en un pequeño bosque. El plan era que Elizabeth quemara sus ropas, y que Al-Ka le aplicara el collar típico de los esclavos. Después Elizabeth debía subir al carro, donde Al-Ka la aseguraría a una barra central mediante una cadena unida al collar. Después el viaje hasta la Casa de Clark. Una esclava más, desnuda y encadenada, quizás más hermosa que otras, pero en el fondo semejante a las que día tras día llegaban a una firma tan importante, la principal de Thentis, y una de las más conocidas de Gor.
El viaje a Thentis duraba un día en tarn, pero en la carreta llevaría casi un mes goreano, es decir unos veinticinco días. En la mayoría de los calendarios de las diferentes ciudades hay doce meses goreanos de veinticinco días. Cada mes, de cinco semanas de cinco días, está separado de los restantes meses por un período de cinco días, llamado la Mano de Pasaje; con una excepción, que el último mes del año está separado del primer mes del año siguiente no sólo por una Mano de Pasaje sino por otro período de cinco días, la Mano que Espera, durante el cual, las puertas se pintan de blanco, se ingiere escaso alimento, se bebe menos y no hay cantos ni regocijo público en la ciudad; durante este período los goreanos salen lo menos posible. Por extraño que parezca, los Iniciados no atribuyen mucha importancia religiosa a la Mano que Espera. Quizá se trata de un período de duelo por el año que pasó; los goreanos, que pasan gran parte del tiempo al aire libre, sobre los puentes y en las calles, están mucho más cerca del año natural que la mayoría de los humanos de la Tierra; pero cuando llega el Equinoccio Vernal, que es el primer día del Año Nuevo en la mayoría de las ciudades goreanas, reina gran regocijo; las puertas se pintan de verde, y se entonan canciones en los puentes, se realizan juegos y concursos, se visita a los amigos y se celebran fiestas, que se prolongan los diez primeros días del primer mes, de modo que se duplican los días de la Mano que Espera. Por desgracia, los nombres de los meses difieren de una ciudad a otra; pero en las ciudades civilizadas hay cuatro meses asociados con los equinoccios y los solsticios y con las grandes ferias de las Montañas Sardar, meses que tienen nombres comunes, los meses de En’Kara o En’Kara-Lar-Torvis; En’Var o En’Var-Lar-Torvis; Se’Kara o Se’Kara-Lar-Torvis; y Se’Var o Se’Var-Lar-Torvis. Elizabeth y yo llegamos a Ko-ro-ba durante el segundo mes, y ella partió el segundo día de la Segunda Mano de pasaje, la que sigue al segundo mes. Calculamos que llegaría a la Casa de Clark hacia la Tercera Mano de Pasaje, la que precede al mes de En’Var. Calculábamos que, si todo salía bien, llegaría a la Casa de Cernus hacia fines de En’Var. Si la enviaban con otras jóvenes en carro, no sería posible ajustarse al plan; pero sabíamos que en el caso de mercancías selectas —y Elizabeth correspondía a esta categoría—, la Casa de Clark organizaba el transporte por tarn; es decir, seis esclavas en un canasto, y grupos de un centenar de tarns, con escolta y volando simultáneamente.
Yo había decidido esperar hasta la Cuarta Mano de Pasaje, la que seguía a En’Var, y después ir en tarn a Ar, donde me presentaría como un tarnsman mercenario que buscaba empleo en la Casa de Cernus; pero cuando, a principios de En’Var, mataron al guerrero de Thentis que se me parecía, decidí ir a Ar disfrazado de Asesino. Además, me parecía conveniente permitir que los habitantes de Ar creyesen que Tarl Cabot había muerto asesinado. Tenía que afrontar el asunto de la venganza; la sangre del guerrero muerto en un puente de Ko-ro-ba exigía la venganza de la espada. No se trataba sólo de que Thentis era aliada de Ko-ro-ba; además, se había cobrado la vida del guerrero buscando la mía, y por lo tanto a mí me tocaba hacer justicia.
—Ya lo tengo —dijo Elizabeth, que había estado practicando mi nudo-firma.
—Bien —dije.
Yo mismo había estado practicando el nudo que ella inventó y que, debía reconocerlo, era bastante ingenioso. Examiné el nudo de Elizabeth, atado a la manija de uno de los arcones puestos contra la pared.
Quizá parezca sorprendente, pero creo que era fácil saber qué nudo era obra de un hombre, y cuál de una mujer; más aún, el nudo de Elizabeth en cierto modo me recordaba su persona. Era inteligente, complicado, bastante estético, y aquí y allá revelaba rasgos ingeniosos. En una cosa tan simple como estos nudos, volví a recordar las diferencias de sexo y personalidad que dividen a los seres humanos, las diferencias expresadas en millares de sutilezas, por ejemplo el modo de plegar un pedazo de lienzo, de formar una letra, o recordar un color, de completar una frase. Me parecía que en todo nos manifestamos, y que cada uno lo hace de manera diferente.
—Podrías examinar este nudo —dijo Elizabeth.
Revisé el nudo, y ella hizo lo mismo con el mío, y así, movimiento por movimiento, cada uno controló el nudo del otro.
El nudo de Elizabeth tenía cincuenta y cinco vueltas. El mío cincuenta y siete.
Ella había amenazado con inventar un nudo de más de cincuenta y cinco vueltas, pero cuando yo amenacé con castigarla decidió someterse a la razón.
—Lo hiciste a la perfección —dije.
Después de reflexionar, me pareció que Elizabeth tenía un propósito específico que la inducía a crear su propio nudo. Por ejemplo, quizá después de cierto tiempo tuviese en Gor su propia habitación o sus propios arcones, y en ese caso podía necesitar un nudo individual. Por supuesto, podía haber utilizado el mío, pero después de examinar el que ella había preparado y ver en qué se distinguía del mío, no dudé que el suyo le parecía a Elizabeth más feliz, más grato y más personal. Por otra parte, como legalmente se había sometido a la Casa de Cernus, y ahora era esclava, las pequeñas cosas que podía tener o hacer sin duda le parecían preciosas. Yo sabía que algunos esclavos se mostraban muy celosos de cosas tan sencillas como un plato o una taza, a las que habían llegado a considerar propias, probablemente en razón del uso. Además, la posesión de un nudo propio podía tener un valor ocasional, incluso en las circunstancias actuales, por ejemplo, si yo llegaba a la puerta y veía en su lugar el nudo de Elizabeth, tenía que saber que ella no se encontraba en el aposento. Ese tipo de cosa era trivial, pero nunca sabía cuándo podría sobrevenir una situación menos trivial. En definitiva, me parecía conveniente que Elizabeth tuviese su propio nudo, y lo que era más importante, ella lo había deseado así.
—Todas las jóvenes —me informó altivamente— deberían tener su propio nudo. Más aún, si tú lo tienes, yo debería tenerlo. En presencia de esta lógica, originada en las contaminaciones de la Tierra, no quedaba más alternativa que capitular, por fastidioso que eso pudiera parecer.
—Bien, Kuurus —dijo Elizabeth—, parece que ataste bien mi nudo, aunque quizá con torpeza un tanto mayor de la que yo habría demostrado.
—Lo que importa —dije— es que las cosas se hagan bien.
Se encogió de hombros.
—Imagino que así es —dijo.
—Pero cuando haces mi nudo —dije con acento hosco— el resultado es un poco demasiado elegante.
—Mis nudos no son elegantes —me informó Elizabeth—. Lo que tú llamas elegancia es simplemente limpieza, sencilla y común limpieza cotidiana.
—¡Oh! —dije.
—No puedo evitar que mis nudos parezcan más ordenados que los tuyos.
—Yo diría que te gusta hacer nudos —observé.
Se encogió de hombros.
—¿Deseas que te muestre otros? —pregunté.
—¿Nudos usados como firma? —preguntó.
—No —contesté—, nudos sencillos, nudos goreanos comunes.
—Sí —respondió Elizabeth, complacida.
—Tráeme un par de cordeles de sandalias —le dije.
Cumplió la orden, y después se arrodilló frente a mí, mientras yo me sentaba con las piernas cruzadas. Sostenía en la mano uno de los cordeles.
—Éste es el sostén del canasto —expliqué, y con un gesto le pedí que extendiese una mano—. Se utiliza para asegurar un canasto a la montura del tarn.
Le expliqué —y ella cooperó— otros nudos usuales, entre ellos el nudo de anclaje, el nudo simple del cierre, el nudo doble de cierre, y otros por el estilo.
—¡Ahora, cruza las muñecas! —dije.
Obedeció.
—¿De modo que crees que tus nudos son mejores que los míos? —pregunté.
—Sí —contestó Elizabeth—, pero por otra parte no eres más que un hombre.
Pasé uno de los cordeles alrededor de las muñecas, le di una segunda vuelta, después crucé en dos direcciones el cordel, y aseguré todo con un nudo.
—Caramba —dijo moviendo las muñecas—, lo hiciste con mucha rapidez.
Por supuesto, no se lo dije, pero se enseña ese nudo a los guerreros.
—Yo no trataría de resistir —dije.
—¡Oh!
—Si forcejeas, apretarás el nudo —dije.
—Es un nudo interesante —observó Elizabeth, los ojos fijos en sus propias muñecas—. ¿Cómo se llama?
—Es un nudo de captura —dije.
—¡Oh! —repitió.
—Se usa para asegurar a los esclavos y a otros individuos análogos —observé.
—Comprendo —dijo.
Recogí el segundo cordel y le até los tobillos.
—¡Tarl! —exclamó.
—Kuurus —la corregí.
Permaneció sentada.
—Me engañaste —dijo.
—Y hay otra forma todavía más segura —dije. Le desaté la muñeca y la puse boca abajo; le uní las muñecas a la espalda y utilicé el mismo nudo, con otro adicional, de modo que no pudo hacer el más mínimo movimiento.
Se debatió para sentarse.
—Sí —dijo—, imagino que este nudo es más seguro.
—Y éste —dije— ofrece aún más seguridad.
La acerqué al pie del diván, la senté allí y después de levantar la pesada cadena y el collar uní éste al grueso anillo empotrado en la mampostería.
—Sí —reconoció Elizabeth—, concuerdo contigo —me miró—. Ahora, por favor, desátame.
—Tendré que pensarlo.
—Por favor —insistió Elizabeth, con una risita.
—Cuando regresaste a la Casa de Cernus, y ofreciste al guardián la versión que te habíamos enseñado, ¿qué ocurrió?
Elizabeth sonrió.
—Me tuvieron esposada un tiempo —dijo—. ¿Eso fue parte de tu plan?
—No, pero no me sorprende.
—Bien, excelente —dijo Elizabeth—. En efecto, no me habría agradado que te sorprendieras —me miró a los ojos—. Ahora —dijo—, por favor, desátame.
—Todavía estoy pensando en ello —contesté.
—Por favor —se movió un poco—, amo.
—Ahora estoy pensándolo más seriamente —le informé.
—Bien.
—¿De modo que crees que tus nudos son más buenos que los míos? —pregunté.
—Es un hecho liso y llano —dijo—. Por favor, desátame.
—Quizá por la mañana —contesté.
Emitió un sonido que podía interpretarse como expresión de cólera.
—Yo no intentaría luchar —dije.
—¡Oh! —exclamó frustrada—. ¡Oh, oh! —después me miró enojada—. Está bien —dijo—, amo, tus nudos son excelentes.
—¿Mejores que los tuyos? —pregunté.
Me miró irritada.
—Por supuesto —dijo—. ¿Cómo es posible que el nudo obtenido por una joven, una muchacha que es apenas una esclava, pueda compararse con el nudo de un hombre, un hombre libre, que además es miembro de la Casta de los Guerreros?
—Entonces, ¿reconoces que mis nudos son superiores en todo sentido a los tuyos?
—Oh, sí —exclamó—, ¡sí, amo!
—Bien, ahora que estoy satisfecho, creo que te desataré.
—Eres una bestia —dijo la joven riendo—, Tarl Cabot.
—Kuurus.
—Kuurus, Kuurus.
Me incliné para desatar las ligaduras de Elizabeth, y de pronto se oyó un fuerte golpe en la puerta de la habitación. La joven y yo nos miramos.
Otro golpe.
—¿Quién es? —pregunté.
—Ho-Tu, Maestro Guardián —fue la respuesta apenas audible a causa de las pesadas vigas de la puerta.
Di un rápido beso a Elizabeth y después tiré de la túnica de esclava de modo que le llegase a la cintura y la obligué a volverse, con el fin de que no mirase hacia la puerta. Satisfecho, me acerqué a la puerta y retiré las dos pesadas vigas y abrí una de las hojas.
Ho-Tu era un hombre bajo y corpulento, de anchos hombros, desnudo hasta la cintura. Tenía vivaces ojos negros, la cabeza afeitada, y un espeso bigote cuyas guías colgaban a los costados de la boca. En su cuello colgaba un tosco adorno, una cadena de hierro con un medallón del mismo metal, que exhibía el símbolo de la Casa de Cernus. Tenía un ancho cinturón de cuero con cuatro hebillas. Del cinturón colgaba la vaina de un cuchillo curvo. También estaba asegurado al cinturón un silbato para impartir órdenes y llamar a los esclavos. Del otro lado del cinturón colgaba una barra para esclavos, parecida a la que se usaba con los tarns, excepto que se emplea para controlar a los seres humanos y no a los animales. Lo mismo que la anterior, había sido creada gracias al esfuerzo conjunto de la Casta de los Médicos y la Casta de los Constructores. Los primeros habían aportado su conocimiento acerca de los nervios y la sensibilidad en los seres humanos, y los Constructores habían explicado ciertos principios y técnicas desarrolladas en la construcción y la manufactura de los focos de energía. A diferencia de la barra utilizada con los tarns, que tiene un sencillo interruptor en el mango, la que se utiliza con los esclavos incluye un dial, y la intensidad de la carga suministrada puede variar desde la que sólo es desagradable hasta la que mata en un instante. Esta barra, desconocida en la mayoría de las ciudades de Gor, es utilizada casi exclusivamente por los traficantes profesionales de esclavos, quizás a causa de su elevado costo.
Ho-Tu examinó la habitación, vio a Elizabeth y sonrió.
—Veo que sabes cómo tener a una esclava —dijo.
Me encogí de hombros.
—Si te provoca dificultades —dijo Ho-Tu— envíala a las mazmorras. Allí la corregiremos.
—Suelo corregir a mis propios esclavos —dije.
—Por supuesto —dijo Ho-Tu, y movió la cabeza.
En ese instante una barra golpeada por un martillo de hierro resonó en la casa, y otras barras recogieron el sonido y lo repitieron en diferentes pisos de la Casa de Cernus. Pronto descubrí que el día estaba dividido por dichas señales. Es el método utilizado en la casa de un traficante de esclavos, Ho-Tu sonrió.
—Cernus —dijo— reclama tu presencia en la mesa.

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