3-CERNUS

—Trae ante mí tu primera espada —dije— para que pueda matarle.
Cernus de Ar, de la Casa de Cernus, me estudió con su rostro grande e impasible, y los ojos que nada revelaban, como piedras grises. Las manos grandes descansaban sobre los brazos de la silla curva que él ocupaba, y que a su vez estaba montada sobre una plataforma de piedra de aproximadamente treinta centímetros de altura y unos tres metros cuadrados. En la base de la plataforma estaban empotrados seis anillos destinados a los esclavos.
Cernus de Ar vestía una tosca túnica negra, tejida probablemente con la lana del hurt de dos patas, un marsupial domesticado que se criaba en gran número alrededor de varias ciudades septentrionales de Gor. Yo había oído decir que la Casa de Cernus tenía intereses en varias de las estancias que se dedicaban a la cría del hurt en la ciudad.
Cuando terminé de hablar, varios de los guerreros de Cernus se movieron inquietos. Algunos habían llevado la mano a las armas.
—Yo soy la primera espada de la Casa de Cernus —dijo Cernus.
La habitación en la cual yo estaba era el salón de la Casa de Cernus. Era un lugar espacioso, de unos veinte metros cuadrados, con el techo a una altura de más o menos quince metros. Empotrados en la pared, a la izquierda, lo mismo que en la plataforma de la base de piedra, anillos para los esclavos, aproximadamente una docena. En las paredes había brazos para las antorchas; pero ahora estaban vacíos. El cuarto estaba iluminado por la luz solar que se filtraba por varias ventanas estrechas con barrotes. A su modo, me recordó una prisión; y a su modo lo era, porque se trataba de una sala de la Casa de Cernus, de la principal casa de tráfico de esclavos de Ar.
Cernus tenía alrededor del cuello, colgado de una cadena de oro, un medallón que exhibía el distintivo de la Casa de Cernus, un tarn con cadenas de esclavo sujetas de sus garras.
—He venido —dije— para alquilar mi espada a la Casa de Cernus.
—Te esperábamos —dijo Cernus.
No demostré sorpresa.
—Entiendo —dijo Cernus— que Portus, de la Casa de Portus, trató en vano de contratar tu espada.
—Es cierto —dije.
Cernus sonrió.
—Si no hubiera sido así —dijo—, sin duda no habrías venido aquí… porque en esta casa somos inocentes.
Era una alusión a la marca que exhibía en mi frente.
Yo había pasado la noche mirando el juego en una posada, había borrado la marca y esa mañana, bien temprano, después de despertar, volví a aplicarla en mi frente. Después de comer carne fría, y beber un poco de agua, me dirigí a la Casa de Cernus.
Cuando fui llevado a su presencia aún no era la séptima hora goreana, pero ya el traficante estaba de pie y atendía sus asuntos. A la derecha estaba un Escriba, un hombre angular y hosco de ojos profundos, munido de tabletas y punzón. Era Caprus de Ar, principal contable de la Casa de Cernus. Vivía en la casa, y rara vez salía a la calle. Vella había sido puesta bajo la custodia de este hombre. En la Casa de Cernus, después de quitarle los brazaletes, la correa y el collar, varios agentes de la casa habían verificado sus impresiones digitales, comparándolas con las que venían en los documentos. Se decía que Caprus era amigo de los Reyes Sacerdotes. Aparentemente, la incorporación de Vella a la Casa de Cernus no había acarreado dificultades. Sin embargo, yo temía por su seguridad. Era un juego peligroso.
—¿Puedo preguntar —inquirió Cernus— por quién llevas en la frente la marca de la daga negra?
Estaba dispuesto a hablar hasta cierto punto a Cernus de estas cosas, porque era importante, aunque peligroso, que él comprendiese cuál era el propósito de mi misión. Ahora era el momento de revelar ciertas cosas, de manera que se filtrasen a las calles de Ar.
—Vine a vengar —dije— a Tarl Cabot de Ko-ro-ba.
Los guerreros profirieron gritos de asombro. Sonreí para mis adentros. No dudaba que en el plazo de un ahn la anécdota correría por todas las tabernas de Ar, por todos los puentes y todos los cilindros.
—En esta ciudad —dijo Cernus— Tarl Cabot de Ko-ro-ba es conocido por el nombre de Tarl de Bristol.
—Sí —dije.
—Oí cantos alusivos a su persona —dijo Cernus. Observé atentamente al traficante de esclavos. Parecía inquieto y disgustado.
Dos de sus hombres salieron deprisa de la habitación. Oí que gritaban por los corredores de la casa.
—Lamento saberlo —dijo al fin Cernus. Después me miró—. Pocos habitantes de Ar —dijo— no te desearán que tengas éxito en tu sombría tarea.
—¿Quién podría matar a Tarl de Bristol? —exclamó un guerrero, sin siquiera darse cuenta de que Cernus no le había reconocido el derecho de hablar.
—Un cuchillo en el puente alto —dije—, en la vecindad del Cilindro de los Guerreros… durante el vigésimo ahn, en la oscuridad y las sombras de las lámparas.
Los guerreros se miraron.
—Sólo así pudo ser —dijo uno.
Yo mismo pensé con amargura en un puente mal iluminado, cerca del Cilindro de los Guerreros, porque por ese puente un joven de la Casta de los Guerreros había caminado apenas un cuarto de ahn antes que yo. Su delito, si alguno había cometido, era que se parecía mucho a mí, y sus cabellos, en la sombra, la semioscuridad de las lámparas y las tres lunas de Gor, debieron parecer los míos a quien estaba vigilando. Tarl el Viejo, el maestro de armas de Ko-ro-ba y yo mismo habíamos encontrado el cuerpo, y muy cerca, el lienzo verde metido en una rajadura de uno de los postes que sostenían las lámparas del puente; quizá había sido arrancado del hombro de un individuo que corría velozmente. Tarl el Viejo había dado vuelta al cuerpo, y después de examinarlo entre los dos, nos miramos.
—Este cuchillo —dijo Tarl el Viejo— estaba destinado a ti.
—¿Conoces al muerto? —pregunté.
—No —dijo—, salvo que era un guerrero de la ciudad aliada de Thentis, un pobre guerrero.
Vimos que no le habían quitado el bolso. El asesino había querido únicamente su vida.
Tarl el Viejo había extraído el cuchillo. Era un arma arrojadiza, del tipo utilizado en Ar, mucho más pequeña que la quiva sureña. Era un cuchillo para matar. En el pomo de la daga, rodeándolo, se encontraba la leyenda “Lo busqué. Lo encontré”.
—¿De la Casta de los Asesinos? —había preguntado.
—Es imposible —dijo Tarl el Viejo—, pues los Asesinos generalmente son demasiado orgullosos para usar veneno —señaló una mancha blanca en la punta del cuchillo.
Más tarde, Tarl el Viejo, mi padre Matthew Cabot, Administrador de Ko-ro-ba, y yo analizamos largamente el asunto. Supimos que este atentado contra mi vida tendría algo que ver con las Montañas Sardar y los Reyes Sacerdotes, y los Otros, que no eran Reyes Sacerdotes, que deseaban imponerse en este mundo, y subrepticia y cruelmente luchaban para conquistarlo, aunque todavía, por temor al poder de los Reyes Sacerdotes, o porque no comprendían bien cuánto había disminuido su fuerza en la Guerra del Nido, hacía de eso más de un año, no se habían atrevido a atacar francamente. De modo que difundimos por la ciudad la noticia de que Tarl Cabot había muerto. Ahora yo había llegado a Ar pero no sabía a quién buscaba.
—¿Conoces el nombre del asesino? —preguntó Cernus.
—Sólo tengo esto —dije, y extraje del cinturón el lienzo verde y arrugado.
—Es el lienzo de una facción —dijo Cernus—. Hay millares así en Ar.
—Es todo lo que tengo —dije.
—También esta casa —observó Cernus— está aliada con la facción de los Verdes; y es el caso de otras casas, y de diferentes establecimientos de la ciudad, asociados con otras facciones.
—Sé —dije— que la Casa de Cernus simpatiza con los Verdes.
—Ahora veo —dijo Cernus— que varias razones te indujeron a alquilar tu espada a esta casa.
—Sí, por lo que sé, el hombre a quien busco puede ser de esta casa.
—Pero es improbable —replicó Cernus—, pues los que apoyan a los Verdes son millares, y provienen de todas las castas de Gor. El propio Administrador de Ar y el Supremo Iniciado son partidarios de los Verdes.
Me encogí de hombros.
—Pero eres bienvenido en esta casa —dijo Cernus—. Como seguramente sabes, pasamos momentos difíciles en Ar, y una buena espada es una excelente inversión, y en los tiempos que corren el acero a menudo es más valioso que el oro.
Asentí.
—De tanto en tanto —explicó Cernus— te encomendaré misiones —me miró—. Pero por ahora me parece valioso saber simplemente que tu espada está en esta casa.
—Espero tus órdenes —dije.
—Es sabido que en la taberna de Spindius mataste a cuatro guerreros de la Casa de Portus —dijo Cernus, cuando estaba por retirarme.
Nada dije.
—Cuatro piezas dobles de oro —dijo Cernus— serán llevadas a tus habitaciones. Asimismo —continuó—, he sabido que recogiste en la calle a una de mis muchachas. ¿Cuál es su número? —preguntó a Caprus, que estaba cerca.
—74673 —dijo el Escriba.
Yo había previsto que se mencionaría a Vella, porque era improbable que Cernus no conociese mi contacto con ella. Por ello, le había explicado que al regresar tarde a la Casa de Cernus ella debía protestar y explicar lo que aparentemente le había ocurrido. Por lo tanto, no me sorprendió que el Escriba conociese su número y lo comunicara a Cernus. Más aún, era probable que lo conociera de antemano, pues ella estaba asignada a su personal, principalmente para realizar diligencias en la ciudad; en efecto, se decía que Caprus rara vez abandonaba la Casa de Cernus, Deseaba trabajar estrechamente vinculado con Vella en la Casa de Cernus a pesar de que contaba con el desagradable sentido del humor que con bastante frecuencia aparecía en los traficantes de esclavos.
—¿Te opones? —pregunté.
Cernus sonrió
—Nuestros Médicos observaron —dijo Cernus— que ella no es más que una muchacha Seda Roja.
—No creí —dije— que permitieras que una muchacha Seda Blanca caminase sola por las calles de Ar.
Cernus sonrió.
—En efecto —dijo—. El riesgo es excesivo, y a veces se eleva a diez piezas de oro —se recostó en el respaldo de la silla—. 74673 —dijo.
—¡La muchacha! —exclamó el Escriba.
Por una entrada lateral, Elizabeth Cardwell, o Vella, fue arrojada al interior de la sala.
—Levanta la cabeza, muchacha —dijo Cernus.
Ella obedeció, y yo pensé que era la primera vez que ella miraba a la cara, al amo de la Casa de Cernus. Tenía el rostro muy pálido.
—¿Cuánto tiempo hace que estás con nosotros? —preguntó Cernus.
—Nueve días, amo —dijo la joven.
—¿Cómo te llamas?
—Vella, si eso complace al amo.
—Veo que usas la marca de los cuatro cuernos de bosko.
—Sí.
—Kassar, ¿no es verdad?
—No, amo —corrigió la joven—, Tuchuk.
—Pero, ¿dónde está el anillo? —preguntó Cernus. Las mujeres tuchuks, esclavas o no, tienen la nariz atravesada por un minúsculo anillo de oro, no muy diferente de los anillos de compromiso de la Tierra.
—Mi último amo —dijo Elizabeth— me lo quitó. No soy del todo tuchuk. Soy nada más que una joven de las islas que están al norte de Cos; me capturaron los piratas de Puerto Kar, que me vendieron a un tarnsman, y fui vendida nuevamente en la ciudad de Turia a los tuchuks.
—¿Cómo llegaste a Thentis? —preguntó Cernus.
—Los Kassar atacaron los carros de los tuchuks —explicó la joven—. Me secuestraron, y después fui vendida a los turianos. Un año después llegué a la feria de Se’Var, cerca de las Montañas Sardar, donde me vendieron a la Casa de Clark, en Thentis, y después yo y muchas otras tuvimos la suerte de ser compradas por la Casa de Cernus, en la Gloriosa Ar.
Cernus se recostó en el respaldo de su asiento en apariencia satisfecho.
—Pero sin el anillo —dijo—, nadie creerá en la marca de los cuatro cuernos de bosko. Ordenaré a un herrero que vuelva a poner el anillo.
Elizabeth no pronunció palabra.
Cernus se volvió hacia Caprus.
—¿Ha sido instruida? —preguntó.
—No —dijo Caprus.
—Entonces que la instruyan completamente.
Elizabeth lo miró, sobresaltada.
Elizabeth y yo no habíamos contado con esto. Por otra parte, parecía que poco podíamos hacer al respecto. Yo sabía que la instrucción, exhaustiva y detallada, llevaría varios meses. Por otra parte, cabía presumir que el trabajo debía realizarse en la Casa de Cernus; de esta manera sin duda hallaríamos tiempo para realizar nuestra tarea, por la cual habíamos planeado entrar en la Casa de Cernus.
—¿No te sientes agradecida? —inquirió Cernus, asombrado.
Elizabeth se arrodilló, la cabeza inclinada.
—Amo, soy indigna de tan importante honor —dijo.
Entonces, Cernus me señaló, indicando a la joven que se volviese.
Elizabeth obedeció, y de pronto, en un gesto soberbio, movió el brazo y gritó, como si me hubiese visto por primera vez, y me recordase con horror. Fue una representación maravillosa.
—¡Es él! —gritó, estremecida.
—¿Quién? —preguntó Cernus con expresión inocente.
—¡Es el Asesino que me encontró en la calle y me obligó a acompañarlo a la taberna de Spindius! ¡Protégeme, amo!
—Eres sólo una pobre y pequeña esclava —dijo Cernus—. ¿Se mostró cruel contigo?
—Sí —exclamó la joven, los ojos centelleantes—. ¡Por favor castígalo, señor!
Tuve que reconocer que Elizabeth era una actriz realmente notable.
—Muy bien —aceptó Cernus—. Lo castigaré enviando a sus habitaciones a una esclava sin instrucción —Cernus se volvió hacia Caprus—. Cuando no esté aprendiendo, 74673 vivirá en las habitaciones del Asesino.
—¡No! —aulló Elizabeth.
Eché la cabeza hacia atrás y reí, y Cernus me imitó, y descargó puñetazos en los brazos de la silla, y también los guerreros rugieron de alegría. Después me volví y seguí al guerrero que me condujo a mis habitaciones.

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